SAO PAULO, martes 23 de diciembre de 2008 (ZENIT.org). – Cuando se celebran los 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la mayor amenaza a este documento y a los principios allí proclamados viene de la propia entidad que dio vida al texto: la ONU.
En este aniversario de la Declaración de 1948, ZENIT entrevistó a monseñor Michel Schooyans, conocido especialista en filosofía política y demografía.
Monseñor Schooyans es miembro de la Academia Pontificia para la Vida, de la Academia Pontificia para las Ciencias Sociales, así como profesor emérito de la Universidad de Lovaina (Bélgica).
–Háblenos del surgimiento de la Declaración de 1948.
–Monseñor Michel Schooyans: La ONU se creó en 1945 con la Carta de San Francisco y, en cierta forma, se consolidó en 1948 con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se consolidó en base a una misión esencial, la promoción de los derechos de todo ser humano. Todo ser humano tiene derecho a la vida, afirma el artículo tercero de la Declaración. El texto invita a todos los hombres, países y gobernantes a reconocer la dignidad de cada ser humano, cualquiera que sea su fuerza, el color de su piel, su religión o edad. Todos merecemos reconocimiento por el simple hecho de ser hombres. Y sobre esa base, dice la Declaración, podremos construir nuevas relaciones internacionales, una sociedad de paz y fraternidad.
Si hubo una guerra mundial que terminó en 1945, es porque hubo un desconocimiento de la realidad de que todos los seres humanos tenemos derechos inalienables e imperecederos. La Declaración se sitúa en continuidad con todas las grandes declaraciones que han marcado la historia política y jurídica de las naciones occidentales. Por ejemplo, la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos (1776), la Constitución de los Estados Unidos (1787), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de Francia (1789), son las declaraciones clásicas. La Declaración de 1948 se sitúa en la tradición más fiel a aquellas Declaraciones que han demostrado su eficacia en el campo del reconocimiento y la promoción de los derechos humanos. Estos derechos se reconocen debido a una actitud moral y antropológica: yo reconozco la realidad de mi semejante y me inclino ante su presencia. Reconozco su dignidad: incluso si está enfermo, está al inicio o al final de su vida, tiene una dignidad igual a la mía.
–¿Qué tipo de documento es la Declaración de 1948?
–Monseñor Michel Schooyans: La Declaración no es un documento de Derecho en el sentido técnico de la palabra, sino que enuncia unos derechos básicos. Pero para que esos derechos básicos sean reconocidos en la práctica, necesitan ser traducidos en textos legales, necesitan ser codificados. Deben ser prolongados en instrumentos jurídicos apropiados, en lo que se llama Derecho positivo. Esto significa que los derechos proclamados en 1948 deben expresarse en leyes para ser aplicadas por los Gobiernos de los países, y controladas por el poder judicial. Son, por tanto,dos cosas: La primera, el reconocimiento de la realidad de que los seres humanos tienen la misma dignidad y los mismos derechos básicos, y por otro lado, instrumentos jurídicos que dan una forma concreta, exigible, a esos derechos reconocidos como fundamentales.
Cuando se trata de la Declaración de 1948,conviene tener presente que los mismos derechos fundamentales pueden dar lugar a codificaciones distintas de acuerdo con las diversas tradiciones jurídicas de los países. Las naciones pueden traducir de forma distinta el mismo respeto que éstas tienen a los derechos fundamentales de los hombres.
Lo que acabamos de evocar es lo que se llama la tradición realista. Esta tradición se inclina frente a la realidad de seres concretos: usted, yo y la universalidad de los seres humanos. Esta misma tradición sostiene todo el edificio de las naciones democráticas, no solo el edificio jurídico, sino también el edificio político, que también se basa en el reconocimiento de esa misma dignidad. Ahora, hoy en día, la Declaración de 1948, que se inspira nítida y explícitamente en la tradición realista, y que fue redactada con la colaboración de uno de los brasileños más ilustres de la historia, Alceu Amoroso de Lima, está siendo cuestionada.
–¿De qué tipo de cuestionamiento se trata?
–Monseñor Michel Schooyans: Es un cuestionamiento que procede de la influencia de la teoría positivista del Derecho, elaborada sobre todo por un autor llamado Hans Kelsen (1881-1973). Bajo la influencia de Kelsen, se extendió una nueva concepción del derecho, y por tanto, de los derechos humanos. Lo que antes se decía respecto de los derechos innatos del hombre que, por ser hombre, tiene naturalmente derechos, está cuestionado. Todo eso se niega, se coloca entre paréntesis, es despreciado y olvidado. Solo subsisten las normas jurídicas, sólo subsiste el derecho positivo, prohibiendo cualquier referencia a los derechos que los hombres tienen naturalmente. En este contexto, las determinaciones jurídicas son la única cosa que merece respeto y estudio. Ahora bien, estos ordenamiento jurídicos, estas disposiciones contenidas en los Códigos, pueden cambiar según el parecer de quienes tienen fuerza para definirlas. Son puro producto de la voluntad del que tiene poder, de quien consigue imponer su visión de lo que es o no derecho humano. De modo que, como es evidente, la visión puramente positivista de los derechos humanos, depende finalmente del arbitrio de quien tiene la posibilidad de imponer su propia concepción de los derechos humanos, ya que ya no queda ninguna referencia a la verdad, que tiene que ver con la realidad del hombre.
–¿Qué consecuencias tiene este proceso?
–Monseñor Michel Schooyans: Son trágicas. El positivismo jurídico abre el camino para todas las formas de dictadura. Como decía el propio Kelsen, en la Unión Soviética de Stalin había estado de derecho, ya que había leyes. Era un dictador, pero hacía leyes. ¿Pero qué leyes? La ley era la expresión de su voluntad, de su brutalidad. No tenían una referencia a derechos naturales, que serían objeto de una verdad a la que la gente se adhiere y que se impone por su fulgor. La ley en el tiempo de Stalin era el reflejo de la voluntad del más fuerte. Hoy en día, la ley que permite el aborto, que permite la eutanasia, no es algo distinto. Es una ley que permite que venza el más fuerte, que dice: ya que esa es mi voluntad, yo decidiré quien es admitido a la existencia y quien no.
Esta mentalidad ha entrado en varias agencias de la ONU. Y la ONU hoy en día se está comportando como una superpotencia global, transnacional, en la línea exacta de Kelsen. Él mismo decía que las leyes nacionales, las que conocemos como nuestros Códigos nacionales, deben someterse a la aprobación, validación, de un poder piramidal. La validez de las leyes nacionales depende de la validez otorgada, concedida por el poder supranacional a los códigos nacionales, particulares. Esto significa que las naciones quedan totalmente alienadas de su soberanía y los seres humanos de su autonomía. La gente observa esto todos los días, en las discusiones parlamentarias. Muchos parlamentos son simplemente teatros de marionetas que ejecutan decisiones que proceden desde fuera, cumplen la voluntad de quien impone sus decisiones, eventualmente comprando los votos, a través de la corrupción.
Todo esto sucede bajo el simulacro de la globalización, que merece toda nuestra vigilancia. Sucede que, en la mentalidad de quien se adhiere a esta concepción puramente positivista del derecho, la ley no está al servicio de los hombres y de la comunidad humana; está solo al servicio de este u otro centro de poder. Este puede ser una nación como los Estados Unidos, pero puede ser sobre todo la trama de voluntades que se aglomeran en las Naciones Unidas, apoyadas por numerosas ONG
s, y también por algunas sociedades secretas, como la masonería. Esto muestra que hoy en día el derecho internacional tiende a prevalecer sobre los derechos nacionales, a aplastarlos, pues los está desactivando gradualmente. ¡Es una cosa terrible! Estamos asistiendo al surgimiento de un derecho internacional tiránico, puramente positivista, que ignora los derechos humanos inalienables proclamados en 1948. Y la gente no se da cuenta…
–¿Estamos ante un nuevo tipo de totalitarismo?
–Monseñor Michel Schooyans: Sí, porque de ahora en adelante la soberanía de las naciones es pura fachada. Kelsen explica esto muy bien: el derecho internacional, que dicta sus leyes a las naciones, debe ser él mismo validado, aprobado, por la cumbre de la pirámide, por la instancia suprema. Veamos un ejemplo: en el momento en que estamos hablando, hay una discusión en la sede de las Naciones Unidas sobre la introducción o no del aborto como «nuevo derecho humano». Sería una nueva versión de la Declaración de 1948. Una modificación calamitosa, porque introduciría subrepticiamente un principio puramente positivo en una declaración que es antropológica y moral. Allí se colocaría también el derecho a la eutanasia. Sólo quedaría a las naciones particulares ratificar estos «nuevos derechos humanos» emanados de la instancia suprema. Esto significa que, como referencia a los derechos naturales de los hombres, esta Declaración habría sido desactivada, volviéndose un documento de derecho puramente positivo, que debería ser aplicado por todas las naciones que se adhirieran al nuevo texto de o a algún otro documento similar.
Es una cosa pavorosa lo que está a punto de suceder. Y va más allá. La Corte Penal Internacional, que fue instituida hace algunos años, tendrá como área de competencia juzgar a las naciones o entidades que rechacen reconocer estos «nuevos derechos» inventados o que se inventen. La Iglesia Católica es uno de los posibles blancos de esta Corte Internacional. Ya hubo quien dijo hace años que el Papa Juan Pablo II podría haber sido intimado a comparecer ante el Tribunal Internacional por oponerse a un «nuevo derecho», el «derecho» de la mujer al aborto. Una amenaza similar se cierne sobre Benedicto XVI. Y en el campo de la educación sucede lo mismo con la ideología de género. En virtud de un «nuevo derecho humano», las personas escogerían su género, podrían cambiar de género. Por lo tanto, el género debe ser enseñado en las escuelas. Es adoctrinamiento ideológico a gran escala, hasta el punto de que quienes no suscriban esta ideología pueden ser castigados por un tribunal internacional.
–¿Se discute por tanto un cambio del texto de la Declaración?
–Monseñor Michel Schooyans: La Declaración de 1948 enuncia principios fundamentales. Son verdades primordiales, fundadoras. Nosotros reconocemos este hecho, que el ser humano tiene naturalmente derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad, a casarse, a asociarse, a expresarse libremente, y que eso no depende de la voluntad arbitraria de los hombres. Incluso antes de formar parte de una sociedad política organizada, el hombre ya tiene derechos humanos fundamentales. Y los derechos preceden a la ley. Pero el hombre necesita que la sociedad se organice para que esos derechos se apliquen, respetados, y que eventualmente las infracciones sean reprimidas. Todo esto está siendo cuestionado actualmente. Depende de las facciones. Hay una facción a favor del aborto y otra en contra. Pero los que gritan más alto son los partidarios de introducir una modificación en la Declaración de 1948 que alteraría la naturaleza de la Declaración, tanto como la de la propia ONU.
–¿Esto es fruto únicamente de la manipulación del poder o también de un «oscurecimiento de las conciencias», utilizando una expresión de Benedicto XVI?
–Monseñor Michel Schooyans: Benedicto XVI tiene motivos de lo más sólidos para insistir en el papel y en la pobreza de la razón. Todo lo que acabamos de discutir son problemas de antropología y de moral natural. Hay que señalar que la defensa del ser humano no es un privilegio de la Iglesia: forma parte de las grandes tradiciones morales de la humanidad. La necesidad de defender al hombre, de reconocer la dignidad del hombre es una cosa a la que la gente tiene acceso a través del uso correcto de la razón. Por desgracia estamos asistiendo a una perversión de la propia razón. La razón se utiliza para llevarla a las trampas de la misma. El hombre es capaz de ser manipulado, es capaz de ser dominado. En portugués hay una expresión muy bonita, que parece que se usa en el candomblé (un tipo de santería), para decir eso: la gente puede «hacer la cabeza» de alguien. Es exactamente esto. La razón de un individuo o de un pueblo puede ser desconectada. Y se puede llenar la cabeza de alguien con ideas completamente locas. Es el caso del aborto y la eutanasia.
En Bélgica, el aborto fue criminalizado por ley en 1867. Quienes mandaron aprobar esa ley no fueron los católicos, sino los liberales, que en aquella época eran más bien de tendencia masónica, como por cierto sucede hoy. Fueron ellos los que hicieron esa ley. Los católicos la aprobaron, pero la iniciativa fue de los liberales, entonces mayoritarios. Esto significa que la razón funcionaba. La razón les había hecho ver que era evidente que el ser humano debía ser protegido antes de su nacimiento. Era una cuestión de razón. Los tiempos han cambiado. Puede alterarse la capacidad de raciocinio. Hoy asistimos a varias maniobras que van en ese sentido. Están los casos del aborto, de la eutanasia, del género. Está el problema de la homosexualidad: hace treinta años ¿quiñen habría pensado en promover un «nuevo derecho» a la homosexualidad? La razón humana es capaz de genialidades, pero tiene también una facultad delicada, vulnerable, frágil, una facultad que puede ser desactivada, adormecida. La peor forma de esclavitud es la esclavitud mental, la esclavitud de la razón, que comporta una consecuencia: el naufragio de la fe, porque no hay un acto de fe que no sea razonable. Entonces, si se entra en esa confusión mental de decir que el aborto es un derecho, la eutanasia es un derecho, se entra en un proceso que acaba corrompiendo no sólo la razón, sino también su fe.
[Por Alexandre Ribeiro, traducción del portugués por Inma Álvarez]