PAMPLONA, miércoles, 8 septiembre 2004 (ZENIT.org).- Un sacerdote tetrapléjico, Luis de Moya, tuvo oportunidad de visitar a Ramón Sampedro año y medio antes de que éste --también tetrapléjico por un accidente-- se quitara la vida (en 1998), una decisión que ha inspirado la película que pretende reavivar el debate sobre la eutanasia, «Mar adentro».

Presentada en el Festival de Venecia, la película --dirigida por el cineasta español Alejandro Amenábar-- en una secuencia ridiculiza «la intervención y las palabras de un sacerdote, también él tetrapléjico, metiéndole en los esquemas teóricos, siempre exigentes, de la moral católica, olvidando que ésta pide ser vivida con fe y amor», según constató «Radio Vaticana» el sábado pasado.

En esta entrevista concedida a Zenit, Luis de Moya (Ciudad Real, 1953) recuerda el encuentro que tuvo con Ramón Sampedro y se sumerge en la cuestión de la eutanasia desde su condición de tetrapléjico a raíz de un accidente que sufrió hace más de 13 años.

Médico y sacerdote, Luis de Moya se ha encargado de distintas capellanías universitarias en la Universidad de Navarra, una labor a la que sigue dedicándose con las limitaciones propias de su estado.

--Hay críticos que han señalado el carácter «caricaturesco», «cruel», «anticatólico» e «históricamente falso» de la escena de la película en la que Ramón Sampedro recibe la visita de un sacerdote también tetrapléjico, cuyas palabras e intervención se «ridiculizan». ¿Conoció usted personalmente a Ramón Sampedro? ¿Podría relatar su encuentro con él?

--Luis de Moya: Si esa situación verdaderamente cómica --que desata la carcajada unánime de la sala--, en la que un supuesto sacerdote jesuita se desgañita --del modo menos razonable posible--, tratando de convencer a un tetrapléjico de su error, fuera una invención de Amenábar, se podría considerar razonable en una película como tantas, que ni pretenden ser históricas ni, mucho menos, recordar un hecho muy conocido que, como es el caso, afecta en primera persona a miles de individuos del país.

No es científicamente imposible, desde luego, que a Ramón Sampedro lo visitara en una furgoneta un jesuita tetrapléjico acompañado de unos jóvenes y que el tenor de lo sucedido fuera tan ridículo como se muestra en la película. En mi opinión, sin embargo es una falsedad, y cómo me gustaría equivocarme por el bien de Alejandro Amenábar. Lo digo porque yo, que no soy jesuita, sino que pertenezco al Opus Dei, y bien lo sabía Ramón Sampedro, sí le visité junto a otras personas desplazándome, como siempre, en mi furgoneta, y tampoco pude subir, como el jesuita, hasta la habitación del enfermo.

Por lo demás, lo que en realidad sucedió es una anécdota contada y publicada por mí en numerosas ocasiones, sobre todo a raíz de la muerte de Ramón Sampedro. Aquél fue mi último contacto con él.

--¿Qué le movió a visitar a Sampedro?

--Luis de Moya: Para cuando tuve la oportunidad de ir Galicia, hacía ya años que nos conocíamos, aunque siempre de modo indirecto, en los medios, por correo o todo lo más en alguna conversación telefónica. En todo caso, ambos teníamos ya un conocimiento bastante preciso de nuestros respectivos puntos de vista sobre la vida y acerca del sentido de la vida en nuestra particular situación.

Mi visita pretendía ser, y de hecho lo fue, de absoluta cordialidad. Hablamos por teléfono a primera hora de la mañana, concretando la cita, en un tono más que amable por su parte, y me aventuré a la visita aún con la duda de si lograría entrar donde él estaba.

Aprovechaba yo una mañana libre en Santiago [de Compostela. Ndr]. Por la tarde tenía la ponencia en el congreso, motivo de mi viaje: «El valor del sufrimiento» (Cf. www.fluvium.org/textos/documentacion/dol01.htm) .

--Ramón Sampedro permaneció en cama 29 años. No utilizaba la silla de ruedas ni salía de su cuarto, a diferencia de otros tetrapléjicos. Desde su experiencia también como tetrapléjico por un accidente, ¿es habitual una reacción de este tipo? ¿Se puede superar este estado anímico? ¿Qué apoyos le parecen necesarios para ello?

--Luis de Moya: El caso de Sampedro, que se negaba a utilizar la silla, es verdaderamente insólito como saben de sobra las personas que tienen alguna relación con el mundo de los lesionados medulares. Especialmente insólito además teniendo en cuenta el nivel de lesión --siendo tetrapléjico muy favorable-- con el que quedó después de su accidente. Ramón tenía una interrupción medular a nivel C-7, según el mismo me confirmó de palabra. Baste decir que con esa lesión, de haber querido, podría haber conducido un coche, como hacen otros muchos.

Me parece que a Ramón Sampedro no le faltó el apoyo humano. Recibió una atención exquisita de su familia, de modo particular por parte de Manuela, su cuñada. Y así se lo manifesté a ella por carta, admirado del buen aspecto del enfermo después de tantos años de evolución.

Pero la decisión de la vida es siempre del sujeto y, no pocas veces, totalmente al margen de influencias, apoyos o estímulos. Pero, ¿Ramón Sampedro --entonces-- era una persona normalmente equilibrada? Él decía que sí. Algunos especialistas, sin embargo, lo ponen en duda.

--Según transmite la película, Ramón Sampedro consideraba su vida indigna de ser vivida. ¿Qué opina al respecto?

--Luis de Moya: Es indudable --me parece que puedo decirlo con fundamento tras nuestros reiterados encuentros-- que él pensaba demasiado, no sé si casi de modo exclusivo, en lo que había perdido. No es la movilidad, como es evidente, lo más noble y grandioso que tiene la persona. Lo que nos caracteriza en cuanto hombres no se pierde con el movimiento. Las consecuencias negativas de quedar tetrapléjico no disminuyen para nada la humanidad del sujeto ni quedan más lejos que antes, tras ese accidente fatal, los ideales de realización de la persona.

A mí me resultaba tan evidente ser el de siempre que, aunque era bien consciente de mis nuevas limitaciones y de la permanente necesidad de ayuda, no me sentía frenado en absoluto para plantearme objetivos, para exigirme en el rendimiento del tiempo, para incorporar algunos aprendizajes nuevos que me serían muy útiles en lo sucesivo. Este modo de proceder, como bien presuponía antes de ponerme a ello, me sigue haciendo ser feliz cada día.

--Usted es sacerdote católico. ¿Por qué la Iglesia está a favor de la vida, aún en condiciones «desesperadas»?

--Luis de Moya: A la luz de la fe, por consiguiente, para cualquier católico coherente, somos hijos de Dios. La certeza de nuestra filiación divina nos lleva a la persuasión de que jamás nos veremos en una situación imposible. Es más, cualquier momento y circunstancia de nuestra vida, puede y debe ser ocasión para amar a Dios y, por tanto, de verdadera grandeza personal y de alegría.

Como es lógico, hablo de coherencia, es decir, de vida de fe. De un comportamiento cotidiano que manifiesta que, en la práctica, Dios es lo primero y más importante según los criterios de la Iglesia Católica.

--Y la libertad personal, ¿qué papel juega aquí? ¿No es uno libre de decidir el final de la propia vida o de ayudar a que otros mueran por razones «de humanidad»?

--Luis de Moya: Me parece bastante evidente que no. Uno, si quiere, en cualquier momento puede acabar con su vida o, en su caso, inducir a que otros pongan fin a sus días. Sin embargo, no es igualmente razonable escoger esa opción a la de respetar la propia vida hasta su fin natural.

No sería razonable tampoco forzar las cosas para mant ener la vida de un modo artificioso y precario a costa de utilizar medios desproporcionados en el caso. La vida humana está destinada de suyo a terminar el tiempo.

Sin embargo, siendo nuestra vida una realidad que nos trasciende --ninguno hemos decidido vivir ni vivir como personas-- en su propia grandiosidad y misterio, se nos presenta de modo natural como una realidad merecedora del máximo respeto. ¿Quién soy yo para terminar con una vida? En todo caso, por así decir, para que no haya dudas se nos dijo: «No matarás».

Por razones «de humanidad» ayudo a morir, debo ayudar a morir, que no matar por evitar dolor. El dolor es algo unido de modo inevitable a nuestra existencia. Así, ayudar a morir supone acompañar, consolar, utilizar los calmantes apropiados, aunque en ocasiones sin pretenderlo lleguen a anticipar el momento de la muerte y, sobre todo, estimulando siempre a la esperanza con la convencida seguridad de una Vida mejor después.

[Entrevista realizada por Marta Lago - ZENIT]

[La segunda parte de esta entrevista se publicará en Zenit el 9 de septiembre de 2004]