CIUDAD DEL VATICANO, 21 febrero 2002 (ZENIT.org).- ¿Los voluntarios? Según Juan Pablo II, son «un rayo de esperanza que disipa las tinieblas de la soledad y anima a vencer la tentación de la violencia y el egoísmo».
El 5 de diciembre de 2001, cuando estaba a punto de concluir el Año del Voluntariado proclamado por las Naciones Unidas, el Papa envió este «Mensaje» a todos los voluntarios del mundo que ahora publicamos traducido al castellano.
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Queridos voluntarios:
1. Al final de este año, que las Naciones Unidas han dedicado al voluntariado, deseo expresaros mi sincero y cordial aprecio por la constante entrega con que, en todas las partes del mundo, vais al encuentro de cuantos se hallan en la indigencia. Sea actuando individualmente sea agrupados en asociaciones específicas, representáis para niños, ancianos, enfermos, gente en dificultad, refugiados y perseguidos, un rayo de esperanza que disipa las tinieblas de la soledad y anima a vencer la tentación de la violencia y el egoísmo.
¿Qué impulsa a un voluntario a dedicar su vida a los demás? Ante todo, el ímpetu innato del corazón, que estimula a todo ser humano a ayudar a sus semejantes. Se trata casi de una ley de existencia, cuando lora dar gratuitamente algo de sí a los demás.
Precisamente por eso el voluntariado constituye un factor peculiar de humanización: gracias a las diversas formas de solidaridad y servicio que promueve y concreta, hace que la sociedad esté más atenta a la dignidad del hombre y a sus múltiples expectativas. A través de la actividad que lleva a cabo, el voluntariado llega a experimentar que la criatura humana sólo se realiza plenamente a sí misma si ama y se entrega a los demás.
2. Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nos comunica la razón profunda de esta experiencia humana universal. Al manifestar el rostro de Dios, que es amor (Cf. 1 Juan 4, 8), revela al hombre el amor como ley suprema del ser. Durante su vida terrena Jesús hizo visible la ternura divina, despojándose «a sí mismo, tomando condición de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Efesios 5, 2). Compartiendo hasta la muerte nuestras vicisitudes terrenas, nos ha enseñado a «caminar en la caridad».
Siguiendo sus huellas, la Iglesia durante estos dos milenios no ha dejado de testimoniar este amor, escribiendo páginas edificantes gracias a santos y santas que han marcado la historia. Pienso en los más recientes, en san Maximiliano Kolbe, que se sacrificó para salvar la vida de un padre de familia, y en la madre Teresa de Calcuta, que se dedicó a los más pobres de entre los pobres.
A través del amor a Dios y del amor a los hermanos, el cristianismo irradia toda su potencia liberadora y salvífica. La caridad representa la forma más elocuente de evangelización porque, respondiendo a la necesidades corporales, revela a los hombres el amor de Dios, providente y padre, siempre solícito con cada uno. No se trata de satisfacer únicamente las necesidades materiales del prójimo, como el hambre, la sed, la carencia de vivienda y la asistencia médica, sino de llevarlo a experimentar de modo personal la caridad de Dios. A través del voluntariado, el cristiano se convierte en testigo de esa caridad divina; la anuncia y la hace tangible con intervenciones valientes y proféticas.
3. No basta salir al encuentro de quien se halla en dificultades materiales; es preciso satisfacer al mismo tiempo su sed de valores y de respuestas profundas. Es importante el tipo de ayuda que se ofrece, pero mucho más aún el corazón con que se brinda. Ya se trate de micropoyectos o de grandes realizaciones, el voluntariado está llamado a ser en todo caso escuela de vida, especialmente para los jóvenes, contribuyendo a educarlos en una cultura de solidaridad y acogida, abierta a la entrega gratuita de sí.
¡Cuántos voluntarios, al comprometerse valientemente en favor del prójimo, llegan a descubrir la fe! Cristo, que puede ser servido en los pobres, habla al corazón de quien se pone al servicio de ellos. Hace experimentar la alegría del amor desinteresado, amor que es fuente de la verdadera felicidad.
Deseo vivamente que el «Año internacional del voluntariado», durante el cual se han realizado numerosas iniciativas y manifestaciones, ayude a la sociedad a valorar cada vez más las múltiples formas de voluntariado, que representan un factor de crecimiento y civilización. A menudo, los voluntarios suplen y anticipan las intervenciones de las instituciones públicas, a las que corresponde reconocer adecuadamente las obras nacidas gracias a su valentía y favorecerlas sin extinguir su espíritu originario.
4. Queridos hermanos y hermanas que constituís este «ejército» de paz difundido en todas las partes de la tierra, sois un signo de esperanza para nuestros tiempos. Donde surgen situaciones de dificultad y sufrimiento, hacéis fructificar los insospechables recursos de entrega, bondad e incluso heroísmo, que están en el corazón del hombre.
Haciéndome portavoz de los pobres de todo el mundo, quiero daros las gracias por vuestro compromiso incesante. Proseguid con valentía vuestro camino; que las dificultades no os detengan jamás. Que Cristo, el buen samaritano (Cf. Lucas 10, 30-37), sea el modelo excelso de referencia de todo voluntario.
Imitad también a María que, yendo «con prontitud» a ayudar a su prima Isabel, se convierte en mensajera de alegría y salvación (Cf. Lucas 1, 39-45). Que ella os enseñe el estilo de la caridad humilde y activa, y os obtenga del Señor la gracia de reconocerlo en los pobres y en los que sufren.
Con estos deseos, os imparto de corazón a todos vosotros y a cuantos encontráis cada día en los caminos del servicio al hombre una especial bendición apostólica.
Vaticano, 5 de diciembre de 2001
[Traducción proporcionada por el Consejo Pontificio «Cor Unum»]