El testimonio por Cristo y Su Iglesia hasta la muerte

Por monseñor Bruno Forte

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 2 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del teólogo italiano monseñor Bruno Forte, miembro de la Comisión Teológica Internacional, pronunciada en la videconferencia mundial sobre «El martirio y los nuevos mártires» organizada por la Congregación vaticana para el Clero (www.clerus.org) el pasado 28 de mayo.

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El testimonio por Cristo y Su Iglesia hasta la muerte
Prof. Bruno Forte, Roma

La Iglesia, como comunión de los santos, incluye no sólo a quienes, santificados por el bautismo, recurren continuamente a las fuentes de la gracia para volver a ser lo que habían sido en el agua de la salvación, sino también a quienes ya han cumplido su éxodo sin retorno y ahora viven en el gozo de la luz sin ocaso de Dios: entre ellos resplandecen en primer lugar los mártires, es decir, quienes han dado testimonio de su amor a Cristo y su fidelidad a Su Iglesia hasta la ofrenda suprema de su vida. Para quienes peregrinamos en el tiempo, la presencia de los mártires es un modelo y una ayuda; como siempre y renovadamente tenemos necesidad de su ejemplo y ayuda, la Iglesia nos indica incesantemente a los santos mártires como modelos e intercesores necesarios. Los mártires son los compañeros de ruta que embellecen el camino porque, si al igual que nosotros han sido expertos en humanidad, ahora son también expertos en la paz futura, y saben guiarnos mejor hacia Dios, otorgándole la primacía absoluta en nuestro corazón y nuestra vida.

Varias son las razones por las que la Iglesia venera a los mártires y los indica como ejemplo del Evangelio vivido. La primera es la motivación teológica: si «la gloria de Dios es el hombre vivo» (San Ireneo: gloria Dei vivens homo), es decir, el hombre plenamente realizado según la voluntad del amor eterno, reconocer entonces el cumplimiento pleno de la vida y el amor en una criatura humana, a pesar de su fragilidad y limitación, significa confesar las maravillas del Señor. Dios es glorificado en sus mártires: en ellos resplandece la belleza inagotable del Altísimo; en ellos Dios vuele a hablar de sí como amor preferible a todo otro amor. Y, puesto que la riqueza de la caridad eterna es infinita, tampoco tendrán fin sus reflejos posibles: la fantasía y la creatividad de la santidad que se expresan en el martirio no tienen límites, hasta el punto que cada mártir es una nota y un acento nuevo en la sinfonía de alabanza de la Iglesia. Por eso, así como la comunidad de los creyentes no puede dejar de cantar las alabanzas del Dios vivo, de la misma manera no deja de confesar la gracia del martirio y de volver la mirada hacia aquellos cuya vida y muerte ha sido una alabanza viva de la gloria eterna: hacerlo es una exigencia del amor, una necesidad de agradecimiento y glorificación al Santo en sus santos, en particular en quienes han cantado su gloria con la elocuencia silenciosa de la ofrenda de la vida, prefiriendo a la misma vida la dignidad y la belleza de la vida entregada a Él.

El segundo motivo de la veneración especial de los mártires es de carácter antropológico: el mártir demuestra con la enseñanza irreprochable de su muerte la manera en que la «visión de Dios es la vida del hombre» (s. Ireneo: vita hominis visio Dei), es decir, revela de qué manera la vida alimentada por la gracia abre a la existencia humana potencialidades extraordinarias, permitiéndole a la persona la realización plena del deseo del Dios vivo, impreso en lo profundo de su ser. La santidad del martirio manifiesta las posibilidades infinitas a las que Dios llama al hombre: y si la Iglesia no cesa de celebrar la gloria de los mártires, lo hace también para recordar al hombre sus potencialidades ocultas e inagotables, los senderos múltiples y distintos que puede seguir para construirse a sí mismo, denunciando así la miopía de todo prejuicio ideológico que pretenda constreñir a los seres humanos a esquemas abstractos fijados por escrito e impuestos eventualmente con la fuerza. El martirio es una protesta contra las masificaciones, los totalitarismos, las seducciones de la fuerza, en nombre de la libertad y la riqueza del corazón del hombre y sus posibilidades. Es el anuncio de la posibilidad imposible del amor brindado a quien cree en Jesús Señor y Cristo, y por Él ha querido dar no sólo algo de sí, sino a sí mismo, sin reservas ni condiciones.

El tercer motivo de la atención especial que la fe de la Iglesia dedica a los mártires deriva del hecho que reconoce en ellos a las figuras de nuestra esperanza: en los mártires ya se ha cumplido lo que para nosotros aún no se ha realizado. Ellos son la demostración de que la promesa de Dios no tiene retorno y se realiza a través de la historia humana: a quien es peregrino en el exilio, el mártir da testimonio de la belleza de la patria, de su ser amable, más allá de todo. Este amor puro a Dios y al horizonte último que Él nos hace vislumbrar y alcanzar, no conduce de ninguna manera a huir del tiempo presente, sino por el contrario, nos ayuda a vivirlo con el espíritu y el corazón de los testigos de la esperanza que incluso en el dolor presente saben obtener la paz y la libertad del mañana prometido. Y puesto que está siempre viva la tentación de renunciar a la esperanza y perder el sentido que da su valor al camino, la atención constante y siempre nueva hacia los mártires tiene para la Iglesia el sentido de volver perdurablemente a dar razón de nuestra esperanza (Cfr. 1 P 3,15). En los mártires resplandece ya la luz de la meta: llega de ellos el estímulo a creer en la posibilidad humanamente imposible, que sólo Dios puede realizar.

Por último, de la historia, de su penoso devenir, de la alternancia de los tiempos y las necesidades, le llega a la Iglesia el estímulo para venerar a los mártires e indicar su valor ejemplar: el mártir es un mensaje escrito en la tabla viva de los corazones que sabe hablar con especial intensidad a las distintas situaciones históricas. Y puesto que el redescubrimiento de un mártir del pasado arroja a menudo una luz nueva sobre los problemas candentes de nuestra época presente, de la misma manera una atención renovada a los mártires puede ofrecer a una época, a un concreto contexto, una palabra de vida más fuerte que muchos otros mensajes. Los mártires todavía hablan y siguen hablando para nosotros con voces de la única Palabra de Dios, que en ellos se ha hecho acontecimiento, vida, participación compartida. Oír ese mensaje, tan nuevo y sin embargo tan antiguo, exige un corazón acogedor que sepa tener el sentido de las cosas de Dios y que se abra a Él en la invocación de la oración: el mártir enciende por contagio en los corazones la pasión por la verdad, sin la cual no es posible encontrar el sentido de la vida ni las razones para prodigarla por los demás con generosidad en las elecciones concretas de cada momento.

Precisamente, por la riqueza de significado que tiene el testimonio dado a Cristo y a su Iglesia hasta la muerte, es hermoso llegar a escuchar la voz de un mártir que puede decirnos, desde su cátedra sin mancha, mucho más y mejor de lo que otros han logrado decir sobre el valor y la actualidad del martirio. En la noche del 26 de marzo de 1996, siete monjes de la abadía trapense de Tibhirine en Argelia fueron secuestrados. Durante dos meses nada se supo de ellos. El 21 de mayo, un comunicado sobrecogedor de los fundamentalistas islámicos anunciaba: «Les hemos cortado las gargantas a los monjes». El día 30 del mismo mes fueron hallados los cadáveres. Se trataba de una muerte anunciada que estos monjes habían podido prever en la fe.

Lo atestigua el testamento espiritual de su prior, el hermano Christian de Chergé, espléndido ejemplo de cómo el martirio es el coronamiento de toda una vida de fe y amor a Cristo y a su Iglesia: «Si un día me aconteciera –y podría s
er hoy– ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el Islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del Islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el Islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡Que diga ahora lo que piensa! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este “gracias” y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá» (Padre Christian M. de Chergé, Prior del monasterio de Nôtre-Dame del Atlas en Tibhirine, Argelia: Argel, 1 de diciembre de 1993 – Tibhirine, 1 de enero de 1994).

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ZENIT Staff

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