CIUDAD DEL VATICANO, 22 diciembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Juan Pablo II este lunes a los cardenales y miembros de la Familia pontificia y de la Curia romana al presentarles sus felicitaciones navideñas.
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Señores cardenales,
distinguidos miembros de la Curia y de la Prelatura romana:
1. Al aproximarse la navidad, se hace más intensa la invitación de la Liturgia: «Descendit de caelis Salvator mundi. Gaudeamus!».
Es una invitación a la alegría del espíritu, y la Liturgia explica el porqué: «Ha descendido del cielo el Salvador del mundo». En Belén, en una pobre gruta, nació el Mesías esperado e invocado por los profetas: el Hijo de Dios ha venido entre nosotros. María sigue ofreciéndolo a los hombres de todas las épocas y culturas: ha nacido para la salvación de todos.
Estos son los sentimientos que experimento en esta tradicional y deseada cita de final de año. El cardenal decano, en vuestro nombre, ha formulado fervientes auspicios para las inminentes festividades, con las celebraciones del vigésimo quinto aniversario de pontificado como telón de fondo. Le saludo y le doy las gracias, al igual que os saludo a todos vosotros, señores cardenales, obispos y prelados, abarcando en un solo gesto de reconocimiento y de afecto a los oficiales y colaboradores de la Curia romana, del Vicariato de Roma y del Gobierno del Estado de la Ciudad del Vaticano.
Estoy espiritualmente cerca de todos vosotros. Agradezco el trabajo que ofrecéis al servicio de esta Cátedra de Pedro, cada quien según sus propias competencias y sus propios encargos. Que Jesús, que nace, os llene con sus dones de gracia y de bondad, y os recompense por el esfuerzo cotidiano, que con frecuencia ofrecéis en el silencio y en lo escondido. Haced llegar estos sentimientos míos a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos que colaboran con vosotros.
2. Recuerdo el primer encuentro con los miembros de la Curia romana, que tuvo lugar el 22 de diciembre –un día como hoy– de 1978. ¡Hace veinticinco años!
Deseo deciros ante todo, queridos hermanos, que durante estos años he podido admirar con gratitud la inteligencia y la entrega con la que ofrecéis vuestro servicio al sucesor de Pedro. «Vos estis corona mea», os decía entonces, citando a san Pablo (Cf. Filipenses 4, 1). Lo repito con gusto hoy, pues vosotros «os habéis convertido de manera sumamente particular en mis «familiares» según esa comunión trascendente… que se llama y es la vida eclesial» («Insegnamenti», I, 1978, p. 394).
¿Cómo hubiera podido cumplir las tareas que se me han confiado sin vuestra fiel colaboración? Recuerdo con reconocimiento a todos los que, durante los años pasados, se han sucedido en las respectivas tareas. Rezo todos los días por aquellos a los que el Señor ya ha llamado a su presencia, invocando para ellos la recompensa merecida.
3. El fin por el que todos juntos nos fatigamos es único: anunciar el Evangelio de Cristo para la salvación del mundo. Es una misión que queremos realizar con espíritu de fe y con disponibilidad al sacrificio, si fuera necesario, hasta la «passio sanguinis», de la que habla san Agustín. Como observa el obispo de Hipona, estamos de hecho al servicio de una grey que no ha sido comprada ni con oro ni con plata, sino con la sangre de Cristo (Cf. «Sermo» 296, 4: «Discorsi V», Città Nuova, p. 326).
¡Que no desfallezca nunca en nuestro ministerio la fidelidad a Aquel que nos ha asociado íntimamente a su sacerdocio! Que en el centro de vuestra vida esté siempre y sólo Él: ¡Cristo! Con el pasar de los años se hace cada vez más profunda en mí esta convicción: Jesús nos pide que seamos sus testigos, que nos preocupemos sólo de su gloria y del bien de las almas.
Es lo que he querido subrayar en la encíclica «Ecclesia de Eucharistia», así como en las exhortaciones apostólicas postsinodales «Ecclesia in Europa» y «Pastores gregis», promulgadas en el año 2003. Es lo que buscaba al publicar la reciente carta apostólica «Spiritus et Sponsa» en el cuadragésimo aniversario de la «Sacrosanctum Concilium» y en el quirógrafo con motivo del centenario del «Motu proprio» «Tra le sollecitudini» sobre la música sacra.
¿No es acaso el amor por Cristo lo que ha movido en octubre al colegio de los cardenales a reunirse, junto a los presidentes de las Conferencias Episcopales y a los patriarcas, para hacer una amplia y profunda reflexión sobre las exigencias actuales de la evangelización?
El amor por Cristo ha guiado también los viajes apostólicos que he hecho este año a España, a Croacia, a Bosnia y Herzogovina, y a la República Eslovaca. La conciencia del anhelo de Cristo para que se alcance la unidad de los creyentes –«ut unum sint»– (Juan 17, 22)– me ha llevado por último a intensificar los contactos ecuménicos con los representantes de las veneradas Iglesias ortodoxas, con el primado de la Comunión anglicana y con los exponentes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, en particular con las que actúan en Europa.
4. ¡Europa! No puedo dejar de constatar que el continente europeo ha vivido este año y sigue viviendo una fase crucial de su historia, mientras amplía las fronteras a otros pueblos y naciones. Es importante que Europa, enriquecida a través de los siglos por el tesoro de la fe cristiana, confirme estos orígenes y revivifique estas raíces. La contribución más importante que están llamados a dar los cristianos a la construcción de la nueva Europa es ante todo su fidelidad a Cristo y al Evangelio.
Europa tiene necesidad en primer lugar de santos y de testigos. Las ceremonias de beatificación y de canonización, celebradas en el transcurso del año, han permitido señalar, como modelos dignos de ser imitados, a algunos hijos e hijas de Europa. Basta recordar a la Madre Teresa de Calcuta, imagen del Buen Samaritano, que se convirtió para todos, creyentes y no creyentes, en mensajera de amor y de paz.
5. ¡Ser testigos de paz; educar en la paz! Este es otro compromiso más urgente que nunca para nuestra época, que ve cómo se siguen adensando en el horizonte riesgos y amenazas para la convivencia serena de la humanidad. La solemne conmemoración de la encíclica «Pacem in terris» del beato Juan XXIII, en el cuadragésimo aniversario de su promulgación, nos ha hecho revivir el optimismo, henchido de esperanza cristiana, de ese gran pontífice en momentos tan difíciles como los nuestros. La paz sigue siendo posible también hoy y, si es posible, es un deber. He querido repetirlo en el Mensaje para la próxima Jornada Mundial de la Paz.
El Niño de Belén, al que nos disponemos a acoger en el misterio de la Navidad, traiga al mundo el don precioso de su paz. Que la alcance María, a cuyo Santuario de Pompeya viajé en peregrinación el pasado mes de octubre para coronar de manera solemne el Año del Rosario. Con estos sentimientos os presento mis felicitaciones a todos vosotros con motivo de las próximas fiestas navideñas y del año nuevo, mientras os imparto de corazón mi bendición. ¡Feliz Navidad!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]