Juan Pablo II: La Iglesia en Colombia, signo de reconciliación con la evangelización

Discurso al final de la visita «ad limina» de un grupo de obispos del país

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 17 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Juan Pablo II este jueves a los obispos colombianos de las provincias eclesiásticas de Medellín, Barranquilla, Cali, Cartagena, Manizales, Popayán y Santa Fe de Antioquia al recibirles en audiencia al final de su visita «ad limina apostolorum» a Roma.

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Queridos hermanos en el Episcopado:
1. Me complace saludaros cordialmente a vosotros, Obispos de las Provincias eclesiásticas de Medellín, Barranquilla, Cali, Cartagena, Manizales, Popayán y Santa Fe de Antioquia, que formáis el primer grupo que viene en visita Ad limina desde la amada Colombia. En la peregrinación a las tumbas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y en los encuentros con el Obispo de Roma y sus colaboradores, encontraréis un nuevo dinamismo para proseguir vuestra misión episcopal, conscientes de que Cristo está presente en su Iglesia (cf. Mt 28,20) y la guía con la fuerza de su Espíritu, para que sea en medio del mundo signo de la salvación. Que Él, Maestro de pastores, os colme de esperanza y os lleve a ser sus testigos en vuestra vida (cf. 1Pe 3,15), edificando así a todos los fieles confiados a vuestra atención pastoral.

Agradezco a Mons. Alberto Giraldo Jaramillo, Arzobispo de Medellín, sus amables palabras renovándome la adhesión de cada uno de vosotros y de las comunidades eclesiales que presidís en nombre del Señor, presentándome al mismo tiempo las orientaciones pastorales que guían vuestro ministerio para que los hombres y mujeres de Colombia caminen hacia la comunión íntima con Dios, Uno y Trino, y vivan en paz como miembros de una gran familia unida.

2. Vuestra presencia me hace renovar la cercanía y el afecto que siento por vuestro País. Recuerdo aquella visita que pude realizar en 1986, teniendo como lema: «Con la paz de Cristo por los caminos de Colombia». Fueron unos días entrañables y llenos de actividad, en los que pude ver directamente los rostros esperanzados de los colombianos, apreciar la acción que la Iglesia lleva a cabo con tanto entusiasmo, dirigir a todos una palabra de aliento y recordarles el inefable amor de Dios por cada uno.

La Iglesia en esa Nación ha ido dando frutos de santidad. En estos últimos años he tenido la dicha de elevar a los altares a dos nuevos beatos, originarios precisamente de vuestras zonas: el generoso sacerdote Mariano Euse, en el año 2000, y, más recientemente la Madre Laura Montoya, venerada como madre de los indígenas. Con anterioridad, un grupo de jóvenes estudiantes colombianos de la Orden Hospitalaria alcanzaron la palma del martirio y fueron beatificados en 1992. Estos ejemplos de santidad son perlas preciosas que se engarzan en la historia eclesial de vuestro País, en el que la fe cristiana forma parte de su rico patrimonio espiritual.

3. Lleváis a cabo la visita Ad limina después de la celebración del Gran Jubileo del 2000, el cual, como indiqué, ha sido «un río de agua viva, aquel que brota del trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 22,1), que se ha derramado sobre la Iglesia» (Novo millennio ineunte, 1). Venís, pues, a Roma con el equipaje de un raudal de gracia que ha revitalizado vuestras Iglesias particulares. Por ello hay motivos para la esperanza ante el futuro, trabajando al servicio del Reino de Dios, animados por la palabra de Jesucristo: «Duc in altum» (Lc 5,4).
Con estas palabras de Jesús que he propuesto como lema para el Tercer milenio cristiano, deseo animaros a proseguir, sin desánimos y con plena confianza en el Señor, en las tareas de la evangelización, misión primordial de la Iglesia. En efecto, ésta es la tarea que Jesús confió a sus apóstoles antes de ascender a los cielos para sentarse a la derecha del Padre, como hemos celebrado litúrgicamente hace poco. En aquella ocasión Jesús les dijo: «Id por todo el mundo…» (Mc 16,15), asegurando a la vez su presencia cercana y misteriosa.

4. La Iglesia, fiel al mandato de Jesús sigue haciendo de la evangelización su acción principal. Ésta comprende muchos aspectos, todos ellos importantes, aunque las circunstancias concretas, según los tiempos y lugares, aconsejan primar unos sobre los otros, sin descuidar ninguno. En el caso particular de vuestro País, donde desde hace años se vive un conflicto interno que causa tantas víctimas inocentes, tanto dolor a las familias y a la sociedad; que genera pobreza, inseguridad y merma las capacidades de desarrollo integral, vosotros sois conscientes de que en las opciones pastorales hay que dar prioridad a la paz y la reconciliación, contribuyendo así a edificar la sociedad sobre los sólidos principios cristianos de la verdad, la justicia, el amor y la libertad y fomentando también el perdón que nace del sincero deseo de reconciliación con Dios y con los hermanos.
Hace dos años, con ocasión del Centenario de la Consagración de Colombia al Sagrado Corazón de Jesús, piadosa práctica que en estos días se ha renovado en tantas comunidades de vuestro País, os escribí: «La sociedad que escucha y sigue el mensaje de Cristo camina hacia la auténtica paz, rechaza cualquier forma de violencia y genera nuevas formas de convivencia por el camino seguro y firme de la justicia, de la reconciliación y del perdón, fomentando lazos de unidad, fraternidad y respeto de cada uno» (n. 4).

No dudéis nunca en poner todo el celo y empeño pastorales en promover la reconciliación, que se deriva de la evangelización, con la íntima convicción de que iluminará la acción de los laicos cristianos y podrá ser remedio eficaz y permanente para los duros y graves males que actualmente padecen muchos ciudadanos de vuestra Nación, a causa del conflicto civil interno, que ha causado tantos muertos, incluso entre los servidores del Evangelio. Entre ellos quiero recordar a Mons. Isaías Duarte, Arzobispo de Cali, así como a los sacerdotes y religiosos asesinados en los últimos años. Esta penosa situación ha llevado a tantos colombianos a vivir en la pobreza y corre el peligro de fomentar una cultura de muerte y violencia en lugar de una cultura de la vida y la solidaridad, tan propia de vuestras raíces católicas.

5. Otro campo de la acción pastoral que requiere especial atención es el de la promoción y defensa de la institución familiar, hoy tan atacada desde diversos frentes con múltiples y sutiles argumentos. Asistimos a una corriente, muy difundida en algunas partes, que tiende a debilitar su verdadera naturaleza.

Conozco el empeño que ponéis en defender y promover esta institución, que tiene su origen en Dios y en su plan de salvación (cf. Familiaris consortio, 49). Por eso, es necesario seguir proclamando con firmeza, como un auténtico servicio a la sociedad, la verdad sobre el matrimonio y la familia establecida por Dios. Dejar de hacerlo sería una grave omisión pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes tienen la grave responsabilidad de tomar las decisiones sobre el bien común de la Nación. Esta verdad es válida no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres sin distinción, pues el matrimonio y la familia constituyen un bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente ante su degradación o la pérdida de su identidad.
A este respecto, la pastoral familiar -llevada a cabo sobre todo por parejas que pertenecen a movimientos o asociaciones de espiritualidad matrimonial, y que son ejemplo en la educación de sus hijos-, debe acompañar a las parejas jóvenes y a las familias en dificultad, así como también a quienes se preparan para casarse, a descubrir los valores del matrimonio cristiano y a ser fieles al compromiso adquirido al recibir el sacramento. Así mismo, es importante enseñarles que al engendrar los hijos han de guiarse por el criterio de una paternidad responsable, ayudándoles además a su formación humana y religiosa, aprendida en el propio hogar en un amb
iente de serena convivencia y ternura, como expresión del amor de Dios a cada uno de sus hijos.

6. Un signo de esperanza para la Iglesia en Colombia es el florecimiento vocacional que distingue a vuestras comunidades eclesiales y es expresión de su vitalidad. La región de donde provenís es rica en vocaciones sacerdotales y religiosas, siendo vuestros seminarios una especial bendición para la Iglesia, pues los sacerdotes que salen de los mismos no sólo sirven en vuestras Iglesias particulares sino que, además, algunos de ellos no dudan en ir a colaborar en otras zonas más necesitadas.

Os animo, pues, a continuar en ese camino, sin descuidar para el futuro una asidua pastoral vocacional, conscientes del papel insustituible de cada comunidad eclesial en esta tarea, basada ante todo en una incesante oración al Dueño de la mies para que mande operarios a la mies y, además. en el educar a los niños y a los jóvenes para afrontar los retos de la vida cristiana, se les presente también las condiciones para oír la llamada divina a seguir a Cristo en el camino de la vida sacerdotal o consagrada mediante los consejos evangélicos.

7. Queridos Hermanos: con estas reflexiones quiero alentaros en vuestro servicio a la Iglesia de Dios que peregrina en Colombia. Al regresar a vuestras diócesis animad a los sacerdotes, consagrados y fieles a vivir su fe en Cristo. Llevad mi saludo a los jóvenes, llamados a ser «centinelas de la aurora» de este nuevo milenio, esperanza de la Iglesia y de la Nación; en particular tengo presentes a los jóvenes colombianos que en los Seminarios y casas de formación se preparan al sacerdocio o a la vida religiosa, a las familias, escuelas de rica humanidad y de virtudes cristianas, y muy especialmente a aquéllas que sufren por el secuestro de algunos de sus miembros; a los pobres y necesitados, que han de ser siempre objeto de vuestros desvelos y atenciones; a los profesionales de los diversos campos de la actividad humana, para que sean los constructores de la sociedad renovada en estos momentos tan particulares de vuestra historia; a los enfermos y a los ancianos.

Que sobre vosotros y vuestras comunidades cristianas desciendan las bendiciones del Señor, por intercesión de la Virgen de Chiquinquirá, Madre de todos los colombianos, cuyas manos sostienen el rosario, «oración por la paz … vínculo de comunión y fraternidad que nos une a todos en Cristo». Como confirmación de estos deseos, os acompañe la Bendición Apostólica que complacido os imparto y extiendo a vuestras diócesis.

[Texto original en castellano]

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ZENIT Staff

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