El diario vaticano, en un artículo firmado por Francesco M. Valiante, aclara asimismo que la oposición de la Iglesia católica a esta iniciativa no es una «guerra de religión», pues la familia no es algo impuesto por la Iglesia, sino un patrimonio de las grandes culturas.
«Causa incredulidad y amargura los tonos triunfalistas con los que algunos políticos e intelectuales «progresistas» han comentado la ley que legaliza las uniones homosexuales, equiparándolas al matrimonio heterosexual», comienza diciendo el artículo.
«No sólo el creyente, sino cualquier persona con sentido común, libre de anteojeras del prejuicio, no puede dejar de reconocer en este acto una envilecedora derrota de la humanidad», afirma.
«Que les guste o no a los políticos «iluminados» (y a su séquito de complacientes «maître à penser»), la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer no es una invención de los católicos», sigue diciendo el artículo.
«La dignidad cristiana del matrimonio, en vez de disminuir el valor profundamente humano, lo consolida y lo refuerza. Por eso, todo intento de trastocar el proyecto de Dios sobre la familia es también un intento de desfigurar el rostro más auténtico de la humanidad», subraya.
Para el autor, «quien hoy canta victoria contra «el modelo tradicional de familia impuesto por la Iglesia», olvida que aquí no se está combatiendo una guerra de religión. La familia es patrimonio común de las grandes culturas del mundo».
«Pertenece a toda la humanidad porque está inscrita en la naturaleza desde sus inicios –recalca–. Y ha sobrevivido a través de los siglos a la criba de sistemas filosóficos, científicos, antropológicos y sociales».
«Es singular que un Estado que se proclama «laico» y «liberal» pretenda imponer el propio sistema ideológico sobre una realidad tan compleja», indica.
«Es engañador apelar a la «tolerancia» o a la «no discriminación» para renegar y, al final, trastocar la elemental verdad sobre las relaciones humanas. No hay que abdicar nunca de la verdad. Si las palabras tienen sentido, hay que seguir llamando a las cosas por su nombre», indica.
«A cada quien, y no sólo al creyente, le corresponde la tarea de detener esta deriva de humanidad custodiando el «vocabulario» original de la familia, del matrimonio, del amor, que a través de milenios ha escrito la historia de las generaciones», concluye.