Una reflexión cristiana sobre la Nueva Era

Por el cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura

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CIUDAD DEL VATICANO, 20 septiembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la presentación del cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, del libro «Jesucristo, portador del aguda de la vida. Una reflexión cristiana sobre la Nueva Era» redactado por los Conejos Pontificios de la Cultura y para el Diálogo Interreligioso.

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De la Nueva Era ya se ha hablado mucho y se seguirá hablando. Por mi parte, yo pedí a un especialista, Jean Vernette, que dedicara una voz a los movimientos de la Nueva Era en la tercera edición de mi Gran Diccionario de las Religiones, el cual los describe de la siguiente manera:  «Los movimientos de la Nueva Era, como un gran río que fluye con muchos arroyos, representan una forma típica de sensibilidad religiosa contemporánea, como una nueva religiosidad que asume muchos caracteres de la gnosis eterna» (Piemme 2000, pp. 1497-1498). Además, a la Nueva Era se han dedicado recientemente dos números especiales de la revista trimestral de cultura religiosa Religiones y sectas en el mundo (1996, 1-2). En mi editorial presenté así este fenómeno:  «El fenómeno de la Nueva Era, juntamente con otros nuevos movimientos religiosos, es uno de los desafíos más urgentes de la fe cristiana. Se trata de un desafío religioso y, al mismo tiempo, cultural:  la Nueva Era propone teorías y doctrinas sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo incompatibles con la fe cristiana. Además, la Nueva Era es síntoma de una cultura en profunda crisis y, a la vez, una respuesta equivocada a esta situación de crisis cultural:  a sus inquietudes e interrogantes, a sus aspiraciones y esperanzas» (Religiones y sectas en el mundo, 6, 1996, p. 7).

En la actualidad, la cultura occidental, seguida por muchas otras culturas, ha pasado de un sentido casi instintivo de la presencia de Dios a lo que a menudo se llama una visión más «científica» de la realidad. Todo debe ser explicado según nuestras experiencias diarias. Cualquier cosa que lleve a pensar en los milagros resulta inmediatamente motivo de sospecha. Así, todos los gestos y los objetos simbólicos, conocidos como sacramentales, que antes formaban parte de la praxis religiosa diaria de todo católico, son hoy, en el panorama religioso, mucho menos evidentes que antes.

Las razones de ese cambio son muchas y diversas, pero entran todas en el ámbito del cambio cultural general de formas tradicionales de religión a expresiones más personales e individuales de lo que ahora se llama «espiritualidad». Al parecer, son tres los motivos que han dado origen a ese cambio. El primero es la sensación de que las religiones tradicionales o institucionales no pueden dar lo que antes se creía que podían dar. Algunas personas, en su visión del mundo, no logran encontrar espacio para creer en un Dios trascendente personal; y a muchos la experiencia los ha llevado a preguntarse si este Dios tiene poder para realizar cambios en el mundo o incluso si existe.

Las tristes experiencias que han afectado al mundo entero han vuelto muy escépticas a algunas personas con respecto a la religión:  pienso en acontecimientos terribles como el Holocausto y las consecuencias de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki al final de la segunda guerra mundial. Lo percibí personalmente durante una reciente visita que realicé a Nagasaki, cuando tuve el privilegio de orar, pero me sentí totalmente incapaz de encontrar palabras, ante el monumento a la memoria de aquellas personas cuya vida quedó truncada o gravemente afectada para siempre en aquel agosto de 1945. Hoy, la amenaza de una guerra en Oriente Medio me recuerda lo que me decía mi padre, enfermero durante la segunda guerra mundial. Lo que me contaba sobre los horrores de la guerra me ayuda a comprender más fácilmente las dudas de la gente con respecto a Dios y a la religión. El desconcierto de tantas personas ante el sufrimiento de los inocentes, explotado también por ciertos movimientos, explica en parte la fuga de algunos creyentes hacia ellos.

Hay otra razón para explicar cierta inquietud y cierto rechazo con respecto a la Iglesia tradicional. No olvidemos que en la antigua Europa las religiones paganas precristianas eran muy fuertes y a menudo se producían lamentables conflictos vinculados al cambio político, pero inevitablemente calificados como opresión cristiana de las antiguas religiones. Uno de los pasos más significativos en lo que se podría llamar el ámbito «espiritual» en el siglo pasado, más o menos, fue una vuelta a las formas precristianas de religión. Las religiones paganas contribuyeron en gran medida a sostener algunas de las ideologías racistas más violentas de Europa, consolidando así la convicción de que ciertas naciones desempeñan un papel histórico de alcance mundial hasta el punto de que tienen derecho a someter a otros pueblos, y eso ha implicado, casi inevitablemente, un odio hacia la religión cristiana, a la que se ve como una novata en la escena religiosa. La compleja serie de fenómenos conocidos con el término de religiones «neopaganas» pone de manifiesto la necesidad, que sienten muchos, de inventar modos nuevos para «contraatacar» al cristianismo y volver a una forma más auténtica de religión, vinculada más íntimamente a la naturaleza y a la tierra. Por eso, se debe reconocer que en la religión neopagana no hay sitio para el cristianismo. Guste o no, se produce una lucha para conquistar la mente y el corazón de la gente en la relación entre el cristianismo, las antiguas religiones precristianas y sus «primas» de origen más reciente.

El tercer motivo de un desengaño generalizado con respecto a la religión institucional deriva de una creciente obsesión en la cultura occidental por las religiones orientales y los caminos de sabiduría. Cuando ha resultado más fácil viajar fuera del propio continente, muchos europeos aventureros han comenzado a explorar lugares que antes sólo conocían repasando las páginas de textos antiguos.

La atracción de lo exótico los ha puesto en contacto más estrecho con las religiones y las prácticas esotéricas de varias culturas orientales, desde el antiguo Egipto hasta la India y Tibet. La creciente convicción de que existe cierta verdad de fondo, un núcleo de verdad en el centro de toda experiencia religiosa, ha llevado a la idea de que se pueden y deben captar los elementos característicos de las diversas religiones para llegar a una forma universal de religión. Una vez más, en ese ámbito hay poco espacio para las religiones institucionales, en particular, el judaísmo y el cristianismo. Vale la pena que lo recordéis la próxima vez que tengáis ocasión de observar un anuncio publicitario relativo al budismo tibetano o a algún tipo de encuentro con un chamán; eso se puede ver a menudo en cualquier capital europea.

Lo que me preocupa es el hecho de que mucha gente, implicada en esos tipos de espiritualidad oriental o «indígena», en realidad no es capaz de ser plenamente consciente de lo que se oculta bajo la invitación inicial a participar en esos encuentros. Además, conviene notar el hecho de que, desde hace mucho tiempo, en algunos círculos masónicos que tienden a una religión universal, existe gran interés por las religiones esotéricas. El Iluminismo promovía la idea de que era inaceptable que hubiera tantos conflictos y se hicieran tantas guerras en nombre de la religión. En esto no puedo por menos de estar de acuerdo. Pero sería incorrecto no reconocer una actitud antirreligiosa generalizada que se desarrolló partiendo de la preocupación original de garantizar el bienestar de la humanidad. También en ese caso, con frecuencia, se califica como conflicto religioso lo que, en realidad, no es más que un conflicto de índole política, económica o social.

El espíritu de esta
nueva religión universal se explica más claramente de una manera muy popular en el musical Hair del año 1960, cuando al público de todo el mundo se le dijo que «esta era el alba de la Era del Acuario», una era basada en la armonía, la comprensión y el amor. En términos astrológicos, la Era de Piscis ha sido identificada con el tiempo del cristianismo, pero esta era, según dicen, debería acabar pronto para dar paso a la Era del Acuario, cuando el cristianismo perderá su influjo, dejando el sitio a una religión universal más humana. Gran parte de la moral tradicional no tendría ya lugar en la nueva Era del Acuario. Sería totalmente transformado el modo de pensar de la gente y ya no existirían las antiguas divisiones entre hombres y mujeres. Los seres humanos deberían ser sistemáticamente llamados a asumir una forma de vida andrógina, en la que ambos hemisferios del cerebro se usen oportunamente en armonía y no desconectados como ahora.

Cuando vemos y escuchamos la expresión Nueva Era, es importante recordar que originariamente se refería a la nueva Era del Acuario. El documento que se presenta hoy es una respuesta a la necesidad que experimentan los obispos y los fieles en varias partes del mundo. Han pedido muchas veces ayuda para comprender la Nueva Era, puesto que se han dado cuenta del número de personas implicadas en ese movimiento de diversos modos y en diferentes niveles. También han solicitado una guía para responder mejor a este fenómeno ya presente por doquier. El título mismo del documento aclara, desde el principio, que el Acuario nunca podrá ofrecer lo que Cristo puede ofrecer. El encuentro entre Jesús y la samaritana, junto al pozo de Sicar, que narra el evangelio de san Juan, es el texto clave que ha guiado la reflexión durante la preparación de la relación provisional sobre la Nueva Era, que se presenta hoy. Como se puede ver, el documento no está destinado a ser una declaración definitiva sobre el tema. Se trata de una reflexión pastoral encaminada a ayudar a los obispos, a los catequistas y a los que están comprometidos en los diversos programas de formación de la Iglesia, para descubrir los orígenes de la Nueva Era, para ver de qué forma logra influir en la vida de los cristianos, y para elaborar medios y métodos adecuados a fin de responder a los numerosos y diversos desafíos que la Nueva Era plantea a la comunidad cristiana en aquellas partes del mundo donde se encuentra presente. Puede ser también un desafío para los cristianos tentados por lo que la Nueva Era dice a propósito de Jesucristo, para reconocer las numerosas diferencias entre el Cristo cósmico y el Cristo histórico. En definitiva, este documento es un nuevo fruto de la atención que la Iglesia presta al mundo. Nace del deber que tiene la Iglesia de permanecer fiel a la buena nueva de la vida, muerte y resurrección de Jesús, que ofrece de verdad el agua de la vida a todos los que a él se acercan con la mente y el corazón abiertos.

Podréis comprender mejor la naturaleza y el alcance del documento si os explico de qué modo se ha escrito. Existe una comisión interdicasterial de estudio que se ocupa de sectas y nuevos movimientos religiosos. Forman parte de esa comisión los secretarios de los Consejos pontificios para la cultura, para el diálogo interreligioso y para la promoción de la unidad de los cristianos, así como de la Congregación para la evangelización de los pueblos. Para preparar este documento, los oficiales de estos cuatro dicasterios vaticanos que trabajaban en el texto contaron con la ayuda de un oficial de la Congregación para la doctrina de la fe. Así, es evidente que la Santa Sede lo ha considerado un proyecto importante que convenía realizar bien y con esmero. Ha sido necesario un largo período de tiempo antes de que este documento viera la luz. Sin embargo, espero que suscite reflexiones entre los obispos, en las comunidades católicas y cristianas de todo tipo. Si es sustituido por un texto mejor y de índole más definitiva, querrá decir que ha conseguido su finalidad, estimulando a los que están comprometidos en la pastoral y a los que trabajan con ellos para reflexionar en el tema de manera teológica.

El documento quiere impulsar a los lectores a hacer todo lo posible para comprender correctamente el fenómeno de la Nueva Era. Eso exige una actitud abierta, de la que os hablará a continuación, con mucho detalle, monseñor Fitzgerald. Pero quisiera decir que ante este documento algunos cristianos podrían quejarse de que en él se critican algunas formas actuales de espiritualidad, en las que están comprometidos. Ya es problemático el hecho mismo de usar el término Nueva Era para definir el fenómeno. Por eso, algunos prefieren recurrir al término Próxima Era, pero, sinceramente hablando, a mi parecer, se trata sólo de un desplazamiento del problema, ocultándolo bajo una terminología nebulosa. El hecho de que el término incluya muchas cosas indica también que no todos los que adquieren productos de la Nueva Era o afirman que les sienta bien la terapia Nueva Era han abrazado la ideología de la Nueva Era. Por consiguiente, es necesario un cierto discernimiento, tanto por lo que atañe a los productos con etiqueta Nueva Era, como por lo que atañe a los que, en mayor o menor medida, podrían considerarse «clientes» de la Nueva Era. No es lo mismo ser clientes, devotos o discípulos. La honradez y la integridad nos exigen ser muy prudentes y no meterlo todo en el mismo saco, etiquetando con mucha facilidad.

Para concluir, quisiera decir simplemente que la Nueva Era se presenta como una falsa utopía para responder a la sed profunda de felicidad del corazón humano, sometido al dramatismo de la existencia e insatisfecho ante la infelicidad profunda de la felicidad moderna. La Nueva Era se presenta como una respuesta engañosa a la esperanza más antigua del hombre, la esperanza de una Nueva Era de paz, armonía, reconciliación consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. Esta esperanza religiosa, tan antigua como la humanidad misma, es una llamada que brota del corazón de los hombres especialmente en tiempos de crisis. El pequeño documento que se presenta ahora ayudará a conocer mejor el tema, a discernir  entre  las propuestas y a suscitar en la comunidad cristiana un renovado compromiso de anunciar a Jesucristo, portador del agua viva.

[Traducción distribuida por http://www.vatican.va ]

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ZENIT Staff

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