ROMA, domingo, 7 marzo 2004 (ZENIT.org–Avvenire).- El hombre es «el primer camino de la Iglesia», pues Cristo «ha revelado plenamente» la verdad más profunda sobre cada persona. Este es el mensaje que lanzaba hace veinticinco años Juan Pablo II, marcando el programa de su pontificado.
Es una de las ideas centrales de su primera encíclica, la «Redemptor hominis» (4 de marzo de 1979) en la que ya se encontraban proyectadas las novedades que traería este pontificado.
Un cuarto de siglo después, el cardenal Georges Cottier (Céligny, Suiza, 1922), dominico, conocido como el «teólogo del Papa» –su cargo oficial es teólogo de la Casa Pontificia–, analiza en esta entrevista el documento programático de este Papa.
–¿Qué es lo que más le impresionó al leer por primera vez la «Redemptor hominis»?
–Cardenal Cottier: Entonces todavía era profesor en Suiza. Recuerdo que me di cuenta inmediatamente de que este Papa presentaba una visión muy amplia de la tarea de la Iglesia. Hoy, al releer este texto, se puede decir verdaderamente que en la encíclica se encontraba en pequeño todo lo que después desarrollaría.
–¿Por ejemplo?
–Cardenal Cottier: Pienso en la importancia que da a las afirmaciones de la «Gaudium et spes», en la que se dice que Cristo está cerca de cada hombre revelándole su misterio. Es una idea que aparece continuamente en el magisterio de Juan Pablo II. En la «Redemptor hominis» se encuentra ya todo el tema del ecumenismo y del diálogo interreligioso: el encuentro de Asís [con líderes de las religiones del mundo], vendría mucho después, pero basta leer algunas de las páginas de la encíclica para darse cuenta de que las premisas ya estaban puestas. Otro punto es la insistencia en los derechos del hombre o la misión como perspectiva de la Iglesia (se convertirá en el tema de la nueva evangelización) o el carácter central de la Eucaristía y su relación con el sacramento de la Penitencia.
–En este texto, el Papa ya hablaba del Jubileo del año 2000.
–Cardenal Cottier: Es verdad, y esto también me impresiona mucho: ya en 1979, el año 2000 era una línea guía. No era algo que se daba por supuesto: faltaban todavía más de veinte años, se puede decir que en la Iglesia nadie pensaba todavía en el Jubileo. Y, sin embargo, ya desde las primeras palabras de la encíclica, Juan Pablo II plantea este horizonte, definiendo el camino hacia el año 2000 como un nuevo Adviento. Esta era la amplitud de su mirada.
–¿Qué significaba en 1979 hablar del hombre como camino dela Iglesia?
–Cardenal Cottier: Tenía una fuerza particular: no olvidemos que el marxismo tenía la pretensión de fundar un nuevo humanismo, se presentaba como la creación de un hombre nuevo. El Papa que vino de Polonia inicia su ministerio recordando que Cristo es el camino y que la vida es un camino que todo hombre debe recorrer con Él y bajo su protección. Ante la perspectiva del colectivismo comunista, él hace una afirmación personalista. Es una especie de bomba de relojería: en la «Redemptor hominis» no se encuentran las palabras marxismo o comunismo (aunque se habla con claridad del totalitarismo, de las deportaciones, de los derechos violados). El desafío del Papa se encuentra en los fundamentos, en la idea de la persona humana.
–La encíclica da una gran importancia al tema de los derechos del hombre.
–Cardenal Cottier: Habla de los derechos del hombre y, en este contexto, de la libertad religiosa, que es uno de los derechos fundamentales. Más tarde subrayará el derecho a la vida. Pero en la encíclica ya se da otro concepto fundamental: la estima y el respeto por el hombre como fundamento de la ética cristiana. No por casualidad Juan Pablo II, en las catequesis del miércoles, habla muy pronto de vida matrimonial y de la familia, y dice cosas muy bellas. No puede haber bienestar del hombre sin una visión ética. Es el itinerario que culminará en la «Veritatis splendor».
–¿Cuál es la herencia del Concilio Vaticano II que se refleja en la encíclica?
–Cardenal Cottier: Sobre todo algunos grandes temas. Lo que el Papa llama la autoconciencia de la Iglesia: la conciencia de su misterio y de la debilidad de los hombres, sus miembros. No es casualidad el que su reflexión comience con el texto central del Concilio, la «Lumen gentium», la constitución dogmática sobre la Iglesia. Luego, también aparece la dimensión personal y humana de la «Gaudium et spes». Al hablar de la Iglesia ya hace referencia de manera clarísima a la colegialidad y al papel de las conferencias episcopales. Retoma también el Concilio al hablar del tema de la misión para decir algo importante: el anuncio comienza siempre con el respeto del hombre que no es cristiano. Es una observación muy bella.
–¿Qué es lo que no aparece en este documento programático de lo que después ha sido este pontificado?
–Cardenal Cottier: El Papa no podía prever las sorpresas del Espíritu. Los problemas surgen poco a poco. De hecho, es alguien que se pone continuamente en escucha del Espíritu Santo. La caída del muro de Berlín no está prevista (aunque, como decía, en cierto sentido la prepara). El Catecismo de la Iglesia Católica, por ejemplo, es una idea que surgirá más adelante, a través de la reflexión de los Sínodos. Juan Pablo II en este texto de 1979 hace una alusión a la crisis postconciliar: admira la manera en la que ha sido afrontada por Pablo VI. Pero no puede saber que esta crisis todavía durará un tiempo y que tendrá que intervenir en algunos campos para recordar algunas verdades. Y lo hará. Su mirada, ciertamente, es de confianza. En la oración conclusiva, María es llamada Madre de la esperanza. Es un título muy cercano a su personalidad. Sus primeras palabras como Papa fueron «No tengáis miedo». La «Redemptor hominis» nos mete en un clima de optimismo, está llena de palabras de aliento.
–Si tuviera que sugerir una página de la «Redemptor hominis», particularmente significativa, que hay que redescubrir, ¿cuál indicaría?
–Cardenal Cottier: La afirmación de que sólo en Cristo el hombre tiene plena conciencia de sí. Es una verdad muy importante para hoy, que afrontamos nuevos problemas de bioética: las cuestiones ligadas al inicio y al final de la vida. Ciertamente, la razón por sí sola ya sería capaz de sugerirnos una actitud de respeto. Pero saber que, como el mismo Papa nos lo recuerda, en la Encarnación, Cristo se unió a toda persona humana, incluso a la más pequeña, da una fuerza extraordinaria a esta manera de ver la vida.