ROMA, martes, 12 julio 2005 (ZENIT.org).- Los «derechos reproductivos» son en realidad «derechos a no reproducirse», albergan una raíz de control demográfico y eugenésico en los países pobres y una destrucción de la experiencia de ser mujer, denuncia la periodista Eugenia Roccella.

Líder en los años setenta en el Movimiento para la Liberación de la Mujer, Roccella es autora de ensayos sobre el feminismo y sobre la literatura de la mujer. Acaba de publicar junto a Lucetta Scaraffia el libro «Contra el Cristianismo – La ONU y la Unión Europea como nueva ideología» (Ed. Piemme).

En esta entrevista concedida a Zenit revela qué se oculta tras la ideología antinatalista de instituciones internacionales como la ONU y la UE.

--Usted sostiene que los llamados «derechos reproductivos» son un engaño para favorecer la planificación familiar y seleccionar genéticamente los nacimientos. ¿Nos puede explicar la evolución de los «derechos reproductivos» y cómo el antinatalismo se ha transformado en eugenismo?

--Roccella: Hay que aclarar en primer lugar que los llamados «derechos reproductivos» son en realidad derechos a no reproducirse, y se han concretado en el control de los gobiernos sobre la fertilidad femenina en una política de difusión mundial de aborto, contracepción y sobre todo esterilización. Generalmente se cree que la adopción de estos derechos por parte de los organismos internacionales ha sido una conquista del movimiento de las mujeres, pero de los documentos se desprende con claridad que no ha sido así.

Históricamente, el derecho a la planificación familiar nació de la presión de potentes lobby antinatalistas internacionales (por ejemplo, la Fundación Rockefeller), ayudados por la voluntad de Occidente de ejercer un control demográfico sobre el Tercer Mudo. Basta con consultar en el libro la óptima documentación a cargo de Assuntina Morresi que demuestra cuánto han incidido las asociaciones de matriz eugenésica en las políticas de la ONU, a través de ONGs como por ejemplo IPPF [«International Planned Parenthood Foundation». Ndr] .

Antinatalismo y eugenesia han estado desde el principio estrechamente entrelazados: la idea de construir un mundo mejor a través de la selección genética estaban muy difundida a inicios del siglo XX, y gozaba de amplia credibilidad incluso en ambientes cultos. El objetivo era impedir reproducirse a los seres humanos considerados de segunda categoría, esto es, genéticamente imperfectos, incluso a través de la coerción.

La adopción de las teorías eugenésicas por parte del régimen nazi provocó el descrédito de aquellas y la condena internacional, pero las asociaciones nacidas con este fin (entre ellas precisamente IPPF) han sobrevivido, cambiando el propio lenguaje y utilizando de modo astuto y despreocupado, después de los años ’70, algunos eslóganes del movimiento de las mujeres, como la «libertad de elección».

En realidad las conferencias internacionales sobre la población (esto es, sobre el control demográfico) siempre han precedido las conferencias sobre las mujeres, y les han preparado las contraseñas: por ejemplo, es en la Conferencia de El Cairo de 1994 sobre población y desarrollo que la antigua «planificación familiar» fue sustituida por la nueva definición de «derechos reproductivos». Al año siguiente la definición sería adoptada acríticamente y hecha propia por la Conferencia de las mujeres en Pekín, sin cambiar una coma.

El feminismo ha sido, paradójicamente, una cómoda careta para realizar prácticas de control frecuentemente salvajes y violentas sobre los cuerpos de las mujeres, en especial en los países del Tercer Mundo. En el libro, entre otros puntos, relatamos algunos casos a modo de ejemplo, como las políticas antinatalistas adoptadas en China, Irán, la India, Bangladesh, donde la pobreza y la ausencia de mecanismos democráticos consolidados han hecho a las mujeres víctimas fáciles de experimentación de contraceptivos peligrosos para la salud, de esterilizaciones masivas y abortos forzosos.

--Es opinión difundida que el movimiento feminista ha contribuido a la consecución de los derechos de la mujer. Usted mantiene en cambio que existen muchas ambigüedades y equívocos. ¿Podría explicar cuáles son?

--Roccella: El feminismo es una galaxia de movimientos y pensamientos diferentes, absolutamente no homogénea. Los organismos internacionales han adoptado una versión rígidamente emancipacionista que tiende a equiparar lo más posible mujeres y hombres. Esto se traduce por ejemplo en la idea, jamás explícitamente afirmada pero siempre presente, de que la maternidad constituye un impedimento a la realización de las mujeres, y no un elemento central de la identidad de género que hay que valorar y custodiar. Se ha creado así, en la ONU y en la Unión Europea, un feminismo institucional del todo basado en los derechos individuales y en la paridad, que ha elegido los derechos reproductivos como objetivo propio cualificador.

Existe en cambio un pensamiento feminista de signo opuesto (el llamado pensamiento de la diferencia) que considera que el mito de la igualdad impide a las mujeres pensarse a sí mismas de manera autónoma, y que la diferencia sexual, radicada en el cuerpo, es no sólo un hecho biológico, sino algo que alcanza toda la experiencia de ser mujer. Con este feminismo la Iglesia desde hace tiempo tiene abierto un diálogo; basta con leer la carta del Papa Wojtyla sobre el genio femenino, y sobre todo la más reciente dirigida a los obispos y firmada por el entonces cardenal Ratzinger.

Pero actualmente, a nivel internacional, es el feminismo «de los derechos» el que han vencido, imponiendo los derechos reproductivos como una bandera que hay que enarbolar siempre y en todo momento. En cambio las prioridades de las mujeres, en las distintas zonas geográficas, son diferentes: en África está el problema urgente y dramático de contener la mortalidad por parto y la neonatal; también existe el problema de las enfermedades de transmisión sexual y de la malnutrición.

En las teocracias islámicas el objetivo para las mujeres es la paridad legislativa y la liberación del control opresivo sobre los comportamientos públicos (por ejemplo, el uso del burqa). En Europa los problemas son del todo distintos, y así sucesivamente. Las resoluciones de la ONU parten del presupuesto de que la oferta de aborto y contracepción constituyen, en cualquier contexto, elementos de emancipación, incluso de empowerment, esto es, de acrecentamiento de poder para las mujeres.

Pero los casos concretos examinados en el libro demuestras que no es así: en Irán, por ejemplo, los programas para la difusión del control de la fertilidad han tenido un gran éxito, pero las mujeres siguen siendo consideradas ciudadanas de segunda clase, sujetas a la autoridad masculina.

--Según usted describe, «libertad y salud de la mujer» y «derechos reproductivos» forman parte de un «nuevo léxico» expresión de un «proyecto cultural» que no favorece ni a las mujeres y a la familia. ¿Puede aclararnos por qué?


--Roccella: La definición «derechos reproductivos» no proviene del feminismo, sino de la especificación de los derechos humanos en marcha en la ONU. El eslogan del movimiento de las mujeres, incluso cuando en los años ’70 luchaba por el aborto, era «maternidad como libre opción»: el acento se ponía en el asentimiento femenino a la maternidad, mientras que ahora el mismo término «maternidad» y hasta el término «procreación» están desterrados de todos los textos internacionales.

En cada cita internacional se abre una lucha terminológica que a un observador ajeno podría parecer incomprensible. Pero detrás de las diferencias semánticas se esconce el choque de conceptos. Por ejemplo, la desap arición de vocablos como madre y padre a favor de definiciones carentes de caracterización sexual, como «proyecto parental» o «genitorialidad», y la misma sustitución de las palabras hombre y mujer con el término neutro «género» tienden a anular la diferencia sexual y la especificidad de los roles de madre y padre.

Existe un proyecto cultural muy difundido, y en parte inconsciente, que se orienta a desengancharse lo más posible del derecho natural, fundamento de los derechos humanos. Si no hay ya un derecho natural inalienable que garantice la igualdad de los seres humanos (por ejemplo en lo que respecta al derecho a la vida y a la libertad personal), todo se transforma en negociable y relativo. Rafael Salas, ex director del UNFPA (el Fondo de la ONU para la Población) sostenía que las espantosas violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo en China durante los años de la política del hijo único no eran percibidas por los chinos como tales. ¡Abortos forzosos, abandono y asesinato de los neonatos, según Salas, eran métodos que «para las normas culturales de ellos no eran de ninguna forma coercitivos»! Esto es relativismo ético: pero está claro que se trata de una concepción que lleva a la destrucción de la idea misma de los derechos humanos.

Igual ocurre con las mujeres. En ámbito internacional se apunta a superar la disparidad social y cultural entre hombre y mujer a través de la introducción de la idea de género. Según la teoría del género los roles sexuales están totalmente desarraigados de la biología y del cuerpo, y son sustancialmente construcciones culturales sobre las que se puede intervenir libremente. Que esto lleve a la desestructuración de la familia tradicional es evidente: basta con contemplar lo que ha ocurrido en España con Zapatero, que ha ejecutado una simple reforma de léxico. Pero algunas mujeres no se dan cuenta de que de este modo se destruye también el sentido de la diferencia sexual y de la maternidad, en una palabra, de la experiencia de ser mujer.

--Sobre los grandes temas relativos a la defensa de la vida y de la familia natural la Santa Sede se ha enfrentado a menudo con las organizaciones internacionales, las Naciones Unidas y la Unión Europea en especial. Usted titula un capítulo del libro «Europa contra el Vaticano». ¿Podría explicarnos la esencia de la controversia?

--Roccella: El planteamiento cultural prevaleciente en Europa es un maximalismo laicista que considera las religiones potenciales portadoras de instancias fundamentalistas. La Unión Europea adopta sin embargo muchas cautelas, tanto políticas como verbales, frente al mundo islámico. Se trata de cautelas que serían comprensibles si no crearan un visible desequilibrio frente al Vaticano, que en cambio es atacado con perfecta serenidad cada vez que es posible. El resultado es que el Catolicismo aparece como el más acérrimo enemigo de la mujer en ámbito internacional, porque se opone a la ideología de los derechos reproductivos y del control demográfico.

Esta operación cultural se resuelve en un tipo de suicidio de identidad, como ya ha ocurrido con la mención de las raíces cristianas en la Constitución Europea (hoy en crisis). No se puede olvidar que el Cristianismo ha tenido, desde el inicio, una extraordinaria consideración de la mujer, y no es casualidad si la batalla por la paridad sexual se ha desarrollado esencialmente en área cristiana. Entre todas las religiones, la cristiana es la única, por ejemplo, cuyo rito de iniciación (el bautismo) es abierto a ambos sexos. Dentro del mundo católico hay un fuerte pensamiento feminista, y los últimos dos papados han reconocido una gran dignidad cultural a este pensamiento.

Pero todo esto se silencia por un planteamiento que privilegia el elemento antirreligioso. Incluso manteniendo la misma política, la UE podría modular de forma distinta la actitud ante los diferentes credos religiosos, privilegiando los motivos de acuerdo. Por ejemplo, sería fácil, con la Santa Sede, hallar momentos de unidad sobre la tutela de la maternidad, sobre políticas internacionales contra la mortalidad materna e infantil y para la escolarización femenina, o aún para el reconocimiento de los derechos políticos y económicos a las mujeres. En cambio se prefiere poner las religiones en un mismo saco e indicar en el Vaticano el enemigo ejemplar de la emancipación femenina.