ROMA, 16 abril 2003 (ZENIT.org).- La sangre derramada por los mártires no es inútil, «su fe, tenacidad y caridad nos incitan con valentía a amar a Jesucristo», dijo este martes el cardenal James Francis Stafford, presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, durante la vigilia de oración ecuménica celebrada en la basílica romana de Santa María la Mayor.
La multitudinaria ceremonia reunió a varios exponentes de las diferentes comunidades cristianas presentes en Roma, invitados por la Comunidad de San Egidio y por la Unión de Superiores Generales de los religiosos.
La vigilia, en la que se elevaron intenciones de oración en varios idiomas, recordó a centenares de «mártires» cristianos (muchos no han sido reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia católica) que han perdido la vida recientemente. Muchos murieron entre 2001 y 2002.
Primero, un representante de la Comunidad de san Egidio evocó los mártires de Europa, desde «los monjes y sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa que ofrecieron su testimonio el totalitarismo soviético» hasta los «cristianos que en España durante la Segunda República y en el México de los años 20 fueron asesinados por odio a la fe».
Los sacerdotes italianos asesinados por las organizaciones mafiosas también fueron nombrados.
Los misioneros muertos en África –religiosas contaminadas por el sida en Uganda, sacerdotes torturados, laicos de distintas confesiones asesinados– centraron gran parte de la vigilia. Entre los citados figuran muchos voluntarios y algún obispo de denominaciones cristianas distintas a la católica.
El testimonio de América –especialmente Colombia y también Perú, El Salvador, Honduras, Guatemala, Brasil y Perú– fue evocada por fray Alvaro Rodríguez, presidente de la Unión de Superiores Generales y por otros representantes de distintas iglesias y comunidades eclesiales. Entre los mártires recordados figuran los nombres de los arzobispos Oscar Romero e Isaías Duarte Cancino.
Asia, con un especial énfasis en Iral, la India y Timor Oriental, cerró la vigilia de oración, que terminó con una oración dedicada a san Francisco de Asís y con el canto del lucernario («Venid y tomad la luz a la luz que no se apaga»).