CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 6 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la segunda parte de la intervención del cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, al presentar en la tarde de este martes el libro del periodista italiano Andrea Tornielli «Pío XII, Eugenio Pacelli – Un hombre en el trono de Pedro» («Pio XII, Eugenio Pacelli. Un uomo sul trono di Pietro»). La primera parte fue publicada en el servicio de Zenit del 5 de junio de 2007.

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4. Una fecha histórica muy precisa

Me parece útil subrayar cómo el libro de Tornielli vuelve a sacar a la luz volúmenes ya conocidos por los historiadores serios. Es uno de los méritos que considero fundamentales de la obra de la que hoy estamos hablando, teniendo en cuenta los tristísimos tiempos en los que vivió el Papa Pacelli, cuya voz en el torbellino del segundo conflicto mundial y de la sucesiva contraposición de bloques no gozaba de favor entre los poderes constituidos o entre los poderes «de facto».

Cuántas veces «faltaba electricidad» a «Radio Vaticano» para que hiciera escuchar la palabra del pontífice; cuántas veces «faltaba papel» para reproducir sus pensamientos y enseñanzas incómodos; cuántas veces algún accidente provocaba la «pérdida» de los ejemplares de «L’Osservatore Romano» que referían intervenciones, aclaraciones, actualizaciones, notas políticas… Hoy, sin embargo, gracias a los modernos medios, esas fuentes son ampliamente reproducidas y disponibles.

Tornielli las ha buscado y las ha encontrado y lo testimonia el gran aparato de notas que acompaña la publicación. Quisiera, en este sentido, llamar la atención sobre una fecha importante. La figura y la obra de Pío XII, alabada y reconocida antes, durante e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, comienza a ser analizada desde otro punto de vista en un período histórico muy preciso, que va de agosto de 1946 a octubre de 1948.

Era comprensible el deseo del martirizado pueblo de Israel de tener una tierra propia, un propio refugio seguro, después de «las persecuciones de un antisemitismo fanático, desencadenadas contra el pueblo judío» (alocución del 3 de agosto de 1946), pero eran también comprensibles los derechos de quienes ya vivían en Palestina y que a su vez merecían respeto, atención, justicia y protección. Los periódicos de la época refieren ampliamente el nivel de tensión que en esa región se estaba manifestando pero, dado que no quisieron valorar los razonamientos y propuestas de Pío XII, comenzaron a tomar posición, unos de una parte y otros de otra, ideologizando así una reflexión que se desarrollaba de manera articulada y que prestaba atención a los criterios de justicia, equidad, respeto y legalidad.

Pío XII no fue sólo el Papa de la segunda guerra mundial, sino un pastor que, del 2 de marzo de 1939 al 9 de octubre de 1958, tuvo que afrontar un mundo de pasiones violentas e irracionales. Desde entonces, comenzó a tomar cuerpo una incomprensible acusación contra el Papa por no haber intervenido como debía a favor de los judíos perseguidos.

En este sentido, me parece importante reconocer que de todos modos quien no tiene fines ideológicos y ama la verdad está bien dispuesto a comprender más a fondo, con plena sinceridad, un papado largo, fecundo, y desde mi punto de vista heroico. Es un ejemplo el reciente cambio de actitud, en el gran santuario de la memoria, el Yad Vashem en Jerusalén, para reconsiderar la figura y la obra del Papa Pacelli no desde un punto de vista polémico, sino desde una perspectiva objetivamente histórica. Es de desear profundamente que esta buena voluntad manifestada públicamente pueda tener un seguimiento adecuado.


5. El deber de la caridad hacia todos
El 2 de junio de 1943, con motivo de la fiesta de san Eugenio, Pío XII expone públicamente las razones de su actitud. Ante todo, el Papa Pacelli habla nuevamente de los judíos: «No olviden los que rigen los pueblos que quien “lleva la espada” --usando el lenguaje de la Sagrada Escritura--no puede disponer de la vida y de la muerte de los hombres de los que, según la ley de Dios, procede toda potestad».

«Ni esperéis», sigue diciendo Pío XII, «que expongamos aquí todo lo que hemos tratado de hacer para mitigar sus sufrimientos, mejorar sus condiciones morales y jurídicas, tutelar sus imprescriptibles derechos religiosos, aliviar sus tristezas y necesidades. Toda palabra que hemos dirigido con este objetivo a las autoridades competentes y toda mención pública debían ser ponderadas y medidas por el interés de los mismos que sufrían, para no hacer, sin quererlo, más grave e insoportable su situación. Por desgracia, las mejorías visiblemente alcanzadas no corresponden a la solicitud materna de la Iglesia a favor de estos grupos particulares, sometidos a las más acerbas desventuras… y el Vicario, a pesar de pedir sólo compasión y respetar las más elementales normas del derecho y de la humanidad, se ha encontrado, en ocasiones, ante puertas que ninguna llave era capaz de abrir».

Encontramos aquí expuesta, ya a mediados del año 1943, la razón de la prudencia con la que Pacelli se mueve en el ámbito de las denuncias públicas: «Por el interés de los mismos que sufren, para no hacer más grave su situación». Palabras cuyo eco me parece escuchar en el breve discurso pronunciado por Pablo VI el 12 de septiembre de 1964, en las Catacumbas de Santa Domitila. En esa ocasión, el Papa Montini dijo: «La Santa Sede se abstiene de levantar con más frecuencia y vehemencia la voz legítima de la protesta y de la condena, no porque ignore o descuide la realidad, sino por un pensamiento reflejo de cristiana paciencia y para no provocar males peores».

Pablo VI, a mediados de los años sesenta, se refería a los países que estaban del otro lado del telón de acero, gobernados por el comunismo totalitario. Él, que había sido un cercano colaborador del cardenal Pacelli y después del Papa Pío XII aduce, por tanto, los mismos motivos.

Los Papas no hablan pensando en preconfeccionarse una imagen favorable para la posteridad, saben que de cada una de sus palabras puede depender la suerte de millones de cristianos, llevan en el corazón la suerte de los hombres y mujeres de carne y hueso, y no el aplauso de los historiadores.

De hecho, Robert Kempner, magistrado judío y fiscal en el proceso de Nuremberg, escribió en enero de 1964, después de la presentación de «El Vicario» de Hocchuth: «Cualquier toma de posición propagandista de la Iglesia contra el gobierno de Hitler no sólo hubiera sido un suicidio premeditado… sino que además habría acelerado el asesinato de un número mucho más grande de judíos y sacerdotes».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. La tercera y última parte se publicará en el servicio de este jueves].