CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 1 julio 2005 (ZENIT.org).- El sábado pasado, en la basílica de Santa María la Mayor, en Roma, el cardenal Angelo Scola, patriarca de Venecia, ordenó a ocho sacerdotes y a nueve diáconos de la Fraternidad Sacerdotal de los Misioneros de San Carlos Borromeo.
Se trata de las ordenaciones más numerosas en la joven historia de esta Fraternidad inspirada por monseñor Luigi Giussani, fallecido el pasado mes de febrero.
Los ocho sacerdotes son destinados a las misiones de Nairobi (Kenia), Novosibirsk (Siberia), Budapest (Hungría), Turín y Roma (Italia), Asunción (Paraguay) Alverca (Lisboa, Portugal), y Montreal (Canadá).
Los nueve diáconos irán a desempeñar su ministerio en Fuenlabrada (Madrid, España), Turín y Roma (Italia), Ciudad de México, Santiago de Chile, Washington e Budapest (Hungría).
La Fraternidad sacerdotal, fundada en 1985 por el padre Massimo Camisasca, fue reconocida como sociedad de vida apostólica de derecho pontificio por Juan Pablo II el 19 de marzo.
Compuesta por unos 70 sacerdotes y 40 seminaristas, sus miembros viven en casas, esparcidas en casi 20 países de cuatro continentes, y se proponen contribuir a la misión de la Iglesia, según el carisma del movimiento eclesial de Comunión y Liberación.
Explicando su carisma, en declaraciones a Zenit, el padre Camisasca afirma: «La caridad es el acontecimiento originario, escrito en la vida de todo hombre. Antes del amor no hay nada. El gran acontecimiento del cristianismo es precisamente la manifestación del amor».
Frente al relativismo moral y religioso que parece prevalecer en la sociedad, el sacerdote subraya que el problema surge cuando «el cristianismo deja de proponer la verdad desde el interior de lo que vive, aceptando por el contrario la descripción que se hace de él desde el exterior».
«Desde este punto de vista, el sacerdocio de las mujeres o temas como el de la sexualidad y procreación no son más que aspectos secundarios de este fenómeno», considera.
«El drama que hoy vive la Iglesia es la destrucción del carácter histórico de Cristo y de la Iglesia, la cancelación de la permanencia de Cristo en medio de los hombres, la idea de Cristo como Verbo, y por último la idea misma de Dios», asegura.
«En el centro, ya no está el acontecimiento cristiano como un hecho que es contemporáneo a nosotros –concluye–, sino la serie infinita de interpretaciones del acontecimiento ofrecidas poco a poco, en último término, por el poder».
Ante este peligro, el carisma de la fraternidad consiste en invitar a «mirar a Cristo como punto original de lo que somos».