CIUDAD DEL VATICANO, 15 mayo 2002 (ZENIT.org).- La confianza en el juicio compasivo de Dios, que busca salvar a sus fieles de la arrogancia de los opresores, es el mejor antídoto contra todo temor, asegura Juan Pablo II.
De este modo, aclara, «cuando se está al lado del Señor, ya no se tiene miedo de las pesadillas y de los obstáculos, sino que se avanza con paso ligero y con alegría por el camino más áspero de la vida».
El pontífice pronunció estas palabras en la audiencia general de este miércoles, en la que junto a trece mil peregrinos y un extraordinario sol de primavera, continuó reflexionando sobre los cánticos del pueblo judío recogidos por el Antiguo Testamento, que se han convertido en oración cotidiana de los cristianos.
En esta ocasión, el pasaje escogido fue el Cántico de Habacuc (3,2-4.13a.15-19), profeta que vivió al finalizar el siglo VII a. c., dedicado al juicio de Dios. De los primeros tonos de lamentación, la composición evoluciona hasta concluir con un himno de alegría.
Con lenguaje poético, el profeta presenta una grandiosa imagen de Dios que se presenta como la luz: «está fuera de nosotros, no la podemos aferrar o detener, y sin embargo nos envuelve, ilumina y calienta», «es más, se muestra dispuesto a estar con nosotros y en nosotros».
Juan Pablo II constató cómo esta experiencia íntima de Dios ha quedado arquitectónicamente modelada en las catedrales de la Edad Media, así como en las creaciones artísticas de la espiritualidad ortodoxa, en particular, la iglesia de santa Sofía de Constantinopla y el Monte Athos de Grecia.
En estos lugares, explicó, «la trascendencia de la realidad divina» «penetra en toda la comunidad orante hasta llegar a la médula de los huesos y al mismo tiempo le invita a superarse a sí misma para sumergirse en todo el carácter inefable del misterio».
Ahora bien, siguió aclarando el pontífice, esta irrupción de Dios en la historia humana tiene un objetivo: «juzgar y hacer mejores las vicisitudes que afrontamos de manera confusa y en ocasiones perversa».
Ante esta posibilidad, la primera reacción del orante pude ser la de «un escalofrío total», «pues el Dios de la justicia es infalible, a diferencia de los jueces terrenos».
Sin embargo, Dios, que desdeña el mal, «no olvida la clemencia compasiva». Su juicio no sólo busca «destruir la arrogancia del impío»; «quiere ser también liberador de los oprimidos, hacer brotar la esperanza en el corazón de las víctimas, abrir una nueva era de justicia».