Publicamos la homilía que pronunció el Papa.
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¡Señores Cardenales,
venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas!
El pasaje del libro del Eclesiástico y el prólogo de la Primera Carta de San Pedro, proclamados como primera y segunda lecturas, nos ofrecen significativos elementos de reflexión en esta celebración eucarística, durante la cual recordamos a mi venerado predecesor, el Siervo de Dios Pío XII. Han trascurrido exactamente cincuenta años desde su muerte, que tuvo lugar en las primeras horas del 9 de octubre de 1958. El Eclesiástico, como hemos escuchado, ha recordado a todos los que se proponen seguir al Señor que tienen que prepararse a afrontar pruebas, dificultades y sufrimientos. Para no sucumbir a ellos – advierte – se necesita un corazón recto y constante, se necesitan la fidelidad a Dios y la paciencia, unidas a una inflexible determinación por mantenerse en el camino del bien. El sufrimiento afina el corazón del discípulo del Señor, como se purifica el oro en el fuego. «Todo lo que te sobrevenga, acéptalo – escribe el autor sagrado – y en las humillaciones, sé paciente, porque en el fuego se purifica el oro, y los que agradan a Dios, en el horno de la humillación» (2,4-5).
San Pedro, por su parte, en la perícope que hemos escuchado, dirigiéndose a los cristianos de las comunidades de Asia Menor que eran «afligidos con diversas pruebas», va incluso más allá: les pide que, a pesar de ello, «rebosen de alegría» (1 P 1,6). En efecto, la prueba es necesaria, observa, «a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo» (1 P 1,7). Y luego, por segunda vez, los exhorta a rebosar de alegría, incluso a exultar «de alegría inefable y gloriosa» (v. 8). La razón profunda de este gozo espiritual está en el amor a Jesús y en la certeza de su invisible presencia. Él hace que sean inquebrantables la fe y la esperanza de los creyentes, incluso en las fases más complicadas y duras de su existencia.
A la luz de estos textos bíblicos, podemos leer la vida terrena del Papa Pacelli y su largo servicio a la Iglesia, comenzado en 1901 durante el Pontificado de León XIII, y que continuó con san Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Estos textos bíblicos nos ayudan ante todo a comprender cuál fue la fuente de la que sacó valor y paciencia en su ministerio pontifical, desarrollado durante los atormentados años del segundo conflicto mundial y el periodo siguiente, no menos complejo, de la reconstrucción y de las difíciles relaciones internacionales pasadas a la historia con el significativo nombre de «guerra fría».
«Miserere mei Deus, secundum magnam misericordiam tuam»: con esta invocación del Salmo 50/51 Pío XII comenzaba su testamento. Y seguía: «Estas palabras, que, consciente de no ser digno y de no estar a la altura, pronuncié en el momento en el que acepté, temblando, mi elección a Sumo Pontífice, con mayor fundamento las repito ahora». En ese momento faltaban dos años para su muerte. Abandonarse en las manos misericordiosas de Dios: ésta fue la actitud que cultivó constantemente este venerado Predecesor mío, último de los Papas nacidos en Roma y perteneciente a una familia ligada desde hacía muchos años a la Santa Sede. En Alemania, donde llevó a cabo su tarea de Nuncio Apostólico, primero en Munich y luego en Berlín hasta 1929, dejó tras de sí una grata memoria, sobre todo por haber colaborado con Benedicto XV en el intento de detener «la inútil masacre» de la Gran Guerra, y por haber advertido desde el principio el peligro que constituía la monstruosa ideología nacionalsocialista con su perniciosa raíz antisemita y anticatólica. Creado Cardenal en diciembre de 1929, y nombrado Secretario de Estado poco después, durante nueve años fue fiel colaborador de Pío XI, en una época marcada por los totalitarismos: el fascista, el nazi y el comunista soviético, condenados respectivamente en las Encíclicas Non abbiamo bisogno, Mit Brennender Sorge y Divini Redemptoris.
«El que escucha mi palabra y cree… tiene vida eterna» (Jn 5,24). Esta afirmación de Jesús, que hemos escuchado en el Evangelio, nos hace pensar en los momentos más duros del pontificado de Pío XII cuando, al darse cuenta del menoscabo de toda certeza humana, sentía una gran necesidad, también mediante un constante esfuerzo ascético, de adherirse a Cristo, única certeza que no decae. La Palabra de Dios se convertía así en luz de su camino, un camino en el que el Papa Pacelli ofreció su consuelo a evacuados y perseguidos, tuvo que secar lágrimas de dolor y llorar las innumerables víctimas de la guerra. Sólo Cristo es verdadera esperanza del hombre; sólo confiando en él el corazón humano puede abrirse al amor que vence el odio. Esta conciencia acompañó a Pío XII en su ministerio de Sucesor de Pedro, ministerio que comenzó precisamente cuando se adensaban sobre Europa y el resto del mundo las nubes amenazadoras de un nuevo conflicto mundial, que intentó evitar por todos los medios: «El peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Con la paz, nada está perdido. Todo puede perderse con la guerra», gritó en su mensaje por radio del 24 de agosto de 1939 (AAS, XXXI, 1939, p. 334).
La guerra puso en evidencia el amor que nutría por su «Roma dilecta», amor testimoniado por la intensa obra de caridad que promovió en defensa de los perseguidos, sin distinción alguna de religión, etnia, nacionalidad, ideología política.
Cuando, con la ciudad ocupada, le aconsejaron repetidas veces que dejara el Vaticano para ponerse a salvo, su respuesta fue siempre idéntica y decidida: «No dejaré Roma y mi puesto, aunque tuviese que morir»(cfr Summarium, p. 186). Los familiares y otros testigos hablaron también de la falta de alimentos, calefacción, ropa y comodidades, privaciones a las que se sometió voluntariamente para compartir las condiciones de la gente duramente debilitada por los bombardeos y las consecuencias de la guerra (cfr A. Tornielli, Pio XII, Un uomo sul trono di Pietro). Y ¿cómo olvidar el mensaje navideño enviado por la radio en diciembre de 1942? Con la voz quebrada por la emoción deploró la situación de los «centenares de miles de personas, las cuales, sin culpa alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o raza, están destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro» (AAS, XXXV, 1943, p 23), con una clara referencia a la deportación y al extermino perpetrado con los judíos. A menudo actuó de manera secreta y silenciosa, precisamente porque, consciente de las situaciones concretas de ese complejo momento histórico, él intuía que sólo de ese modo se podía evitar lo peor y salvar el mayor número posible de judíos. Debido a estas intervenciones, recibió numerosas y unánimes pruebas de gratitud al final de la guerra, así como en el momento de su muerte, de las autoridades más relevantes del mundo judío, como, por ejemplo, el Ministro de Asuntos Exteriores de Israel Golda Meir, que así escribió: «Cuando el martirio más espantoso ha golpeado a nuestro pueblo, durante los diez años de terror nazi, la voz del Pontífice se alzó en favor de las víctimas», concluyendo con emoción: «Nosotros lloramos la pérdida de un gran servidor de la paz».
Lamentablemente, el debate histórico, no siempre sereno, sobre la figura del Siervo de Dios Pío XII, ha descuidado algunos aspectos de su poliédrico pontificado. Muchísimos fueron los discursos, las alocuciones y los mensajes que sostuvo con científicos, médicos y exponentes de los más variados grupos profesionales, algunos de los cuales siguen siendo todavía hoy de una extraordinaria actualidad y un punto seguro de referencia. Pablo VI, que fue su fiel colaborador durante muchos años, lo describió como un erudito, un estudioso atento, abierto a los modernos caminos de la invest
igación y de la cultura, con una fidelidad siempre firme y coherente tanto con los principios de la racionalidad humana como con el intangible depósito de las verdades de la fe. Lo consideraba como un precursor del Concilio Vaticano II (cfr Angelus del 10 de marzo de 1974). En esta perspectiva, muchos documentos suyos merecerían ser recordados, pero me limito a citar sólo algunos. Con la Encíclica Mystici Corporis, publicada el 29 de junio de 1943 mientras la guerra aún arreciaba, él describía las relaciones espirituales y visibles que unen a los hombres con el Verbo encarnado y proponía incluir en esa perspectiva todos los principales temas de la eclesiología, ofreciendo por primera vez una síntesis dogmática y teológica que fue luego la base de la Constitución dogmática conciliar Lumen gentium.
Pocos meses después, el 20 de septiembre de 1943, con la Encíclica Divino afflante Spiritu establecía las normas doctrinales para el estudio de la Sagrada Escritura, poniendo de relieve la importancia y el papel de la vida cristiana. Se trata de un documento que da testimonio de una gran apertura hacia la investigación científica de los textos bíblicos. ¿Cómo no recordar esta Encíclica mientras se están llevando a cabo los trabajos del Sínodo que tiene como tema precisamente «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia»? Se debe a la intuición profética de Pío XII la puesta en marcha de un serio estudio sobre las características de la historiografía antigua, para comprender mejor la naturaleza de los libros sagrados, sin debilitar ni negar el valor histórico. Un estudio más profundo de los «géneros literarios», cuya finalidad era comprender mejor lo que el autor sagrado había querido decir, hasta el año 1943 se miraba con una cierta sospecha, debido también a los abusos que se habían producido.
La Encíclica reconocía su justa aplicación , declarando legítimo para el estudio el uso, no sólo del Antiguo Testamento, sino también del Nuevo. » Hoy ,además, este arte – explicó el Papa – que suele llamarse crítica textual y en las ediciones de los autores profanos se emplea con gran exaltación e iguales resultados, se aplica con pleno derecho a los Sagrados Libros precisamente por la reverencia debida a la palabra de Dios». Y agrega: «El objetivo de aquel es, de hecho, devolver el texto sagrado, con la mayor precisión posible, a su primitivo contenido, purgándolo de las deformaciones introducidas por los errores de los copistas y liberándolo de las anotaciones y lagunas, de la transposición de palabras, de las repeticiones y de otros defectos de todo género que en los escritos transmitidos a mano durante muchos siglos suelen infiltrarse» (AAS, XXXV, 1943, p. 336).
La tercera Encíclica que quisiera mencionar es la Mediator Dei, dedicada a la liturgia, publicada el 20 de noviembre de 1947. Con este Documento el Siervo de Dios dio impulso al movimiento litúrgico, insistiendo en el «elemento esencial del culto», que «debe ser el interior: es necesario, de hecho -escribió -, vivir siempre en Cristo, dedicarse por completo a Él, para que en Él, con Él y por Él se dé gloria al Padre. La sagrada Liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos… De otra forma, la religión se convierte en un formalismo sin fundamento y sin contenido». No podemos , además, no hacer mención al impulso notable que este Pontífice imprimió a la actividad misionera de la iglesia con las Encíclicas Evangelii praecones (1951) y Fidei donum (1957), poniendo de relieve el deber de cada comunidad de anunciar el Evangelio a las gentes, como el Concilio Vaticano II hará con valiente vigor. Asimismo, el Papa Pacelli había demostrado su amor por las misiones desde el comienzo de su pontificado cuando, en octubre de 1939, había querido consagrar personalmente doce Obispos de países de misión, entre los cuales un indio, un chino, un japonés, el primer obispo africano y el primer obispo de Madagascar. Una de sus constantes preocupaciones pastorales fue, por último,la promoción del papel de los laicos, para que la comunidad eclesial pudiera aprovechar todos los recursos y energías disponibles. También por este motivo la Iglesia y el mundo le están agradecidos.
Queridos hermanos y hermanas, mientras rezamos para que continúe felizmente la causa de la beatificación del Siervo de Dios Pío XII, es bueno recordar que la santidad fue su ideal, ideal que propuso a todos. Por eso impulsó las causas de beatificación y de canonización de personas pertenecientes a pueblos diversos, representantes de todos los estados de vida, funciones y profesiones, reservando un gran espacio a las mujeres. Y precisamente fue a María, la Mujer de la Salvación, a quien indicó como signo de segura esperanza para la humanidad cuando proclamó el dogma de la Asunción durante el Año Santo de 1950. En este mundo nuestro, como también entonces, lleno de preocupaciones y angustias por su futuro; en este mundo, donde, tal vez más que entonces, el alejamiento de muchos de la verdad y de la virtud deja entrever unos escenarios privados de esperanza, Pío XII nos invita a dirigir nuestra mirada a María en su asunción a la gloria celeste. Nos invita a invocarla con confianza, para que nos haga apreciar cada vez más el valor de la vida en la tierra y nos ayude a dirigir la mirada hacia la meta verdadera a la cual todos estamos destinados: esa vida eterna que, como asegura Jesús, posee ya quien escucha y sigue su palabra. ¡Amen!
Traducción distribuida por la secretaría general del Sínodo de los Obispos