CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 4 junio 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario al Salmo 112 que expuso el profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, en las Vísperas que se celebraron este sábado durante el encuentro de Benedicto XVI con los nuevos movimientos y comunidades, en la plaza de San Pedro .
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Santo Padre,
Padres y amigos todos,
rezar con los Salmos en la Vigilia de Pentecostés junto a la tumba del apóstol Pedro es una ocasión espiritual por la que Le estamos muy agradecidos, Santo Padre. Para nosotros que no sabemos rezar, los Salmos son algo precioso: el don de un alfabeto con el que dirigirse al Señor. Él, con su Palabra, nos enseña a rezar: “¡Alabad, siervos de Yahvé, alabad el nombre de Yahvé!”. Laudate pueri: quien reza, a cualquier edad, encuentra el corazón del niño. Grita el nombre del Señor, como un niño que en la oscuridad busca a su madre. En esto hay una enseñanza para nosotros, nuevas Comunidades y Movimientos: “si no cambiáis y os hacéis como los niños…” (Mt 18,3). Un carisma fructifica con la oración y con el corazón de niños. ¡Porque es don!
“De la salida del sol hasta su ocaso”. El apóstol exhorta: “Orad constantemente” (1 Tes 5, 17). Sin descanso: ¿cómo es posible? Somos laicos, inmersos en las cosas del mundo: atraídos y distraídos por ellas. Pero la oración no sólo es posible, sino que es necesaria. Dice Jesús: “separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Es verdad. Vuelvo a ver muchos momentos: las tempestades, las fragilidades, la desesperación, la necia banalidad del pecado, el mal o las miserias demasiado grandes. Sin la oración nos habríamos resignado. Puedo decirlo al menos por mí, por mis amigos de Sant Egidio.
Cuanto más pasa el tiempo, más sentimos que debemos rezar. La vida comunitaria es escuela de oración para todos, jóvenes y ancianos: “¡Bendito el nombre de Yahvé, desde ahora y por siempre!”. La oración es el tejido donde el carisma no se apaga ni se vacía en el orgullo, sino que fructifica. Porque el carisma es un don, no una utopía, ni una ideología, ni un proyecto de poder.
A lo largo de los años hemos visto cómo se encendían y se apagaban las estrellas de las utopías que prometían un mundo nuevo; por otra parte, hemos visto crecer la resignación, indiferente al dolor ajeno, complaciente con un mundo viejo. Pero la Palabra de Dios, la liturgia y la oración nos han formado con otro sentir: un amor tenaz y paciente. Es el amor de Jesús, don de Pentecostés, fondo de todo carisma, que se comunica a nuestros corazones gracias al Espíritu.
El Salmo canta a Dios, “Excelso sobre los pueblos”. Los devotos judíos lo imaginaban más allá de los cielos: “más alta que los cielos su gloria”. Lejano de las miserias de la tierra. En nuestro mundo crecen las distancias (entre grandes y pequeños, entre pueblos y civilizaciones): las grandes distancias preparan los conflictos en el desprecio. Sin embargo, Aquel que está verdaderamente alejado de nuestro mundo mezquino es el más cercano: “¿Quién como Yahvé, nuestro Dios, con su trono arriba, en las alturas, que se abaja para ver el cielo y la tierra?”. El Excelso se inclina. Está escrito en muchas páginas de la Escritura: “En lo excelso y sagrado yo moro, -dice Isaías (57, 15)- y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados”.
Las vidas humanas no discurren en el olvido, sólo bajo las miradas indiferentes de la gente. Dice el salmo 11: “sus pupilas examinan a los hombres” (4). Dios no está distraído ni indiferente. Sus ojos desgarran la indiferencia. Muchas veces Jesús mira a los hombres en su dolor, incluso a Pedro después de que le negase. El Excelso se inclina y mira. Esto no deja igual la vida de los hombres y de las mujeres. El Salmo lo canta en dos pequeñas pero eficaces imágenes: el pobre y la estéril.
El pobre. Quien conoce las periferias del mundo ha visto con frecuencia montañas de basura sobre las que a veces juegan los niños. Ha caminado por caminos polvorientos. Pienso en África. Pero tengo en mente también a los pobres cuya casa es un basurero; a los ancianos abandonados; a los que viven en las cárceles. Así es una buena parte del mundo. Pero los hombres no ven ni se inclinan. Dios, en cambio, no es indiferente: “Levanta del polvo al desvalido, alza al pobre del estiércol, para sentarlo en medio de los nobles, en medio de los nobles de su pueblo”. El pobre, levantado, se sienta con dignidad entre los nobles. Éstos, si no tienen en cuenta al pobre, pueden convertirse en una asamblea de malvados. Es un mundo al que el amor le ha dado la vuelta. Sucede: lo hemos visto. No es una utopía. Nace del amor paciente y tenaz que Dios derrama en los corazones. Dios escucha el lamento de los pobres: “fuiste fortaleza para el débil, fortaleza para el pobre en su aprieto, parapeto contra el temporal, sombra contra el calor…” (Is 25, 4).
La estéril. No estamos condenados a la esterilidad de vivir para nosotros mismos. La estéril del Salmo recuerda las vidas estériles: mujeres de la Biblia, pero también hombres de hoy, ricos de recursos, pero incapaces de dar vida. Hay un mundo de gente rica y estéril. También sobre ellos se inclina el Señor: “Se asoma Yahvé desde los cielos hacia los hijos de Adán” (Sal 14, 2). El Señor se inclina sobre nosotros. Se ve en Jesús: “No fue un mensajero ni un ángel: él mismo en persona los liberó. Por su amor y su compasión él los rescató” (Is 63, 9). Es la Pascua que hemos celebrado.
Hoy cantamos la fecundidad de la vida en el Espíritu: “Asienta a la estéril en su casa, como madre feliz con hijos”. Esto es válido para mucha gente rica y estéril. Es ahora la alegría de esta tarde, de nosotros ricos y estériles, convertidos en humildes y fecundos, padres de hijos en esta bella casa sin muros, y al mismo tiempo tan extrañamente fraternal e íntima.
Nosotros, Comunidades y Movimientos, somos gente estéril que, gracias al amor de Dios que se inclina, hemos recibido un carisma fecundo. Ahora habitamos gozosos como hijos en la Iglesia. Hoy con Usted, Santo Padre, con los Obispos, con todos vosotros. Además de los presentes, esta tarde hay otros en esta plaza: un gran “pueblo humilde y pobre” -dice Sofonías (3, 12). Hay muchos pobres levantados por el amor de estos humildes que somos nosotros.
Es la original alianza de los pobres y de los humildes que vive en la Iglesia, fruto del Espíritu. Se celebra lo que Usted, Santo Padre, ha escrito en su encíclica: “Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí”.
Juan Crisóstomo, obispo en tiempos difíciles, decía: este salmo invita al acuerdo de la oración. En efecto, exige caridad y estima entre nosotros. Somos diferentes, pero no distantes: llamados por Usted, Santo Padre, a comunicar con más amor y fuerza este Evangelio. Por esto damos gracias al Señor con el Aleluya que abre y cierra el Salmo. En nuestra debilidad, somos revestidos por una fuerza que viene de lo alto. Por esto decimos: “¿Quién como Yahvé, nuestro Dios?”.
[Traducción del Consejo Pontificio para los Laicos]