ROMA, 22 septiembre 2001 (ZENIT.org).- Durante una visita a Irán en febrero de 2000, el cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, pronunció un importante discurso en la Universidad Imam-Sadr de Teherán. La idea central de la intervención se centró en el diálogo entre las culturas, tema propuesto precisamente por el presidente de Irán a las Naciones Unidas como lema para el año 2001.
El cardenal Schönborn (1945), religioso dominico, es considerado como uno de los teólogos más brillantes en el panorama actual. Fue secretario de la comisión que redactó la nueva edición del nuevo «Catecismo de la Iglesia Católica».
Ofrecemos a continuación la traducción de un extracto central del discurso.
* * *
Permítanme comenzar con toda franqueza con la cuestión más ardua: Nuestras dos religiones, el Cristianismo y el Islam, se conciben a sí mismas como religiones universales y misioneras, no son sólo para un pueblo y una región determinadas, sino para todos los hombres de todos los pueblos. De sus respectivos fundadores, o mejor dicho, de la revelación misma, han recibido el encargo de llevar la luz de esta divina revelación a todos los hombres, como anuncio y camino de salvación y de vida. Por ello nuestras religiones han sido misioneras desde sus comienzos y continúan siéndolo hasta hoy. Es algo que pertenece de modo irrenunciable a la identidad de nuestra fe.
Según nuestra fe, el último encargo que Jesús, después de resucitar de entre los muertos, dio a sus discípulos para todos los tiempos hasta su regreso, reza así: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, a todos los pueblos, haciéndolos discípulos míos» (Mt 28,18).
En obediencia a este mandato, los cristianos se esfuerzan en llevar a todos los hombres el Evangelio. Pero también el Islam se concibe a sí mismo como la revelación definitiva y conclusiva de Dios, dirigida a todos los hombres, que ha de conducirlos a todos por el camino de la verdadera y originaria adoración de Dios.
¿Es posible conciliar una tal pretensión de verdad con la actitud del diálogo? ¿No es más bien causa de innumerables conflictos, incluso de guerras de religión? De ahí que hoy esté tan extendida en Occidente la opinión de que sólo podrá haber «diálogo de las culturas» si las religiones olvidan su pretensión de verdad y renuncian a la misión.
Suscitó por ello gran atención el que el papa Juan Pablo II en su Encíclica «Fides et Ratio» (Fe y razón) expresara su convicción de que fe y razón son conciliables, que la fe y la revelación de Dios no son impedimento para la razón, sino su ayuda y apoyo.
Se suscitó también gran expectación cuando el presidente de Irán Seyed Mohammad Jatamí
expresó claramente durante el Coloquio Religioso de Weimar, la ciudad de Goethe, en julio de 2000, su convicción de que el «diálogo de las culturas» es conciliable con la aceptación de una verdad objetiva y de la posibilidad de que ésta sea conocida. El diálogo es, según dijo, un camino para aproximarse a la verdad: «El diálogo de las civilizaciones y las culturas es un concepto que ha surgido a través del permanente esfuerzo de acercarse a la verdad y llegar a una comprensión».
Si estoy en lo cierto, Cristianos y Musulmanes estamos unidos por una certeza (que al mismo tiempo nos divide): que Dios ha otorgado su revelación definitiva. Sin embargo, aun aferrándonos a esta convicción, también sabemos que, como dice el apóstol Pablo, «nuestro conocimiento es fragmentario», y que ahora en esta vida terrena, «vemos como en un espejo y por enigmas» (1Cor 13,9.12).
Somos receptores de la revelación de Dios con nuestra limitación histórica, ligada al tiempo y al espacio, una limitación que a menudo no percibimos conscientemente, y que nos lleva también a mutuas incomprensiones, que han sido la causa de frecuentes conflictos. Pero al mismo tiempo, estos condicionamientos históricos constituyen una gran oportunidad para traducir la Revelación que se nos ha regalado y sus orientaciones en vida concreta, en formas culturales, en instituciones políticas. La historia de nuestros países da testimonio de la fuerza creativa de las religiones, capaz de configurar la cultura.
Sin esta «inculturación», la religión se queda en algo abstracto y ajeno a la vida. La «inculturación», por el contrario, significa un desafío siempre nuevo para no ocultar ni falsificar el núcleo religioso, el centro vital de la religión por medio de las condiciones culturales, políticas, económicas. Por ello la reforma es compañera permanente de la historia concreta de nuestras comunidades religiosas.
El gran papa Juan XXIII, que a la edad de 78 años fue escogido para el supremo ministerio en la Iglesia católica, convocó, para sorpresa de muchos, un «concilio ecuménico» en Roma, el Concilio Vaticano II, que en más de un aspecto puede ser considerado como una revolución en la Iglesia católica. La idea central del Papa era hacer comprensible a los hombres de hoy la verdad inmutable de la fe en las condiciones sociales cambiantes: «pues, --decía en la apertura del Concilio--, una cosa es el depósito mismo de la fe, o las verdades contenidas en nuestra doctrina, y otra el modo en que éstas se enuncian, conservando, sin embargo idéntico sentido y alcance». Al mismo tiempo se dirigía a los «profetas de desventuras», que sólo quieren ver el aspecto oscuro de nuestro tiempo, y animaba a «investigar e interpretar la fe y sus fuentes escritas a la luz de los métodos de investigación y del lenguaje del pensamiento moderno», en fidelidad a la fe recibida.
La distinción entre la verdad inmutable y sus manifestaciones históricas mutables no es, obviamente, tan fácil de hacer. Precisa del afán de búsqueda, de la disponibilidad para la escucha, para el diálogo, para el cambio. Necesita, al mismo tiempo, de la firmeza y la fidelidad a lo permanentemente válido, a lo esencial y, además, la sabiduría para distinguir entre los esencial y lo accidental. Precisamente aquí, en este proceso de discernimiento, es donde el «diálogo de las culturas» puede ser de gran ayuda, pues podemos aprender unos de otros cómo abordar correctamente estas preguntas fundamentales del hombre.
Publicado en «Culturas y Fe» Volumen, IX – N. 2 – 2001; revista del Consejo Pontificio para la Cultura.