ROMA, jueves, 10 junio 2004 (ZENIT.org).- Una vez aclarada la posición de la Santa Sede y de los católicos alemanes ante la llegada al poder del movimiento político de Hitler, en esta segunda parte de la entrevista el historiador Giovanni Sale sj., analiza la posición de Pío XI y de Pío XII ante el nazismo y en particular ante la persecución de los judíos.
La teoría de que Pío XII se «calló», constata Sale, profesor de Historia de la Universidad Pontificia Gregoriana, autor del libro recién publicado «Hitler, la Santa Sede y los judíos» –(«Hitler, la Santa Sede e gli Ebrei» – Editorial Jaka Book, 556 páginas)– está infundada.
–La encíclica «Mit brennender Sorge» y el hecho de que Hitler no pudiera visitar el Vaticano muestran la hostilidad de la Santa Sede al régimen nazi. ¿Qué opina usted sobre la conducta de Pío XI ante el régimen nazi?
–Giovanni Sale: La reciente apertura de los archivos vaticanos relativos a las nunciaturas de Munich y Berlín (1922-1939) arroja nueva luz tanto sobre la truncada visita de Hitler al Vaticano –durante la visita de Estado que hizo a Roma en 1938– como sobre la redacción y divulgación en Alemania de la encíclica «Mit brennender Sorge» (1937), es decir, la encíclica de Pío XI contra el nazismo.
La nueva documentación vaticana disponible nos informa de manera sorprendentemente detallada sobre las vicisitudes ligadas a la recepción de esta encíclica por parte de los Estados y de los ambientes de la diplomacia internacional. Las fuentes muestran que la encíclica fue interpretada en aquel tiempo, por la mayor parte de los países occidentales no ligados a Alemania, como un valiente acto de denuncia del nazismo, de las doctrinas racistas y de idolatría del Estado que profesaba, así como de sus métodos violentos de disciplina social.
La «Mit brennender Sorge» fue una de las primeras encíclicas papales y tuvo una resonancia realmente mundial. Por motivos sobre todo políticos fue uno de los primeros actos pontificios que superó las fronteras del mundo católico: fue leída por creyentes y no creyentes, por católicos y protestantes, es más, por primera vez estos últimos tributaron a un documento papal reconocimientos públicos que eran impensables poco antes.
Según un prestigioso periódico protestante holandés, la encíclica «sería valida» también para los cristianos de la Reforma, «pues en ella el Papa no se limita a defender los derechos de los católicos, sino también los de la libertad religiosa en general». Ciertamente la «Mit brennender Sorge» fue acogida de manera diferente según la sensibilidad y la cultura política de las muchas personas que la leyeron.
El hecho es que, como hemos constatado, fue interpretada generalmente no sólo como un acto de protesta de la Santa Sede por las continuas violaciones del Concordato por parte del gobierno alemán, o como una desautorización doctrinal de los errores del nacionalsocialismo, sino sobre todo como un acto de denuncia del nazismo mismo y de su Führer, y esto lo comprendieron inmediatamente los jerarcas del Reich.
Es verdad, como han subrayado los que han comentado la encíclica, que no menciona nunca ni al nacionalsocialismo ni a Hitler, pero si se va más allá de la «letra» del documento, es fácil percibir detrás de cada página, de cada frase, una auténtica acusación contra el sistema hitleriano y contra sus teorías racistas y neopaganas.
Esto lo comprendieron la gran mayoría de los lectores del documento papal. Por eso, se convirtió en una de las mayores y más valientes denuncias de la barbarie nazi, pronunciada de manera autorizada por el obispo de Roma, cuando todavía la gran parte del mundo político europeo veía a Hitler con una mezcla de admiración, sorpresa y miedo.
–Otros de los grandes debates es el de el Papa Pío XII y el holocausto. ¿A dónde ha llegado tras sus investigaciones históricas? ¿Qué hizo el Papa Pacelli ante la persecución de los judíos?
–Giovanni Sale: Por lo que se refiere a los judíos deportados en los territorios ocupados por el Reich, la acción desarrollada a su favor por la diplomacia de la Santa Sede se orientó en dirección de los gobiernos de los países aliados de Alemania, donde existía una mayoría católica y un episcopado «combativo».
Una nota de la Secretaría de Estado del 1 de abril de 1943 decía: «Para evitar la deportación de masa de los judíos, que se verifica actualmente en muchos países de Europa, la Santa Sede ha solicitado la atención del nuncio de Italia, del encargado de asuntos en Eslovaquia, y del encargado de la Santa Sede en Croacia».
Utilizando los canales diplomáticos vaticanos, hizo todo lo que pudo para obtener algo –con frecuencia, por desgracia, muy poco– a favor de los judíos por parte de aquellos gobiernos (en ocasiones amigos). Se sabe, además, que exhortaba al episcopado local, en particular al alemán, a denunciar con fuerza los horrores cometidos por los nazis contra católicos y judíos.
Hay que recordar que la mayor parte de las intervenciones pontificias tenían como objetivo principal defender a los judíos católicos y garantizar la indisolubilidad de los matrimonios entre judíos y católicos, basándose en los Concordatos estipulados con estos Estados. Realmente la Santa Sede no podía pedir o hacer más a través de los canales diplomáticos oficiales.
Alemania, tras la ocupación de Polonia, había replicado a la Santa Sede que pedía la aplicación del Concordato alemán a los territorios polacos «englobados» en el Reich. En realidad no era aplicado ni siquiera en el territorio alemán.
Los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich están llenos de periódicas intervenciones del nuncio apostólico, el arzobispo Cesare Orsenigo, sobre los judíos. Pero los despachos que envió a la Secretaría de Estado muestran lo difícil que era su situación.
Uno, del 19 de octubre de 1942, dice: «A pesar de las previsiones, he tratado de hablar con el ministro de Asuntos Exteriores, pero como siempre, especialmente cuando se trata de personas que no son arias, me respondió «no hay nada que hacer». Todo asunto sobre los judíos es sistemáticamente rechazado o desviado».
En las palabras de los diplomáticos vaticano se percibe con frecuencia un sentido de impotencia y de desaliento en este sentido. La actividad diplomática de la Santa Sede a favor de los judíos no fue, sin embargo, como algunos dicen, totalmente inútil o ineficaz. A veces logró «ralentizar» las operaciones de deportación o, cuando no podía hacer otra cosa, excluir de ella a algunas categorías de personas.
Una parte de la historiografía reciente, en especial la estadounidense, ignora esta actividad realizada por la Santa Sede a favor de los judíos. Denuncia los «silencios» de Pío XII, por considerarlos «culpables». Según ellos, el Papa tenía el deber de denunciar lo que estaba sucediendo en Europa, aunque tuviera que poner en peligro la propia vida.
La verdad es que esto no sólo hubiera expuesto a la represalia nazi la vida del Papa –que en varias ocasiones dijo que estaba dispuesto a entregar– sino la de todos los obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, que vivían en los territorios ocupados, así como la seguridad de millones de católicos.
Sobre la así llamada «solución final» [exterminio del pueblo judío, ndr.], por las fuentes que he consultado, algunas de ellas conservadas en nuestro archivo de la «Civiltà Cattolica» [revista quincenal de los jesuitas en Italia, ndr.], se constata que el Papa no tenía información: basándose en noticias algo nebulosas y a veces contradictorias, sabía que muchísimos judíos, sin culpa ninguna y sólo por motivo d
e su estirpe, eran asesinados por los nazis de diferentes maneras. De hecho, poco antes, había sucedido lo mismo a muchos católicos polacos, por el único motivo de su nacionalidad.
Pero no sabía nada de la «solución final». Hasta 1944, en el Vaticano se ignoraba incluso la existencia de Auschwitz. La misma propaganda aliada, a pesar de que describía las atrocidades alemanas, las represalias salvajes, y otras cosas, no decía nada sobre los campos de exterminio.
Las primeras noticias ceritas se tuvieron con el famoso Protocolo de Auschwitz, en el que dos jóvenes judíos, huidos del campo de concentración de Auschwitz, en la primavera de 1944, denunciaron al mundo el exterminio de sus hermanos en las cámaras de gas. El texto, conocido en parte ya en junio del mismo año, no fue publicado integralmente hasta el mes de noviembre.
¿Qué sabían los aliados de la «solución final»? Ciertamente más que el Papa. Según el historiador Richard Breitman, tanto Roosevelt como Churchill sabían mucho sobre el exterminio sistemático de los judíos, pues sus servicios secretos descifraban las comunicaciones codificadas de las SS.
Una fuerte denuncia de los crímenes por parte de los aliados, según Breitman, habría constituido un serio obstáculo a la aplicación de la «solución final», pero no tuvo lugar (Cf. «Il silenzio degli alleati: La responsabilità morale di inglesi e americani nell’Olocausto ebraico», Mondadori, 1999).
–En su libro, usted dedica dos capítulos al radiomensaje de Pío XII en 1942. ¿Podría explicarnos por qué es tan importante ese radiomensaje?
–Giovanni Sale: El radiomensaje navideño de Pío XII de 1942, dedicado a la pacificación de los Estados, presentando la ley moral y natural como criterio para la refundación de un nuevo orden entre las nacionales, es uno de los actos más significativos y al mismo tiempo más controvertidos del pontificado del Papa Eugenio Pacelli.
En el momento en que fue pronunciado, tuvo un eco enorme en todos los continentes y fue escuchado y apreciado incluso fuera del mundo católicos. Periódicos y revistas de diferente orientación cultural y política publicaron amplios pasajes y comentarios, en la mayoría de los casos benévolos.
Fue diferente la acogida que depararon al mensaje papal los gobiernos y el mundo de la diplomacia: fue acogido con abierta hostilidad por las potencias del Eje, en particular por Alemania, y con abierta frialdad por las aliadas, en particular por los ingleses.
En él, el Papa no sólo repudiaba el nuevo «orden europeo» que el nacionalsocialismo pretendía realizar, sino que condenaba explícitamente las atrocidades de la guerra, ya sea los bombardeos en alfombra efectuados por los aliados sobre las ciudades alemanas, ya sea las atrocidades realizadas por los alemanes contra civiles inocentes. En particular, el Papa denunciaba el exterminio de los judíos europeos: «Este deseo de paz –decía el Papa– la humanidad lo debe a los centenares de miles de personas que, sin culpa alguna, en ocasiones sólo por razones de nacionalidad o estirpe, son destinados a la muerte o que son dejados morir progresivamente».
Si este pasaje del radiomensaje pasó prácticamente ignorado en la prensa internacional, no sucedió así en el caso de la atenta censura nacionalsocialista. El ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von Ribbentrop, encargó inmediatamente al embajador alemán ante la Santa Sede que informara al Papa sobre la posición del gobierno alemán: «Por algunos síntomas da la impresión que el Vaticano está dispuesto a abandonar su actitud normal de neutralidad y a tomar posiciones contra Alemania –dice el comunicado–. A usted le corresponde informarle que en tal caso Alemania no carece de medios de represalia».
–¿Qué pensaba el propio Papa sobre el contenido del mensaje navideño de ese año? ¿Estaba convencido de haber denunciado al mundo los horrores de la guerra, de la deportación y de la masacre de poblaciones inocentes, como los judíos?
–Giovanni Sale: Por las relaciones de los embajadores de los países aliados, parece que sí: el Papa estaba totalmente convencido de haber cumplido hasta el final con su deber ante Dios y ante el tribunal de la historia.
En una carta del 30 de abril, dirigida al arzobispo de Berlín, monseñor K. von Preysing, escribe con tono sereno que «ha dicho una palabra sobre lo que se está haciendo actualmente contra los que no son arios en los territorios sometidos a la autoridad alemana. Fue una breve mención pero fue bien comprendida».
También con el director de «Civiltà Cattolica» Pío XII hizo referencia al mensaje navideño, en el que evidentemente descargó su corazón y su conciencia de pastor: «El Santo Padre –refiere el padre Martegani– habló ante todo de su reciente mensaje navideño, que parece haber sido bien acogido en general, a pesar de que fuera ciertamente más bien fuerte».
El Papa, por tanto, estaba «subjetivamente» convencido de haber denunciado ante el mundo lo que estaba sucediendo a los que no eran arios en los territorios sometidos a la autoridad alemana, de haber hablado «fuerte» contra los horrores de la guerra y, en particular, contra los crímenes nazis.
Algunos historiadores consideran, sin embargo, que esta denuncia fue insuficiente, dictada por razones de prudencia político-diplomática y no tanto por sentimientos de humanidad. En todo caso, según estos intérpretes, era «objetivamente» inadecuada a la gran tragedia que estaba teniendo lugar en el corazón de Europa.
La actitud de «prudencia» por la que había optado la Santa Sede durante la guerra ante los beligerantes se reveló sobre todo en ese momento, comentan estos historiadores, inadecuada, insuficiente para responder a las graves exigencias del momento.
El mundo civil, según ellos, se esperaba del Papa, suprema instancia moral y espiritual del Occidente cristiano, no tanto palabras «prudentes», «equilibradas», incluso justas, sino más bien «palabras de fuego» a la hora de denunciar las violaciones de los derechos humanos, a pesar de que esto pusiera en peligro la vida de innumerables católicos, tanto clérigos como laicos, que vivían en los territorios del Reich. De este modo, el Papa hubiera realizado su elevada misión profética.
Desde mi punto de vista, este juicio histórico sobre la acción de Pío XII es excesivamente simplista a nivel de los hechos históricos, e injusto desde el punto de vista subjetivo. No tiene en cuenta las reales dificultades del momento histórico en el que se desarrolló la labor del pontífice y, al mismo tiempo, prescinde totalmente de la sensibilidad y cultura del Papa Pacelli.
Algunos historiadores hablan del Papa y del papado de manera abstracta, ideológica, sin considerar el hecho de que el «ministerio petrino» se concreta a nivel histórico en la persona de individuos particulares, con sus virtudes y sus límites humanos, y que la Iglesia en su acción concreta, al igual que todas las instituciones que tienen una larga tradición, mira al pasado y al mismo tiempo al futuro, así como a las necesidades y urgencias de presente.
He tratado de demostrar que Pío XII estaba «subjetivamente» convencido de haber hablado «fuerte». Pensaba que la manera en que había expresado su denuncia era la más adecuada, la más justa para aquel momento particular. Estaba convencido de haber dicho «todo» y «claramente» y de haberlo hecho de una manera que no expusiera a las represalias nazis a los fieles católicos que vivían en los territorios del Reich y a los judíos.
Para él, este era un punto de máxima importancia al que hubiera sacrificado cualquier otra cosa, como dijo con claridad tanto durante la guerra como inmediatamente después. En definitiva, se puede discutir hasta el infinito sobre el hecho de que la denuncia del Papa fuera adecuada o no a la gravedad del momento, y sobre esto se pueden tener legítimam
ente a nivel histórico posiciones diferentes. Ahora bien, no se puede decir, como hacen algunos «propagandistas», que el Papa se «calló» conscientemente ante lo que estaba sucediendo a los judíos, por ser filonazi o simplemente por falta de sensibilidad a causa del antijudaísmo o antisemitismo.