Para evitar la caída demográfica hace falta una cultura de amor y esperanza

Entrevista al periodista Riccardo Cascioli, presidente del CESPAS

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ROMA, viernes, 5 mayo 2006 (ZENIT.org).- Ante a la caída demográfica de numerosos países desarrollados, con baja natalidad y alto índice de envejecimiento, no bastan los incentivos económicos; hace falta un cambio cultural que motive a la familia y a la procreación, afirma Riccardo Cascioli.

En esta entrevista concedida a Zenit, el presidente del Centro Europeo de Estudios sobre Población, Ambiente y Desarrollo de Italia (CESPAS) comenta el mensaje enviado por Benedicto XVI a los participantes en la XII Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (Cf. Zenit, 28 de abril de 2006

–Según los datos de Eurostat, ningún país europeo tiene una tasa de fertilidad equivalente al crecimiento cero (2,1 niños por mujer). ¿En qué dirección va la dinámica demográfica en Europa?

–Cascioli: En realidad, todos los países tienen tasas de fertilidad por debajo del nivel de recambio de las generaciones, aunque las situaciones son diferentes si se comparan las regiones. Hoy, los países en los que la caída de la fertilidad es más grave son los del Este europeo, con tasas de fertilidad de entre 1,1 y 1,4 hijos por mujer, pero en ellos el descenso en picado es relativamente reciente y tuvo una brusca aceleración con el colapso del imperio soviético.

Son bajos también los índices de fertilidad en Europa del Sur, con España e Italia que desde hace ya tiempo tienen una tasa de entre 1,2 y 1,3 hijos por mujer. Mientras que Europa del Norte, en especial los países escandinavos, goza de tasas relativamente más altas (1,6-1,8) y no ha experimentado bruscas variaciones, aunque el descenso de la curva de fertilidad se inició mucho antes que en otros países europeos.
Las tasas de fertilidad más altas son las de Irlanda (2 hijos por mujer, pero con tendencia a una rápida disminución) y las de Francia (1,9), único país en este momento que va en dirección contraria a la tendencia general. De todos modos, el fenómeno está tan consolidado que, en 20 ó 25 años, varios países europeos (Italia y Alemania entre los primeros) experimentarán una reducción efectiva de la población, fenómeno que se habría ya iniciado si no lo hubiera enmascarado el alto índice de inmigración. Pero dentro de poco ni siquiera esto bastará ya.

–A la baja natalidad se suma un aumento notable del índice de personas de más de sesenta años. ¿Qué consecuencias tendría esta tendencia?

–Cascioli: Hay que distinguir dos factores: antes que nada, la longevidad causada por la mejora de las condiciones económicas, sanitarias e higiénicas. Este es un fenómeno positivo que incluye también la mejora de la calidad de vida de los mayores. El desequilibrio que usted describe tiene que ver más bien con la baja natalidad. Este es el verdadero problema: lo estamos viendo ya en el sistema de seguridad social, con un evidente desequilibrio entre población activa (que trabaja y por ello paga impuestos) y la población jubilada. Pero los efectos negativos son mucho más amplios, sobre todo en la economía: diminuye la fuerza de trabajo, y la población activa envejece con consecuencias sobre la capacidad de innovación y de competitividad. Este es el fondo del problema que Europa ya está pagando hoy en relación, por ejemplo, con Estados Unidos, donde en cambio la tasa de fertilidad es mayor.

Hay también un problema cultural y social que tiene que ver con la inmigración: aunque ésta es necesaria para reemplazar la fuerza laboral en declive, tiende a aumentar rápidamente el índice de inmigrantes, sobre todo entre los jóvenes, haciendo más difícil la integración y la transmisión de la cultura del país de acogida. A menudo, la xenofobia nace como reacción airada a esta situación.

No olvidemos además las consecuencias sobre la seguridad: un pueblo sin hijos es un pueblo que ni siquiera tiene deseos de luchar por sus propios valores y su libertad (tanto es así que no cree que valga la pena transmitirlos). Y se prepara por ello a ser tierra de conquista para civilizaciones emergentes.

–Desde los años setenta hasta los noventa, la comunidad internacional ha puesto de manifiesto los peligros de una «bomba demográfica», mientras que la realidad habla de un «invierno demográfico». ¿Cómo han influido los temores por la superpoblación en la cultura y en los comportamientos de la población y en concreto de las parejas?

–Cascioli: Seguramente han tenido un papel importante porque, durante decenios, hemos estado sometidos a un bombardeo cultural por el cual no tener hijos parecía casi una responsabilidad social. Hoy en concreto se sigue agitando irresponsablemente el espectro del agotamiento de los recursos para convencer a las parejas a no procrear. Incluso se hacen teorías sobre la urgencia de disminuir drásticamente la población mundial, de manera que se abra camino poco a poco la idea de que también la eutanasia pueda ser usada como método de control de la población.

–Muchos países europeos piensan resolver la baja natalidad con incentivos económicos e incrementos del número de inmigrantes. Durante su intervención en la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, Benedicto XVI explicó el fenómeno de la caída demográfica como falta de amor y de esperanza. ¿Cuál es su opinión al respecto?

–Cascioli: La experiencia de algunos países europeos, aunque llevan decenios con políticas que favorecen la natalidad –con incentivos a los nacimientos, trabajo flexible para poder cuidar a los niños y servicios sociales capilares–, debería enseñarnos que estas medidas no son suficientes. Ciertamente se notan mejorías en los índices de fertilidad, pero no son suficientes para invertir la tendencia hacia el invierno demográfico.

Lamentablemente, la Unión Europea, que dentro de poco debería publicar un Libro Blanco sobre el tema, se mueve justamente en esta dirección, ignorando el factor cultural, es decir los motivos más profundos por los que la pareja decide o no tener hijos.

Benedicto XVI finalmente ha puesto el dedo en la llaga: el verdadero problema tiene que ver con el sentido que damos a la vida, porque no hay incentivo económico que pueda convencerme a tener hijos, si vivo replegado sobre mí mismo y tengo miedo del futuro.

Y aquí está la gran tarea de la Iglesia, porque sólo el anuncio de Cristo puede volver a despertar a la vida a una sociedad que se desliza inexorablemente hacia la muerte. El discurso del Papa suena, por lo tanto, como una dura llamada también a aquellos sectores de la Iglesia que, cuando afrontan la cuestión demográfica, subrayan casi exclusivamente las opciones políticas que deben tomar los gobiernos.

El Estado tiene por supuesto el deber de quitar los obstáculos –económicos y sociales– a mi libertad de decidir cuántos hijos tener, pero no puede darme también los motivos profundos para tenerlos. El amor y la esperanza están antes que el Estado.

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ZENIT Staff

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