CIUDAD DEL VATICANO, 23 octubre 2001 (ZENIT.org).- «Las represalias, que golpean indiscriminadamente al inocente, continúan el torbellino de violencia y son soluciones ilusorias que impiden el aislamiento moral de los terroristas», señaló este lunes el observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas.
Publicamos la intervención del arzobispo Renato Martino ante la plenaria de la Asamblea General celebrada en la sede de la ONU de Nueva York sobre Cultura de la Paz.
* * *
Señor presidente:
Es particularmente apropiado que la Asamblea General afronte el tema de la Cultura de la Paz. La paz imperfecta en la que vivía nuestro mundo se hizo repentinamente añicos con los ataques violentos y sin sentido contra seres humanos inocentes. Una primera reacción debería utilizar palabras de guerra y no el lenguaje de la violencia, del entendimiento y de la reconciliación. Ahora bien, a instituciones como las Naciones Unidas se les ha confiado la seria responsabilidad de «Mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz…» («Carta de las Naciones Unidas», capítulo 1, artículo 1, párrafo 1).
La paz comienza en los corazones. No es la simple ausencia de guerra, no consiste sólo en evitar el conflicto generalizado, sino más bien en ayudar a orientar nuestro razonamiento y nuestras acciones hacia el bien de todos. Se convierte en una filosofía de acción que nos hace responsables del bien común y nos obliga a gastar todos nuestros esfuerzos por esta causa. Si por estos motivos estamos convencidos de que la paz es un «bien por sí mismo», tenemos que construir una cultura de la paz. La paz es ante todo experimentada, reconocida, querida y amada en el corazón. Por ello, para establecer la cultura de la paz, hay que expresarla e imprimirla en la humanidad, en su filosofía, en su sociología, en su política y sus tradiciones.
Hay varias definiciones de la palabra «cultura» que mi Delegación considera como un buen punto de partida para afrontar la discusión de hoy. La primera habla de cultura como «el arte o la práctica del cultivo»; mientras que otra define la cultura como «la característica propia del comportamiento humano y de sus consecuencias encarnada en el pensamiento, la palabra, la acción y objetos, dependiente de la capacidad del hombre de aprender y transmitir conocimientos a las generaciones sucesivas a través del uso de herramientas, del lenguaje, y de los sistemas de pensamiento abstracto».
Juntas, estas dos definiciones parecen ofrecer un fundamento para una comprensión más clara de cultura… Cuando es integrada en el contexto de la discusión de hoy «una cultura de paz» debe verse como «la característica del comportamiento humano que debe ser cultivada y transmitida a las futuras generaciones».
Una vez que hemos comprendido lo que es la cultura de la paz, podemos comenzar a ponderar los caminos a través de los cuales se puede comunicar, comprender y fomentar en las mentes y en los corazones de la humanidad.
Establecer una cultura de la paz y de la no violencia requiere un nuevo lenguaje y nuevos gestos de paz. Al perseguir este objetivo, no sólo debemos educar a las nuevas generaciones, sino que también debemos educarnos nosotros mismos en la paz y despertar en nuestro interior firmes convicciones y una nueva capacidad para tomar iniciativas al servicio de la gran causa de la Paz.
La educación en la paz y su mejor comprensión y realización puede beneficiarse de un renovado interés por los ejemplos cotidianos de constructores sencillos de la paz a todos los niveles. Nuestros ojos y los de la próxima generación tienen que concentrarse en visiones de paz que alimenten la aspiración por la paz y la no violencia, dimensión esencial de todo ser humano
Todo esto, desde luego, constituye el trabajo al que se han comprometido las Naciones Unidas y los pueblos del mundo desde hace muchos años. Es un proceso que experimenta muchos obstáculos que se interponen en el movimiento hacia una auténtica y duradera paz para todos los pueblos.
Situaciones de conflicto existen en el mundo de hoy allá donde se ha rechazado a través del tiempo una justa solución por las dos partes involucradas. Esto ha fomentado sentimientos de frustración, de odio, y tentaciones de venganza ante las que todos deben estar atentos. Aquellos que honran a Dios deben estar en la primera línea de quienes luchan contra todas las formas de terrorismo. Como mencionó el Papa Juan Pablo II cuando se encontró con los líderes religiosos en Jerusalén, «Si es auténtico, el amor a Dios necesariamente implica la atención por los seres humanos. Como miembros de una familia humana y como hijos queridos por Dios, tenemos obligaciones mutuas que como creyentes no podemos ignorar» (Juan Pablo II, encuentro interrelioso en el Pontificio Instituto de Notre Dame, Jerusalén, 23 de marzo de 2000).
Su Santidad mencionó la misma idea el pasado mes de enero, cuando dijo: «Todos conocen cuán difícil es conciliar las razones de los contendientes cuando los ánimos están encendidos y exasperados a causa de antiguos odios y de graves problemas que dificultan el encontrar solución. Pero no menos peligrosa para el futuro de la paz sería la incapacidad de afrontar con sabiduría los problemas suscitados por la nueva organización que la humanidad, en muchos países, va asumiendo debido a la aceleración de los procesos migratorios y de la convivencia nueva que surge entre personas de diversas culturas y civilizaciones» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2001).
Los actos de revancha no sanarán este odio. Las represalias, que golpean indiscriminadamente al inocente, continúan el torbellino de violencia y son soluciones ilusorias que impiden el aislamiento moral de los terroristas. Tenemos que cancelar más bien los elementos más obvios que provocan condiciones de odio y violencia y que son contrarias a todo movimiento de paz. La pobreza, junto a otras situaciones de marginación que absorben las vidas de muchos pueblos del mundo, la negación de la dignidad humana, la falta de respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, la exclusión social, la intolerable situación de los refugiados, de los desplazados internos y externos, y la opresión física y psicológica, son terreno abonado que sólo espera ser explotado por los terroristas.
Toda campaña seria contra el terrorismo necesita también afrontar las condiciones sociales, económicas y políticas que alimentan la emergencia terrorista, la violencia y el conflicto.
En medio de esta tragedia y amenaza contra la Cultura de la Paz, formas de terrorismo sistemático no deberían ser olvidadas. En algunos casos, se trata de situaciones casi institucionalizadas, basadas en sistemas que destruyen completamente la libertad y los derechos individuales «culpables» de no llevar su pensamiento a la corriente de la ideología triunfante. Hoy estas personas no son capaces de atraer la atención y el apoyo de la opinión pública internacional y no deben ser olvidadas o abandonadas.
Desde este punto de vista, el mundo debe reconocer que hay esperanza. Construir una cultura de la paz no es un sueño disparatado o utópico. Es más bien una realidad accesible que, independientemente de nuestros logros, sigue siendo un objetivo digno y alcanzable.
El Papa Juan Pablo II siempre ha mencionado la idea de que esta búsqueda de la paz es uno de los temas más importantes. Sus exhortaciones han sido particularmente incesantes en los últimos dos años, como parte de la celebración del Jubileo. En una homilía durante su visita a Jordania, Su Santidad invitó a todas las madres a ser «constructores de una nueva civilizació
n del amor. Amad a vuestras familias. Enseñadles la dignidad de toda vida; enseñadles los caminos de la armonía y la paz» (Juan Pablo II, homilía en el Estadio Ammán, 21 de marzo de 2000).
Más recientemente, Su Santidad recordó a los jóvenes de Kazajstán que deberían «saber que estáis llamados a ser constructores de un mundo mejor. Sed promotores de la paz, pues una sociedad basada en la paz es una sociedad con futuro» (Juan Pablo II, Discurso en la Universidad Eurasia, Astana, Kazajstán, 23 de septiembre de 2001).
Por último, señor presidente, quisiera concluir con las palabras que el Papa Juan Pablo II pronunció hace casi 20 años, que parecen particularmente apropiadas para nuestra discusión de hoy: «Os presento este Mensaje sobre el tema «El diálogo por la paz, una urgencia para nuestro tiempo». Lo dirijo a todos los que son de algún modo responsables de la paz, a los que dirigen el destino de los pueblos, a los funcionarios internacionales, a los hombres políticos, a los diplomáticos, y también a los ciudadanos de cada país. Todos son, en efecto, interpelados por la necesidad de preparar una verdadera paz, de mantenerla o de restablecerla, sobre bases sólidas y justas. Ahora bien, estoy profundamente convencido de que el diálogo –el verdadero diálogo– es una condición esencial para esa paz. Sí, este diálogo es necesario, no solamente oportuno; es difícil, pero es posible, a pesar de los obstáculos que la realidad nos obliga a considerar. Representa pues una verdadera urgencia que os invito a tener en cuenta. Lo hago sin otro objetivo que el de contribuir, yo mismo y la Santa Sede, a la paz, tomando con vivo empeño el destino de la humanidad, como heredero y primer responsable del Mensaje de Cristo, que es ante todo un Mensaje de Paz para todos los hombres (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1983).
Gracias, señor presidente.
[Traducción del inglés realizada por Zenit]