Discurso de Benedicto XVI en el encuentro ecuménico de Varsovia

Jueves 25 de mayo de 2006

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VARSOVIA, lunes, 5 junio 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI en iglesia luterana de la Santísima Trinidad de Varsovia en el encuentro ecuménico con los representantes de siete iglesias reunidas en el Consejo Ecuménico Polaco, el jueves 25 de mayo de 2006.

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Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

«Gracia y paz a vosotros de parte de Aquel que es, que era y que va a venir, de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1, 4-5). Con estas palabras del libro del Apocalipsis, con las que san Juan saluda a las siete Iglesias de Asia, quiero dirigir mi afectuoso saludo a todos los que están aquí presentes, ante todo a los representantes de las Iglesias y las comunidades eclesiales reunidas en el Consejo ecuménico polaco. Agradezco al arzobispo Jeremías, de la Iglesia ortodoxa autocéfala y presidente de este Consejo, el saludo y las palabras de unión espiritual que acaba de dirigirme. Saludo al arzobispo Alfons Nossol, presidente del Consejo ecuménico de la Conferencia episcopal polaca.

Nos une hoy aquí el deseo de encontrarnos para dar gloria y honrar, con la oración común, a nuestro Señor Jesucristo: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 5-6). Damos gracias a nuestro Señor, porque nos reúne, nos concede su Espíritu y nos permite invocar, por encima de lo que aún nos separa, «Abbá, Padre». Estamos convencidos de que él mismo intercede sin cesar en nuestro favor, pidiendo para nosotros: «Que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 23).

Juntamente con vosotros doy gracias por el don de este encuentro de oración común. Veo en él una de las etapas para realizar el firme propósito que hice al inicio de mi pontificado: considerar una prioridad de mi ministerio el restablecimiento de la unidad plena y visible entre los cristianos. Mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, cuando visitó esta iglesia de la Santísima Trinidad, en el año 1991, subrayó: «Por mucho que nos esforcemos en lograr la unidad, ella es siempre un don del Espíritu Santo. Sólo estaremos dispuestos a recibir este don si hemos abierto nuestra mente y nuestro corazón a él a través de la vida cristiana y especialmente a través de la oración» (Encuentro ecuménico de oración, 9 de junio de 1991, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 8). En efecto, no podemos «lograr» la unidad sólo con nuestras fuerzas. Como recordé durante el encuentro ecuménico del año pasado en Colonia: «Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo» (Discurso a los representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales, 19 de agosto de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 9).

Por eso, nuestras aspiraciones ecuménicas deben estar impregnadas por la oración, el perdón recíproco y la santidad de vida de cada uno de nosotros. Me complace que aquí, en Polonia, el Consejo ecuménico polaco y la Iglesia católica romana emprendan numerosas iniciativas en este ámbito.

«Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo lo verá, hasta los que le traspasaron» (Ap 1, 7). Estas palabras del Apocalipsis nos recuerdan que todos estamos en camino hacia el encuentro definitivo con Cristo, cuando él desvelará ante nosotros el sentido de la historia humana, cuyo centro es la cruz de su sacrificio salvífico. Como comunidad de discípulos, nos encaminamos a ese encuentro, con la esperanza y la confianza de que será para nosotros el día de la salvación, el día que se hará realidad todo lo que anhelamos, gracias a nuestra disponibilidad a dejarnos guiar por la caridad recíproca, que su Espíritu suscita en nosotros. No edificamos esta confianza sobre nuestros méritos, sino sobre la oración en la que Cristo revela el sentido de su venida a la tierra y de su muerte redentora: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17, 24).

En camino hacia el encuentro con Cristo que «viene acompañado de nubes», con nuestra vida anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida. En efecto, experimentamos el peso de la responsabilidad que implica todo esto, pues el mensaje de Cristo debe llegar a todos los hombres de la tierra, gracias al compromiso de quienes creen en él y están llamados a testimoniar que él fue enviado verdaderamente por el Padre (cf. Jn 17, 23). Por tanto, es necesario que, al anunciar el Evangelio, nos impulse el anhelo de cultivar relaciones recíprocas de caridad sincera, de modo que, a la luz de ellas, todos conozcan que el Padre mandó a su Hijo y ama a la Iglesia y a cada uno de nosotros como lo ama a él (cf. Jn 17, 23). Así pues, los discípulos de Cristo, cada uno de nosotros, debemos tender a esa unidad, a fin de que nos convirtamos, como cristianos, en signo visible de su mensaje salvífico, destinado a todo ser humano.

Permitidme que haga referencia una vez más al encuentro ecuménico que tuvo lugar en esta iglesia con la participación de vuestro gran compatriota Juan Pablo II y a su intervención, en la que delineó del siguiente modo la visión de los esfuerzos tendentes a la unidad plena de los cristianos: «El reto que se nos lanza es el de superar gradualmente los obstáculos (…) y crecer juntos en esa unidad de Cristo, que es única, unidad con la que la dotó desde el comienzo; la seriedad de este cometido impide obrar precipitada o impacientemente, pero el deber de responder a la voluntad de Cristo exige que permanezcamos firmes en el camino hacia la paz y la unidad entre todos los cristianos. Sabemos bien que no somos nosotros los que vamos a cicatrizar las heridas de la división y a restablecer la unidad; somos simples instrumentos que Dios puede utilizar; la unidad entre los cristianos será don de Dios, en su tiempo de gracia. Tendamos humildemente hacia ese día, creciendo en el amor, el perdón y la confianza recíprocos» (Encuentro ecuménico de oración, 9 de junio de 1991, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 8).

Desde aquel encuentro, han cambiado muchas cosas. Dios nos ha concedido dar muchos pasos hacia la comprensión recíproca y el acercamiento. Permitidme atraer vuestra atención hacia algunos acontecimientos ecuménicos que tuvieron lugar en ese tiempo en el mundo: la publicación de la encíclica Ut unum sint; las concordancias cristológicas con las Iglesias precalcedonias; la firma en Augsburgo de la «Declaración común sobre la doctrina de la justificación»; el encuentro con ocasión del gran jubileo del año 2000 y la memoria ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX; la reanudación del diálogo católico-ortodoxo a nivel mundial; el funeral de Juan Pablo II, con la participación de casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales.

Sé que también aquí, en Polonia, este anhelo fraterno de unidad ha logrado éxitos concretos. Quisiera mencionar en este momento: la firma de la declaración de reconocimiento mutuo de la validez del bautismo, realizada en el año 2000, también en este templo, por la Iglesia católica romana y las Iglesias reunidas en el Consejo ecuménico polaco; la creación de la Comisión para las relaciones entre la Conferencia episcopal polaca y el Consejo ecuménico polaco, a la que pertenecen los obispos católicos y los jefes de otras Iglesias; la creación de las comisiones bilaterales para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos, luteranos, miembros de la Iglesia nacional polaca, mariav
itas y adventistas; la publicación de la traducción ecuménica del Nuevo Testamento y del libro de los Salmos; la iniciativa llamada «Obra navideña de ayuda a los niños», en la que colaboran las organizaciones caritativas de las Iglesias católica, ortodoxa y evangélica.

Constatamos muchos progresos en el campo del ecumenismo y, sin embargo, esperamos siempre algo más. Permitidme señalar hoy, un poco más detalladamente, dos cuestiones. La primera se refiere al servicio caritativo de las Iglesias. Son numerosos los hermanos que esperan de nosotros el don del amor, de la confianza, del testimonio, de una ayuda espiritual y material concreta. A este problema me referí en mi primera encíclica, Deus caritas est. Afirmé en ella: «El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor» (n. 20).

No podemos olvidar la idea esencial que desde el inicio constituyó el fundamento muy fuerte de la unidad de los discípulos: «En la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida digna» (ib.). Esta idea es siempre actual, aunque a lo largo de los siglos hayan cambiado las formas de la ayuda fraterna; aceptar los desafíos caritativos contemporáneos depende en gran medida de nuestra colaboración recíproca.
Me alegra que este problema tenga mucho eco en el mundo en forma de numerosas iniciativas ecuménicas. Noto, complacido, que en la comunidad de la Iglesia católica y en las demás Iglesias y comunidades eclesiales se han difundido diversas formas nuevas de actividad caritativa, y han reaparecido con renovado impulso algunas antiguas. Son formas que a menudo unen la evangelización y las obras de caridad (cf. ib., 30 b).

Parece que, a pesar de todas las diferencias que hay que superar en el ámbito del diálogo interconfesional, es legítimo atribuir el compromiso caritativo a la comunidad ecuménica de los discípulos de Cristo en la búsqueda de una unidad plena. Todos podemos insertarnos en la colaboración en favor de los necesitados, aprovechando esta red de relaciones recíprocas, fruto del diálogo entre nosotros y de la acción común. Con el espíritu del mandamiento evangélico, debemos tener esta amorosa solicitud en favor de los hermanos necesitados, sean quienes sean.
A este propósito, en mi encíclica escribí que «para un mejor desarrollo del mundo es necesaria la voz común de los cristianos, su compromiso «para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos»» (ib.). Ojalá que la práctica de la caritas fraterna nos acerque cada vez más a todos los que participamos en este encuentro y haga más creíble nuestro testimonio de Cristo ante el mundo.

La segunda cuestión a la que quiero referirme atañe a la vida matrimonial y familiar. Sabemos que entre las comunidades cristianas, llamadas a testimoniar el amor, la familia ocupa un lugar particular. En el mundo de hoy, en el que se están multiplicando las relaciones internacionales e interculturales, jóvenes provenientes de diversas tradiciones, de distintas religiones, de diferentes confesiones cristianas cada vez más a menudo se deciden a fundar una familia.

Muchas veces, para los jóvenes mismos y para sus seres queridos es una decisión difícil, que implica varios peligros relativos tanto a la perseverancia en la fe como a la construcción futura del orden familiar, al igual que la creación de un clima de unidad de la familia y de condiciones oportunas para el crecimiento espiritual de los hijos. Sin embargo, precisamente gracias a la difusión a gran escala del diálogo ecuménico, la decisión puede dar origen a la formación de un laboratorio práctico de unidad. Por eso son necesarias la benevolencia recíproca, la comprensión y la madurez en la fe de ambas partes, así como de las comunidades de las que provienen.

Quiero expresar mi aprecio a la Comisión bilateral del Consejo para las cuestiones del ecumenismo de la Conferencia episcopal polaca y del Consejo ecuménico polaco, que han emprendido la elaboración de un documento en el que se presenta la doctrina cristiana común sobre el matrimonio y la familia, y se establecen principios, aceptables por todos, para contraer matrimonios interconfesionales, indicando un programa común de solicitud pastoral para dichos matrimonios.
Deseo a todos que en esta delicada cuestión se acreciente la confianza recíproca entre las Iglesias y una colaboración que respete plenamente los derechos y la responsabilidad de los cónyuges por la formación en la fe de la propia familia y por la educación de los hijos.

«Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Hermanos y hermanas, poniendo toda nuestra confianza en Cristo, que nos da a conocer su nombre, caminemos cada día hacia la plenitud de la reconciliación fraterna. Que su oración haga que la comunidad de sus discípulos en la tierra, en su misterio y en su unidad visible, se transforme cada vez más en una comunidad de amor en la que se refleje la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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