MADRID, viernes, 19 marzo 2004 (ZENIT.org).- Tras los atentados del 11 de marzo, muchos sacerdotes de la archidiócesis de Madrid se movilizaron, a petición de su arzobispo, el cardenal Antonio María Rouco Varela, para atender a las victimas de los atentados.
Don Pedro María Reyes Vizcaíno, sacerdote y doctor en derecho canónico, se encontraba entre los que acudieron a la Feria de Muestras de Madrid –IFEMA–, en la que se instaló la morgue. Este es su testimonio.
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He acudido a la Feria de Muestras de Madrid -el IFEMA-, en la que se ha instalado la morgue, donde el Arzobispado de Madrid quiso estar presente desde el primer momento, para ayudar a los familiares. Pasé bastantes horas en la capilla que se instaló atendiendo a los familiares más directos. Podría contar bastantes cosas de estos días, que han supuesto una experiencia única. He visto demasiadas lágrimas, mucha oración, demasiada rabia y enormes esfuerzos de la gente por mantener la serenidad, por ayudar a las familias de las víctimas. He sido testigo de la respuesta de la gente, de los voluntarios que han acudido, de los profesionales de la salud, de la policía, de los empleados de las instalaciones.
En la tarde del 11 de marzo acudimos muchos sacerdotes a acompañar a las familias. Queríamos que vieran que no están solos, que cuentan con los sacerdotes, con la Iglesia. Naturalmente había improvisación, pero ante todo se notaba una gran voluntad de ayudar por parte de todos los que estábamos allí, y aunque no se pudiera en ese momento hacer mucho más, el hecho de estar presente a tantos les confortaba.
Esa tarde me encontré con un hombre, que salía de un despacho hecho un mar de lágrimas. Me acerqué y le pregunté. Acababan de identificar entre los cadáveres a su mujer. Entre sollozos me dijo que había perdido a su mujer y a su primer hijo, pues estaba embarazada de siete meses. Me preguntaba cómo era posible esa tragedia, qué había hecho ella. Me decía que se cambiaría por ella. Hablaba de su hijo por su nombre, pues ya lo tenían decidido y le llamaban así. ¿Quién tiene palabras para consolarle?
Al día siguiente ya se había organizado la atención religiosa. D. José María Bravo Navalpotro, Vicario de la zona, organizó la atención. Ignacio, sacerdote, pasó muchas horas en el IFEMA. Gonzalo, sacerdote del barrio de La Elipa, instaló la capilla y organizó el culto. Entraron en ella muchas personas, católicos, ortodoxos y no bautizados, a rezar un rato, a pedir por éste o aquél, por su hijo, por su padre, por su marido o su mujer, o por todos en general. Cuánta oración en esa capilla: que no esté aquí mi hija, que me llamen del hospital.
En el IFEMA había congoja, pero sobre todo había angustia. Allí se llevaban los cuerpos de los fallecidos sin identificar, y acudían los familiares de personas desaparecidas. Quienes sospechaban que tenían familiares entre los viajeros de los trenes fatídicos, si no llegaron a sus trabajos u ocupaciones ni respondían en el teléfono móvil, llamaban a los hospitales preguntando por su familiar. En los hospitales no siempre podían afirmar con rotundidad que esa persona estaba ingresada o no, pues muchos heridos tampoco podían ser identificados. Como último remedio, esos familiares acudían al IFEMA. Allí esperaban, rezaban, se angustiaban. Llamaban otra vez al móvil, al lugar de trabajo. Esperaban respuesta de la policía, de alguien.
En el IFEMA la policía había hecho fotografías de los cuerpos sin identificar para mostrársela a los familiares. Los cuerpos estaban tan deformados que de ese modo apenas unos pocos familiares pudieron reconocer a su pariente. Mientras llegaba su turno los familiares seguían esperando. A las familias se les pedían datos físicos de su pariente desaparecido, así como piezas dentales si las conservaban, o radiografías de la boca.
Después de hacer unos descartes –hombre o mujer, la edad, la estación en que se recogió el cuerpo– podía haber sospechas de que su familiar podía ser alguno de los cuerpos. A veces la identificación previa se facilitaba porque algún cuerpo tenía un tatuaje o alguna cicatriz vieja. Si después de estas investigaciones previas con los familiares se podía sospechar de la identidad de algún cuerpo, los familiares pasaban al Pabellón 6, en que se habían colocado los féretros sin nombre. Sólo pasaban dos personas acompañados de dos psicólogos para atenderles, pues el golpe de lo que iban a ver era demasiado fuerte. Así muchos identificaron a su familiar. Una vez identificado el cuerpo se entregaba a la familia, y se enviaba a un tanatorio. En el Pabellón 6 había permanentemente un sacerdote, que ayudaba a soportar el golpe a quienes reconocían a su familiar. Con los familiares que lo deseaban rezaba un responso, y les ayudaba a mirar a Dios en esos terribles momentos.
Si no se identificaba con claridad, la angustia continuaba: ¿estará en algún hospital y aún no se le ha identificado? En varias ocasiones se recibieron llamadas de alguno de los hospitales, pues tal herido podía corresponder con la descripción que ha hecho una madre o un esposo. En ese caso el familiar se acercaba al hospital. Mientras, a rezar. Y en el hospital, podía resultar que ése es su hijo o su esposa. Y podía no ser: y continuaba la angustiosa espera.
En algunos casos la identificación venía por los datos científicos, como la distribución de las piezas dentales. Junto a la capilla se instalaron las oficinas de la Policía científica. Ahí entraban los familiares, si la Policía podía establecer la identidad de un cadáver. Las veces que la Policía debía comunicar a un familiar estas noticias los sacerdotes los reconocíamos enseguida por los llantos con que salían. Una joven mujer latinoamericana, sola en España, entró directamente desde el vecino despacho a la capilla, entre grandes lloros. Iba acompañada de una psicóloga voluntaria, que la ayudaba y la abrazaba. Ella también lloraba. Después de un rato me acerqué y le pregunté. Habían identificado a su padre. Ahora le quedaba hablar con su madre, en su país, y comunicarle lo que había ocurrido, aunque ella ya sabía que no había llegado al trabajo. Rezamos un responso, el primero por su padre. Al acabar llamaron al móvil. La psicóloga y yo nos alejamos, deseando que no fuera su madre, para que la hija pudiera serenarse. Afortunadamente, no era.
Un hermano, al salir, se fundió en un abrazo con Gonzalo, el sacerdote de San Emilio. No se conocían, pero el hermano lloraba, y necesitaba encontrar un hombro en el que llorar. Gonzalo se lo prestó. Una madre pedía que le dieran a su hijo, que ella le cuidaría en su casa mejor. No podía ser: su cuerpo yacía en el pabellón 6, y se lo acababan de confirmar. Necesitó la terapia de profesionales médicos.
Se celebraron varias Misas en la capilla durante esa noche y esos días. Me consta de tres por la mañana del 12 y una por la tarde, a las 6. A las 8 celebré una bendición con el Santísimo Sacramento expuesto en la custodia. Hicimos un rato de oración, en el que recé el Rosario y leí el Evangelio de la aparición del Señor a los discípulos de Emaús. No se quedó mucha gente, pero entraron y salieron muchos: voluntarios, psicólogos de apoyo, policías, personal sanitario, familiares. Naturalmente no podían quedarse: les esperaban fuera, las familias les necesitaban. Estaban ahí, consolando al desconsolado, viendo a Jesucristo en las familias necesitadas de apoyo.
Gente hubo que dejó ramos de flores. Gente anónima, que expresaba así su cercanía. Y no encontraban mejor lugar que la capilla. Una mujer, también latinoamericana, dejó su ramo: lo quería ofrecer por su amiga, para que no la encontraran en el IFEMA.
Si no se identificaba al familiar, se procedía a las pruebas de ADN. Para obtener los resultados se debe esperar, hasta 48 horas les dijeron a los familiares. Y mi
entras, continúa la angustia.
El día 15, como suelo hacer todos los lunes, fui a una reunión de sacerdotes en Guadalajara. Allí nos juntamos de toda la diócesis, varios de Alcalá, y alguno que, como yo, vamos desde Madrid. Al entrar les pregunté si habían asistido a algún entierro: salieron decenas. Son los párrocos del corredor del Henares, pueblos y ciudades castigados por la saña de los intolerantes, poblaciones que ahora no olvidan, Alovera, Azuqueca de Henares, Villanueva de la Torre, Cobeña, Alcalá de Henares, la propia Guadalajara. Estos párrocos también tienen sus historias que contar, historias de dolor, de renuncia, de oración. Uno me contestó que venía de llorar: acababa de consolar a unos padres. Su hija tenía concertada la boda en septiembre, y le iba a casar él.
Todos conocían gente afectada, muertos, heridos, familiares directos, y salvados. Varios me refirieron historias de gente que iba en los trenes, alguno en los vagones que estallaron.
¿Se puede uno encontrar con Dios en esas circunstancias? Un párroco me habló de un chico joven que todos los días va en el tren de la muerte. El 11 se levantó antes porque no podía dormir y cogió el tren anterior. Ese chico ahora quiere entregarse a Dios. Yo mismo pude hablar del bautismo a un psicólogo voluntario, que entró en la capilla del IFEMA a rezar.
Los voluntarios y los empleados se volcaron: todos ofrecieron lo mejor de sí mismos. Dios estaba en el IFEMA. Estaba en la capilla, y estaba en la gente necesitada de apoyo. Quienes les ayudaron se encontraron con Dios.
Pedro María Reyes Vizcaíno
Sacerdote
Licenciado en derecho civil y Doctor en derecho canónico