El derecho a afrontar la muerte con dignidad

Por la Dra. María Dolores Vila-Coro

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MADRID, sábado, 6 octubre 2007 (ZENIT.org).- Para la directora de la Cátedra de Bioética y Biojurídica de la Unesco ( www.catedrabioetica.com) y miembro de la Academia Pontificia para la Vida, la doctora María Dolores Vila-Coro, no hay que hablar del derecho a una muerte digna, sino del derecho a afrontar la muerte con dignidad. Así lo sostiene en el artículo que firmó el pasado 18 de septiembre en «Diario Médico». Por cortesía de la autora, lo publicamos a continuación.

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«Yo aprendí la dignidad»

Hace un par de años, en México, una de las Universidades más prestigiosas del país, me invitó a pronunciar una conferencia sobre la conveniencia o no de despenalizar la eutanasia. Señalé que no hay un derecho a morir ya que implicaría una contradicción «in terminis» porque sería la muerte del propio derecho y de todos los derechos posibles. Pero, continué, aunque fuera posible, el derecho a la vida es irrenunciable, como lo es el derecho a la educación, a las medidas de seguridad en el trabajo… e incluso el derecho a la dignidad que como persona le es propio al hombre. Recordemos el juego del «lanzamiento de enanos», atracción que se prohibió en Francia porque, aunque fuera el único medio de vida de los susodichos enanos, a juicio del Consejo de Estado francés, representa un atentado contra la dignidad de la persona humana, cuyo respeto es uno de los elementos del orden público. En el mismo sentido se ha expresado también el Comité de Derechos Humanos. Nadie puede renunciar al derecho a la vida, ni a su dignidad como persona. Tampoco puede renunciar a su libertad porque su ejercicio no es ilimitado, debe ejercerse siempre que ésta se mantenga: se perdería la libertad si uno se vendiera como esclavo.

El sentir de los profesionales de la medicina va en contra de la eutanasia. La Declaración de la Asociación Médica Mundial afirma: «La Eutanasia, es decir, el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente aunque sea por su propio requerimiento o a petición de sus familiares, es contrario a la ética. Ello no impide al médico respetar el deseo del paciente de dejar que el proceso natural de la muerte siga su curso en la fase terminal de su enfermedad».

Cuando hube terminado se suscitó un debate a propósito de si había o no derecho a una muerte digna.

Una persona del público sacó a relucir el deterioro de las personas que estaban próximas a la muerte, la degradación que sufrían sus cuerpos con un aspecto ingrato, que envilece y deshonra la imagen de la persona, deteriorada por el sufrimiento. «Se pierde la dignidad», comentó.

Señalé que la dignidad es algo intrínseco del hombre, pertenece al ser y no se pierde porque es inherente a su propia naturaleza; es la llamada dignidad ontológica. Hay otro aspecto que es la dignidad moral que depende del sujeto; éste la puede perder por la conducta inadecuada a su condición de persona. Nadie nos la puede arrebatar pero podemos degradarla si actuamos innoble y mezquinamente.

Un joven de unos 30 años que tomó la palabra, exclamó sin el menor reparo: «Yo aprendí la dignidad. Cuando mi hermana y yo teníamos 14 y 16 años, mi abuela se puso muy enferma. Falleció después de un proceso de deterioro que duró unos dos años. Mis padres trabajaban y comían a mediodía fuera de casa. Mi hermana y yo nos encargábamos de lavarla, curarla y atenderla desde que volvíamos del colegio hasta entrada la noche en que regresaban mis padres. Nunca olvidaré su enfermedad y, su recuerdo de mujer valerosa me acompañará toda mi vida. Algunas veces teníamos que ponerle calmantes porque tenía unos dolores terribles. Había que bañarla, vestirla, hacerle la cama y como no controlaba sus esfínteres había que volverla a lavar. Teníamos que cambiarla a menudo de posición porque se llagaba y, a pesar de nuestro gran cuidado, le salieron algunas llagas que se cubrieron de pústulas malolientes. No insisto en los detalles pero basta decir que en cuanto al deterioro físico se refiere, el de mi abuela era de consideración. Nunca, ni un momento, perdió el ánimo, la sonrisa, las palabras de afecto y de gratitud para mi hermana y para mí. Rezaba una breve oración en voz muy baja por si queríamos acompañarla y terminaba diciendo: «Que el Señor os bendiga por lo que hacéis por mi». Cuando su salud fue empeorando apenas hablaba, pero nos envolvía con una noble y generosa mirada llena de cariño y de infinita ternura… Emanaba dignidad, una dignidad que superaba, trascendía su cuerpo maltrecho».

Yo escuché el relato conmovida por la lealtad de los nietos y la sencillez y el respeto con que el muchacho hablaba de su abuela. Recordé las palabras de Gabriel Marcel en su estudio sobre «La dignitè humaine»: «La calidad sagrada del ser humano aparecerá con más claridad cuando nos acerquemos al ser humano en su desnudez y en su debilidad, al ser humano desarmado tal como lo encontramos en el niño, el anciano, el pobre». [1]

Comprendí que no hay que hablar del derecho a una muerte digna, pero sí del derecho a afrontar la muerte con dignidad.

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MARCEL, G., «La dignitè humaine», Auber, Paris, 11961, p.168

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ZENIT Staff

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