BARCELONA, 4 septiembre 2001 (ZENIT.org).- ¿Cuál es el papel de las religiones en la promoción de la paz en un mundo globalizado? Esta es la pregunta a la que respondió el profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, al intervenir en el Encuentro Internacional Hombres y Religiones, que se clausuró este martes, en Barcelona.
«Las religiones –respondió– no tienen la fuerza política para imponer la paz, pero, transformando al hombre desde dentro, invitándole a distanciarse del mal, le conducen hacia una actitud de paz del corazón».
Ofrecemos a continuación el pasaje final de la intervención de Riccardi.
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Las religiones, que viven en medio de comunidades particulares, nacionales, y universales, que hablan de Dios y viven con los hombres, pueden ser una escuela de convivencia y de paz. Las Escrituras cristianas recuerdan que «Él es nuestra paz». De esta voz se hace eco el magisterio de los papas del siglo XX acerca de la paz. En la tradición islámica, uno de los nombres de Dios es Salam, paz. La mirada religiosa se mueve desde el individuo, considerado criatura de Dios y hermano, hasta los pueblos, con la convicción de que la guerra envenena la tierra.
Las religiones no tienen la fuerza política para imponer la paz, pero, transformando al hombre desde dentro, invitándole a distanciarse del mal, le conducen hacia una actitud de paz del corazón. Cada religión tiene su camino. Nada es igual. Sin embargo, el clima de diálogo hace madurar la convergencia hacia la paz, como se ve en los manifiestos que han concluido nuestros encuentros. En uno de ellos, el de Milán en 1993, se lee: «Nuestro único tesoro es la fe. El dolor del mundo nos ha hecho inclinarnos sobre nuestras tradiciones religiosas en búsqueda de la única riqueza que el mundo no posee: hemos sentido desde lo profundo el eco de un mensaje de paz y el emerger de energías de bien. Es la invitación a despojarnos de todo sentimiento violento y a desarmarnos de todo odio. La mansedumbre del corazón, la vía de la comprensión, el uso del diálogo para la resolución de conflictos y contraposiciones son los recursos de los creyentes y del mundo».
El manifiesto concluye así: «Sobretodo debemos reformarnos a nosotros mismos. Que ningún odio, ningún conflicto, ninguna guerra encuentren en las religiones un incentivo. La guerra nunca puede ser motivada por las religiones. ¡Que las palabras de las religiones sean siempre palabras de paz!».
En los hombres y en las mujeres de fe se encuentra la convicción de la fuerza moral. No siempre todos han estado a la altura, pero toda comunidad religiosa, compuesta de hombres y mujeres pecadores, muestra un rostro humano y misericordioso, que debería distanciarse de la terrible utopía de las sociedades perfectas que las ideologías y el sectarismo han querido edificar con la violencia. La fuerza moral se conecta profundamente con las enseñanzas de piedad y misericordia de muchas religiones. La piedad, la espiritualidad, se viven en comunidades religiosas concretas y locales pero abren siempre una ventana a lo universal. Se relacionan con esto, por ejemplo, las antiguas prescripciones religiosas sobre la hospitalidad a los extranjeros.
En definitiva, en el mundo contemporáneo, el extranjero se hace cercano; o bien, dramáticamente, se descubre que el vecino se ha convertido en un extranjero. Hoy, en un mundo globalizado, gente de fe, etnia y cultura diferentes; convive en las mismas ciudades, sobre los mismos escenarios, en los mismos horizontes nacionales. Mientras todavía se persiguen diseños de homogeneidad a través de la limpieza étnica, gente distinta vive junta sin destruir las identidades nacionales, tan sólo planteando nuevos problemas. La Comunidad de Sant’Egidio, que tiene el honor de promover este Encuentro, trabaja cotidianamente en el terreno de la solidaridad con los más pobres en muchas grandes ciudades europeas y no europeas. De hecho, para la casi totalidad de nosotros, hay un compromiso cotidiano de solidaridad con los débiles. En el seno de Sant’Egidio ha nacido un movimiento de europeos y emigrantes llamado «Gentes de paz», que habla de la voluntad de romper el muro de la extrañeza cotidiana. Una hermosa representación de ellos participa en este encuentro.
Las religiones tienen una responsabilidad decisiva en la convivencia: su diálogo teje una trama pacífica, rechaza las tentaciones a lacerar el tejido civil, a instrumentalizar las diferencias religiosas con fines políticos. Pero esto pide audacia y fe a los hombres y a las mujeres de religión. Pide coraje. Pide abatir con la fuerza moral, con la piedad, con el diálogo, los muros. La tarea de las religiones de educar al amor del arte de convivir puede ser grande. Grande es también la tarea de las religiones en el recordar que el destino del hombre va más allá de los propios bienes terrenales –como muchas enseñan–, que se enmarca en un horizonte universal, en el sentido de que todos los hombres son criaturas de Dios. Desde siempre, sus santos y sus sabios escrutan un horizonte global.
Hoy nuestra mirada se extiende lejos. La globalización de la información nos lleva a conocer necesidades y dramas lejanos. La mirada de los hombres de religión no puede no cruzarse con la de los pobres, los míseros, los pueblos más marginados. Las pobrezas y las exclusiones del mundo contemporáneo nos interpelan […].
Las religiones tienen respuestas diferentes, pero el diálogo entre ellas es ya un signo de esperanza: que los hombres y las mujeres no se volverán a asesinar más en el nombre de Dios y no evocarán a Dios para santificar sus odios, que mirarán más allá de sus propios límites. Que, descubriendo el rostro de Dios, descubrirán el valor de la paz en un mundo como el nuestro. Esta es una gran esperanza que mueve corazones y energías.