CIUDAD DEL VATICANO, 1 septiembre 2001 (ZENIT.org).- Del 31 de agosto al 7 de septiembre se celebra en Durban (Sudáfrica) la Conferencia mundial contra el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y otras formas de intolerancia. La Santa Sede, consciente de la importancia del tema afrontado en esta Conferencia, es representada por una importante delegación. En esta ocasión, se distribuirá a los participantes la segunda edición del documento titulado «La Iglesia frente al racismo - Por una sociedad más fraterna». Este documento ha sido publicado por primera vez por el Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz a petición del Santo Padre en 1998. El Consejo, teniendo presente por una parte un contexto internacional en plena evolución y por otra los principales temas de la Conferencia, ha añadido al inicio de la edición de este año una actualización introductiva con nuevas reflexiones sobre la cuestión [...].
La contribución de la Iglesia: perdón y reconciliación
En este contexto, es posible interrogarse sobre la contribución específica que la Iglesia católica está llamada a ofrecer, no sólo a toda la Conferencia de Durban, sino más generalmente a la lucha contra el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y la intolerancia.
La primera repuesta obligada es que del corazón del hombre nacen homicidios, maldad, envidia, y soberbia (Marcos 7,21) y, por tanto, a este nivel la contribución de la Iglesia es particularmente importante e insustituible, con sus constantes llamamientos a la conversión personal. De hecho, hay que dirigirse ante todo y sobre todo al corazón del hombre, pues hay que purificar continuamente el corazón para que ya no sea el miedo o el espíritu de dominio los que le subyuguen, sino más bien la apertura hacia el otro, la fraternidad y la solidaridad. Aquí está el papel fundamental de las religiones y, en particular, de la fe cristiana, que enseña la dignidad de todo ser humano y la unidad del género humano. Y, si la guerra o situaciones graves tuvieran que hacer de otro hombre, un enemigo, el primer y más radical mandamiento cristiano es precisamente el del amor al enemigo y el de responder al mal con el bien.
Al cristiano no le está permitido tener propósitos y comportamientos racistas o discriminatorios, aunque por desgracia no siempre es así en la práctica ni lo ha sido siempre ha través de la historia. En este sentido, el Papa Juan Pablo II ha querido caracterizar el Jubileo del año 2000 con «peticiones de perdón» repetidas en nombre de la Iglesia, para que la memoria de la Iglesia fuera purificada de «toda forma de antitestimonio y escándalo» acaecidos en el pasado milenio (Juan Pablo II, carta apostólica «Tertio Millennio Adveniente», n.33). En ciertas ocasiones, puede suceder que el mal sobrevive a quien lo ha realizado, a través de las consecuencias de los comportamientos, y éstos últimos pueden convertirse en un pesado fardo que pesa sobre la conciencia y la memoria de los descendientes. Entonces se hace necesaria una purificación de la memoria: «Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia personal y común todas las formas de resentimiento y de violencia que la herencia del pasado haya dejado, sobre la base de un juicio histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un posterior comportamiento moral renovado [...] con vistas al crecimiento de la reconciliación en la verdad, en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y, en particular, entre la Iglesia y las diversas comunidades religiosas, culturales o civiles con las que entra en relación» (Comisión Teológica Internacional, «Memoria y reconciliación - La Iglesia y las culpas del pasado», capítulo V, 1).
La petición de perdón afecta, en primer lugar, a la vida de los cristianos que forman parte de la Iglesia; sin embargo «es legítimo esperar que los responsables políticos y los pueblos, en especial los involucrados en conflictos dramáticos, alimentados por el odio y por el recuerdo de heridas con frecuencia antiguas, se dejen guiar por el espíritu de perdón y de reconciliación testimoniado por la Iglesia y se esfuercen por resolver los contrastes a través de un diálogo leal y abierto» (Juan Pablo II, «Discurso a los participantes al Congreso sobre la Inquisición», 31 de octubre de 1998, «Enseñanzas de Juan Pablo II», volumen XXI,2, 1998, p.900).
La cuestión de la reparación
Acto de amor gratuito, el perdón tiene sus exigencias: es necesario reconocer el mal que se ha hecho y, en la medida de lo posible, poner remedio. La primera exigencia, por tanto, es el respeto de la verdad. La mentira, la deslealtad, la corrupción, al manipulación ideológica o política hacen imposible la estabilización de relaciones sociales pacíficas. Aquí reside la importancia de procedimientos que permitan establecer la verdad, procedimientos necesarios pero delicados, pues la búsqueda de la verdad corre el riesgo de transformarse en sed de venganza. A la exigencia de la verdad se le añade otra: la justicia. Dado que «El perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige. El mal cometido debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. Precisamente esta exigencia ha llevado a establecer en varias partes del mundo, ante los abusos entre grupos étnicos o naciones, procedimientos oportunos de búsqueda de la verdad, como primer paso hacia la reconciliación» (Juan Pablo II, «Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz», 1 de enero de 1997, n. 5).
La Santa Sede es bien consciente de la importancia y, al mismo tiempo, de la delicadeza de los problemas ligados a la «exigencia de reparación», especialmente cuando se traducen en peticiones de indemnización. El debate que recientemente ha dividido a algunos Estados miembros de las Naciones Unidas en el momento de la adopción del orden del día provisional de la Conferencia de Durban es un ulterior testimonio. No le corresponde a la Iglesia proponer una solución técnica a un problema tan complejo. Sin embargo, la Santa Sede expresa la convicción de que hay que mirar cada vez más hacia el pasado con una memoria purificada para afrontar serenamente el futuro.
La educación en los derechos humanos
Entre las «buenas prácticas que hay que promover», introducidas en el programa de la Conferencia de Durban, se encuentra también el compromiso de la educación en los derechos humanos, particularmente a través de los medios de comunicación y de la obra de las religiones.
La Santa Sede es consciente de que las raíces del racismo, de la discriminación y de la intolerancia se encuentran en el prejuicio, y en la ignorancia, frutos ante todo del pecado, pero también de una educación errónea e insuficiente. Aquí se ve el papel fundamental de la educación. En este sentido, la Iglesia católica recuerda su papel activo «en la base», de amplísimo alcance, para educar e instruir a los jóvenes de toda confesión y de todos los continentes, desde hace siglos. Fiel a sus valores, la Iglesia ofrece una educación en el servicio del hombre y de todo hombre. Esta acción fundamental, que sirve a la causa de los derechos del hombre, es bien conocida.
Por lo que se refiere al papel insustituible de las religiones, y en particular de la fe cristiana, en materia de educación en el respeto de los derechos del hombre, recordamos rápidamente que una correcta enseñanza de la religión permite alejar «falsos ídolos» como el nacionalismo y el racismo. El Papa Juan Pablo II afirmaba ante la Asamblea religiosa de 1999: «La tarea que tendremos que afrontar será la promoción de una cultura del diálogo. Solos y todos juntos tenemos que demostrar que la fe religiosa inspira la paz, alienta la solidaridad, promueve la justicia y sostiene la libertad» (Discurso de Juan Pablo II al concluir la Asamblea interreligiosa «En vísperas del tercer milenio: colaboración ente las diferentes religiones», 28 de octubre de 1999).
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br> Discriminaciones positivas
La Conferencia de Durban se propone también como «práctica recomendable» promover las así llamadas «discriminaciones positivas». La Convención internacional sobre la eliminación de toda forma de discriminación racial del 21 de diciembre de 1965, ratificada por la Santa Sede, prevé de hecho la posibilidad de adoptar medidas especiales «con el único objetivo de asegurar de manera adecuada el progreso de algunos grupos raciales o étnicos o de individuos necesitados de la protección que pueden necesitar para garantizarles los derechos del hombre... en condiciones de igualdad» (artículo1° §4). Basándose en la «acción positiva», algunos países han adoptado legislaciones que conceden una protección especial a favor de los pueblos autóctonos o minoritarios. La elección de este tipo de política sigue siendo, sin embargo, controvertida. Existe, de hecho, el riesgo real de que estas medidas cristalicen la diferencia, en lugar de favorecer la cohesión social, de que en materia de empleo o de vida política, por ejemplo, los individuos sean reclutados o elegidos en función de su grupo étnico y no en función de sus competencias y, por último, de que la libertad de elección quede condicionada. Es incontestable que el peso de los precedentes, ya sean de carácter histórico, sociocultural, exigen en ocasiones, de parte de los Estados acciones positivas. Los pueblos autóctonos, en particular, sufren todavía mucho a causa de las discriminaciones. La Iglesia católica, sumamente atenta a la defensa de la realidad del hombre concreto, en un contexto histórico, reivindica un respeto efectivo de los derechos del hombre. Estas políticas son legítimas, por tanto, si se respeta la prudente condición del artículo 1° §4 de la Convención de 1995. En él se dice que las medidas de discriminación positivas deben ser temporales, que no deben tener como efecto el mantenimiento de ciertos derechos para diferentes grupos, y que no tienen que mantenerse en vigor una vez que se hayan alcanzado los objetivos prefijados.
Formas inéditas de racismo
Hacemos notar, por último, que desde 1988 dos grandes fracturas se han hecho más profundas a nivel mundial: la de una pobreza cada vez más dramática unida a la de la discriminación social y una más nueva y menos denunciada que afecta al ser humano no nacido, sometido a experimentos y que se ha convertido en objeto de la técnica (a través de las técnicas de procreación artificial, la utilización de «embriones sobrantes», la clonación terapéutica, etc.). El riesgo de una forma inédita de racismo es sumamente real, pues el desarrollo de estas técnicas podría llevar a la creación de una «subcategoría de seres humanos» destinada esencialmente al confort de algunos. Nueva y terrible forma de esclavitud. Poderosos intereses comerciales querrían aprovechar esta latente tentación eugenésica. De este modo, los gobiernos y la comunidad científica internacional tienen la obligación de vigilar con atención..
Conclusión
En septiembre de 1995, Juan Pablo II, al visitar Sudáfica, afirmaba: «La solidaridad es, ante todo, la respuesta necesaria para superar el complejo fracaso moral constituido por los prejuicios raciales y las rivalidades étnicas». Una solidaridad que hay que desarrollar entre los Estados pero también en el seno de todas las sociedades en las que la deshumanización y la desintegración del tejido social está llevando incontestablemente a la exacerbación de las opiniones y de los comportamientos racistas y xenófobos, al rechazo del más débil, ya sea extranjero, inválido o sin techo. Una solidaridad que encuentra su fundamento en la unidad de la familia humana, porque todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, tienen el mismo origen y están llamados al mismo destino. Sobre esta base, la contribución de las religiones es insustituible, una contribución que ofrece todo creyente quien, adhiriendo libremente a su fe, la vive cotidianamente. Todo esto, consciente de que la libertad de conciencia y de religión sigue siendo el presupuesto, el principio y el fundamento de toda libertad, humana, civil, individual y comunitaria.
*El cardenal François-Xavier Nguyen Van Thuân es presidente del Consejo Pontificio de la Justicia y de la Paz.
Extractos de una intervención distribuida por la Sala de Prensa del Vaticano. La traducción ha sido realizada por Zenit
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Sep 02, 2001 00:00