CIUDAD DEL VATICANO, 26 octubre 2001 (ZENIT.org).- El Sínodo de los obispos que se concluye este sábado ha quedado decisivamente afectado por los atentados contra Estados Unidos del pasado 11 de septiembre y así lo confiesa el mensaje final que ha publicado hoy la asamblea.
«Nos hemos situado frente al «misterio de la iniquidad» y al «misterio de la piedad»», reconoce el texto, aprobado por los casi 280 participantes, en los que además se traza un perfil del obispo del tercer milenio.
Publicamos a continuación el texto original en castellano, a cargo de la Comisión para la preparación del Mensaje:
Mensaje de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
I. Introducción
1. Reunidos en Roma en nombre de Cristo Señor, desde el 30 de septiembre hasta el 27 de octubre de 2001, nosotros, patriarcas y obispos católicos de todo el mundo, hemos sido convocados por el Papa Juan Pablo II, para evaluar nuestro ministerio en la Iglesia a la luz del Concilio Vaticano II (1962-1965). A semejanza de los apóstoles, reunidos después de la Resurrección en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús, hemos «perseverado unánimes en la oración» invocando al Espíritu del Padre para que nos ilumine sobre nuestra misión de servidores de Jesucristo para la esperanza del mundo (cf. Hch 1, 14).
2. Con el sucesor de Pedro, que ha anunciado la Buena noticia a todos los hombres, que ha recorrido infatigablemente toda la tierra como peregrino de la paz y cuya constante presencia en nuestros trabajos fue para nosotros una fuente particular de aliento, nos hemos puesto a la escucha de la Palabra de Dios y a escucharnos mutuamente. De este modo, las voces de las Iglesias particulares y de los pueblos se hicieron oír entre nosotros, permitiéndonos hacer verdaderamente la experiencia de una fraternidad universal, que desearíamos comunicaros por medio de este Mensaje.
3. Hemos tenido que deplorar la ausencia de hermanos muy queridos en el Señor, que no han podido venir a Roma. También hemos escuchado con profunda emoción el testimonio de muchos obispos que en estos últimos decenios han sufrido la prisión y el exilio por causa de Jesús. Otros han muerto por su fidelidad al Evangelio. Sus sufrimientos y los de sus Iglesias locales, lejos de apagar la luz de la esperanza cristiana, la han avivado aún más para el mundo entero.
4. Han participado activamente en este Sínodo algunos Superiores generales de las Congregaciones religiosas. También hemos tenido la gran alegría de acoger delegados fraternos de otras Iglesias cristianas, y de tener entre nosotros auditores, religiosos y laicos, varones y mujeres, así como expertos e intérpretes y los miembros de la Secretaría del Sínodo. A todos ellos nuestro cordial agradecimiento.
II. Jesucristo, nuestra esperanza
5. El Espíritu Santo, al otorgarnos el don de abrirnos conjuntamente a las realidades actuales de la vida de las Iglesias y del mundo, ha glorificado en nuestros corazones a Cristo resucitado, tomando lo que es de Él para anunciarlo (cf. Jn 16, 14). En efecto, bajo la luz de la Pascua de Cristo, de su Pasión, Muerte y Resurrección hemos releído tanto las tragedias como las maravillas de las que hoy somos testigos en el universo. Para decirlo con las palabras de San Pablo, nos hemos situado frente al «misterio de la iniquidad» y al «misterio de la piedad» (cf. 2 Ts 2, 7 y 1 Tm 3, 16).
6. Si bien, desde un punto de vista humano, la potencia del mal muy frecuentemente parece estar por encima de la del bien, la tierna misericordia de Dios la supera infinitamente a los ojos de la fe: «Allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). Hemos experimentado la fuerza y la verdad de esta enseñanza del Apóstol en la mirada misma que hemos dirigido sobre el presente. «Porque hemos sido salvados en la esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con paciencia» (Rm 8, 24-25).
7. El rechazo inicial de obedecer a Dios, que según la revelación de la Sagrada Escritura es la raíz del pecado, ha sido fuente de división entre el hombre y su Creador, el varón y la mujer, el hombre y la tierra, el hombre y su hermano. De donde surge este interrogante, que no deja de cuestionar nuestras conciencias: «¿Qué has hecho de tu hermano?» (Gn 4, 9-10). Pero jamás se debe olvidar que el relato del pecado es seguido inmediatamente por una promesa de salvación y que ésta precede a la historia del asesinato de Abel, el inocente, figura de Jesús. El Evangelio, buena noticia para toda la humanidad, es proclamado en la aurora de su historia (cf. Gn 3, 15).
8. Todavía hoy este Evangelio es pregonado por toda la tierra. No podríamos dejarnos intimidar por las diversas formas de negación del Dios viviente que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan minar la esperanza cristiana, parodiarla o ridiculizarla. Lo confesamos en el gozo del Espíritu: «Cristo ha resucitado verdaderamente». En su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la Vida eterna para todos los hombres que aceptan convertirse.
El horror del terrorismo
9. Nuestra asamblea, en comunión con el Santo Padre, ha expresado su más viva compasión por las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y por sus familias. Rezamos por ellas y por todas las otras víctimas del terrorismo en el mundo. Condenamos de modo absoluto el terrorismo, que de ninguna manera puede ser justificado.
Situaciones de violencia
10. Por otra parte, durante este Sínodo no hemos podido cerrar nuestros oídos al eco de tantos otros dramas colectivos. Es también urgente y necesario tener en cuenta las «estructuras de pecado» de las que ha hablado el Papa Juan Pablo II, si queremos abrir nuevos caminos para el mundo. Según observadores competentes de la economía mundial, el 80% de la población del planeta vive con el 20% de los recursos y ¡mil doscientos millones de personas deben «vivir» con menos de un dólar por día! Se impone un cambio de orden moral. La doctrina social de la Iglesia adquiere hoy una importancia que nunca podremos subrayar suficientemente. Nosotros, obispos, nos comprometemos a procurar que sea mejor conocida en nuestras Iglesias particulares.
11. Algunos males endémicos, subestimados durante mucho tiempo, pueden conducir a la desesperación de poblaciones enteras. ¿Cómo callarse frente al drama persistente del hambre y de la pobreza extrema en una época en la cual la humanidad posee como nunca los medios de un reparto equitativo? No podemos dejar de expresar nuestra solidaridad, entre otras, con la masa de refugiados e inmigrantes que, como consecuencia de la guerra, de la opresión política o de la discriminación económica, son forzados a abandonar su tierra, en búsqueda de trabajo y con una esperanza de paz. Los estragos del paludismo, la expansión del sida, el analfabetismo, la falta de porvenir para tantos niños y jóvenes abandonados en la calle, la explotación de las mujeres, la pornografía, la intolerancia, la tergiversación inaceptable de la religión para fines violentos, el trafico de la droga y el comercio de las armas … ¡La lista no es exhaustiva! Sin embargo, en medio de todas estas calamidades los humildes levantan la cabeza. El Señor los mira y los apoya: «Por la opresión del humilde y el gemido del pobre me levantaré – dice el Señor» (Sal 12, 6).
12. Quizá lo que más lastima nuestro corazón de pastores es el desprecio de la vida, desde su concepción hasta su término, y la disgregación de la familia. El «no» de la Iglesia al aborto y a la eutanasia es un sí a la vida, un sí a la bondad radical de la creación, un sí que puede alcanzar a todo ser humano en el santuario de su conciencia, un sí a la familia, primera célula de la esperanza en la que Dios se complace hasta lla
marla a convertirse en «iglesia doméstica».
Artesanos de una civilización del amor
13. Damos gracias de todo corazón a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas así como a los misioneros. Movidos por la esperanza que viene de Dios y que se ha revelado en Jesús de Nazareth ellos se comprometen en el servicio a los débiles y enfermos y proclaman el Evangelio de la vida. Nosotros admiramos la generosidad de numerosos militantes de causas humanitarias; la tenacidad de animadores de instituciones internacionales; el coraje de aquellos periodistas que, no sin riesgos, hacen obra de verdad al servicio de la opinión pública; la acción de hombres de ciencia, de médicos y personal de salud; la audacia de algunos empresarios para crear empleos en zonas consideradas difíciles; la dedicación de padres, educadores y docentes; la creatividad de artistas, y de tantos otros artífices de paz que buscan salvar vidas, reconstruir la familia, promover la dignidad de la mujer, educar a los niños y preservar o enriquecer el patrimonio cultural de la humanidad. Creemos que en todos ellos «la gracia actúa invisiblemente» («Gaudium et spes», 22).
III. El Obispo, servidor del Evangelio de la esperanza
Una llamada a la santidad
14. El Concilio Vaticano II hizo llegar a todos una llamada universal a la santidad. Para los obispos ésta se realiza en el ejercicio de su ministerio apostólico, con «la humildad y la fuerza» del Buen Pastor. Una forma muy actual de la santidad, que necesita el mundo, es esta apertura a todos que es característica distintiva del obispo, en la paciencia y en la audacia de «dar razón de la esperanza» (1 P 3, 15) que está presente en él. Para dialogar en verdad con las personas que no comparten la misma fe, la comunión en la Iglesia debe ser ante todo simple y verdadera, de modo que todos, cualquiera fuere su función en el seno de ella, «conserven la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz» (Ef 4, 3).
Luchar contra la pobreza con un corazón de pobre
15. Así como existe una pobreza que aliena, y que es necesario luchar para liberar de ella a los que la padecen, también puede haber una pobreza que libera y potencia las energías para el amor y para el servicio, y es esta pobreza evangélica la que intentamos practicar. Pobres ante el Padre, como Jesús en su plegaria, sus palabras y sus actos. Pobres con María, en la memoria de las maravillas de Dios. Pobres ante los hombres, por un estilo de vida que hace atrayente la Persona del Señor Jesús. El obispo es el padre y el hermano de los pobres. Él no debe dudar, cuando es necesario, en hacerse portavoz de los que no tienen voz, para que sus derechos sean reconocidos y respetados. En particular, él debe proceder «de modo que en todas las comunidades cristianas, los pobres se sientan como «en su casa»» (Novo millennio ineunte, 50). Entonces, mirando unidos hacia nuestro mundo en un gran impulso misionero, podremos expresarle el gozo de los humildes y de los puros de corazón, la fuerza del perdón, la esperanza de que los hambrientos y sedientos de justicia sean plenamente saciados por Dios.
Comunión y colegialidad
16. El término «comunión» (koinonía) pertenece a la indivisa Tradición cristiana de Oriente y de Occidente. Toma todo su vigor de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu. Este misterio de relaciones de unidad y de amor en la Trinidad santa es la fuente de la comunión en la Iglesia. La «colegialidad», al servicio de la comunión, se refiere al colegio de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos, unidos estrechamente entre ellos y con el Papa, sucesor de Pedro. Siempre y en todas partes, ellos enseñan conjuntamente la misma fe con un «carisma cierto de verdad» (S. Ireneo, «Adversus Haereses» IV, 26, 2) y la proclaman a los pueblos de la tierra (cf. «Dei Verbum, 8). Comunión y colegialidad, plenamente vividas, concurren para el equilibrio humano y espiritual del obispo y favorecen la gozosa irradiación de la esperanza de las comunidades cristianas y su entusiasmo misionero.
Un combate espiritual
17. El Concilio Vaticano II, esta «gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo veinte», permanece como «una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» («Novo millennio ineunte», 57). Manteniéndonos fieles a su enseñanza acerca de la Iglesia podremos servir, en toda la faz de la tierra, al Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo. El amor de la unidad no supone indiferencia alguna hacia las corrientes contrarias a esta verdad, que brilla sobre el Rostro de Cristo: «Ecce homo» (Jn 19, 5). Ese amor puede conducir al pastor, como vigía y profeta, a alertar a su pueblo acerca de las distorsiones que amenazan la pureza de la esperanza cristiana. Él puede conducirlo a oponerse a todo eslogan o actitud que, pretendiendo «reducir a nada la Cruz de Cristo» (1 Co 1, 17), vela a la vez el verdadero rostro del hombre y su vocación sublime de criatura, llamada a compartir la vida divina.
«Id pues…» (Mt 28, 19)
18. Presidiendo cotidianamente la Eucaristía para su pueblo el obispo se une a Cristo crucificado y resucitado en su ofrenda al Padre, renovando en sí mismo el acto de Jesús: «dar su carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Durante el Sínodo nos hemos renovado para este ministerio, que no es otra cosa que anunciar a todos el designio salvífico de Dios, celebrar su misericordia comunicándola por los sacramentos de la vida nueva y enseñar su ley de amor atestiguando su presencia «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). «Id pues…»: este envío misionero se dirige a todos los bautizados, sacerdotes, diáconos, personas consagradas y laicos; y a través de ellos alcanza a «toda la creación» (Mc 16, 15).
Artífice de la unidad
19. «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión» («Novo millennio ineunte», 43) mediante la acogida de todos, la lectio divina, la Liturgia, la Diaconía, el Testimonio: tal es el desafío espiritual y pedagógico que permitirá al obispo alimentar la fe de unos, despertar la de otros y anunciarla a todos con firmeza. Él no cesará de sostener el fervor de sus parroquias y, junto con sus párrocos, las animará con un impulso misionero. Los movimientos, pequeñas comunidades, servicios de formación o de caridad, que forman el tejido de la vida cristiana, se beneficiarán con su vigilancia y atención. Como un buen artífice de la unidad el obispo, con los sacerdotes y los diáconos, discernirá y sostendrá todos los carismas en su maravillosa diversidad. Los hará concurrir en esta misión única de la Iglesia: dar testimonio, en medio del mundo, de la bienaventurada esperanza que reside en Jesucristo, nuestro único Salvador.
20. «¡Que todos sean uno como Tú, oh Padre, estás en mí yo en Ti; que ellos sean uno en nosotros a fin de que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 17, 21). Esta oración es «a la vez un imperativo, que nos obliga, y una fuerza, que nos sostiene». Con el Papa, Juan Pablo II, nosotros expresamos nuestra esperanza de «que sea reencontrada en plenitud este intercambio dones, que ha enriquecido a la Iglesia durante el primer milenio» («Novo millennio ineunte», 48). El compromiso irrevocable del Concilio Vaticano II por la plena comunión entre cristianos, interpela al obispo a entregarse con amor al diálogo ecuménico y a formar a los fieles en su justa comprensión. Estamos convencidos de que el Espíritu Santo actúa en este comienzo del Tercer milenio en el corazón de todos los fieles de Cristo, moviéndolos hacia esta unidad, que es un gran signo de esperanza para el mundo.
Ministros del Misterio
21. El Sínodo desea expresar el caluroso agradecimiento de los obispos a todos los sacerdotes, sus principales colaboradores en la misión apostólica. Servir al Evangelio de la esperanza es suscitar una renovación en el fervor, para que sea escuchada la l
lamada del Señor a su viña. Gracias a una confianza y una amistad cordial con sus sacerdotes el obispo hará que aumente nuevamente la estima de su ministerio, frecuentemente menospreciado en una sociedad tentada por las idolatrías del poseer, del placer y del poder. Ministerio apostólico y misterio de la esperanza son indisociables. Dar la prioridad a esta llamada y a la plegaria para pedir «pastores según el corazón de Dios» no es subestimar las otras vocaciones. Por el contrario, es hacer posible su crecimiento y fecundidad. Que los diáconos, que recuerdan a todos los miembros de la Iglesia que deben imitar a Cristo Servidor, encuentren igualmente aquí la expresión de nuestro apoyo y nuestro aliento.
La vida consagrada
22. Nuestro reconocimiento se dirige también a todas las personas consagradas, dedicadas a la contemplación y al apostolado. Testigos privilegiados de la esperanza del Reino que viene, su presencia y su acción frecuentemente permiten a nuestro ministerio apostólico alcanzar a las personas en las fronteras más alejadas de nuestras diócesis, allí donde, sin ellos, Cristo no sería conocido. Por su fidelidad al espíritu de sus fundadores y por la radicalidad de sus opciones «ellos son respecto del Evangelio lo que es una partitura cantada respecto de una escrita» (San Francisco de Sales, Carta CCXXIX [6 de Octubre de 1604]: Oeuvres XII, Annecy, Dom Henry
Benedict Mackey, o.s.b., 1892-1932, pp. 299-325).
La misión de los laicos
23. Los laicos hoy vuelven a encontrar la parte que les corresponde en la animación de las comunidades cristianas, la catequesis, la vida litúrgica, la formación teológica y el servicio de la caridad. Debemos agradecer y alentar vivamente a los catequistas, como también a las mujeres y varones que, de acuerdo a sus diversos talentos, consagran tanta energía a este trabajo, en comunión con los sacerdotes y diáconos, religiosas y religiosos. Sentimos como deber dar gracias, muy especialmente, por el testimonio de amor de todos los que ofrecen sus enfermedades y sufrimientos con Jesús y María, al pié de la cruz, para la salvación del mundo.
24. Por su parte los obispos desean promover la vocación originaria de los laicos, que es dar testimonio del Evangelio en el mundo. Que por su compromiso familiar, social, cultural, político y por su inserción en el corazón de lo que el Papa Juan Pablo II llamó «los areópagos modernos», particularmente en el universo de los medios de comunicación o en los destinados a preservar la creación («Redemptoris missio», 37), ellos continúen rellenando el foso que separa la fe de la cultura. Que se reúnan en un apostolado organizado para estar en primera línea en esta lucha necesaria por la justicia y la solidaridad, que da esperanza y sentido a este mundo.
Teología e inculturación
25. Conscientes de la magnífica diversidad que representa este sínodo, nosotros, obispos, hemos afrontado de nuevo este tema mayor de la inculturación. Nuestro deseo es reconocer las «semillas del Verbo» en las sabidurías, en las creaciones artísticas y religiosas, en las riquezas espirituales de los pueblos en el curso de su historia. La evolución de las ciencias y de las técnicas, la revolución de la información en el plano mundial, todo nos lleva a recorrer nuevamente la aventura de la fe con la energía, la audacia y la lucidez de los Padres de la Iglesia, teólogos, santos y pastores, en tiempos de desórdenes y de cambios como los que conocemos.
26. La vida entera de nuestras comunidades está marcada por este lento trabajo de maduración y de diálogo. Pero, para volver a expresar la fe pura de los orígenes en fidelidad a la Tradición y con un lenguaje nuevo y comprensible, necesitamos la colaboración de teólogos experimentados. Nutridos del «sentire cum Ecclesia», que inspiró a sus grandes predecesores, ellos también nos ayudarán a ser servidores del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo, prosiguiendo con gozo, prudencia y lealtad, el diálogo interreligioso en el espíritu del Encuentro de Asís de 1986.
IV. Conclusión
Dirigimos nuestra mirada hacia vosotros, hermanos y hermanas del mundo entero, que buscáis una tierra de justicia, de amor, de verdad y de paz. ¡Que este Mensaje pueda sosteneros en vuestra marcha!
A los responsables políticos y económicos
27. Los Padres del Concilio Vaticano II, en su Mensaje a los gobernantes, habían osado decirles: «En vuestra ciudad terrestre y temporal Dios construye su ciudad espiritual y eterna». Por esto, bien conscientes de nuestros propios límites y de nuestro papel de obispos, sin la menor pretensión de poder político, nos atrevemos a dirigirnos, por nuestra parte, a los responsables del mundo político y económico: Que el bien común de las personas y de los pueblos sea el motivo de vuestra acción. No está fuera de vuestro alcance poneros de acuerdo lo más ampliamente posible para hacer obra de justicia y de paz. Os pedimos poner vuestra atención en aquellas zonas del planeta que no ocupan la primera plana de los noticiarios televisados y en las que mueren hermanos nuestros a causa del hambre o de la falta de medicamentos. La persistencia de graves desigualdades entre los pueblos amenaza la paz. Como os lo ha pedido expresamente el Papa, aliviad el peso de la deuda externa de los países en vías de desarrollo. Defended todos los derechos del hombre, especialmente el de la libertad religiosa. Con respeto y confianza os rogamos recordéis que todo poder no tiene otro sentido que el servicio.
Llamada a los jóvenes
28. Y vosotros, los jóvenes, sois «los centinelas de la mañana». El Papa Juan Pablo II os ha dado este nombre. ¿Qué os pide el Señor de la Historia para construir una civilización del amor?
Vosotros tenéis un sentido agudo de las exigencias de la honestidad y de la transparencia. No os dejéis reclutar en campañas de división étnica, ni os dejéis ganar por la gangrena de la corrupción. ¿Cómo ser juntos discípulos de Jesús y actualizar su programa proclamado en el monte de las bienaventuranzas? Este programa no hace caducar los diez mandamientos, inscritos en las tablas de carne de vuestro corazón. Él los aviva y les da un esplendor irradiante, capaz de ganar los corazones para la Verdad que libera. Él os dice a cada uno y a cada una: «Ama a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Estad unidos a vuestros obispos y sacerdotes, testigos públicos de esta Verdad, que es Jesús nuestro Señor.
29. Una llamada por Jerusalén
Finalmente nos volvemos a ti, Jerusalén,
ciudad en donde Dios se ha manifestado en la historia:
nosotros rezamos por tu dicha!
Puedan todos los hijos de Abraham reencontrarse en ti
en el respeto de sus derechos respectivos.
Que para todos los pueblos de la tierra permanezcas
como símbolo inagotable de esperanza y de paz.
30. Spes nostra, salve!
María Santísima, Madre de Cristo, tú eres la Madre la Iglesia,
la Madre de los vivientes. Tú eres la Madre de la Esperanza.
Sabemos que Tú nos acompañas siempre en los caminos de la historia.
Intercede por todos los pueblos de la tierra
para que encuentren en la justicia, en el perdón y en la paz
la fuerza de amarse como los miembros de una misma familia!