Cuarta predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa

El Espíritu Santo, alma de la escatología cristiana

Share this Entry

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 3 de abril de 2009 (ZENIT.org) .- «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Romanos 8, 2) es el tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. En el marco del Año Paulino, después de haber meditado, el pasado Adviento, sobre el lugar de Cristo en el pensamiento del Apóstol, ahora se ilustra la visión de Pablo sobre la obra del Espíritu Santo.

Ante la Curia romana y Benedicto XVI, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. ha pronunciado este viernes la cuarta de ellas, cuyo contenido traducimos íntegramente. La primera predicación se publicó en ZENIT el pasado 13 de marzo, la segunda el 20 de marzo y la tercera el 27 de marzo.

Cuarta predicación

«También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior esperando» (Rm 8, 23)

El Espíritu Santo, alma de la escatología cristiana

1. El Espíritu de la promesa

Escuchemos el pasaje de Romanos 8 sobre el que queremos meditar hoy:

«También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior esperando la adopción como hijos, el rescate de nuestro cuerpo. Porque en esperanza hemos sido salvados; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con perseverancia» (Rm 8, 23-25).

La misma tensión entre promesa y cumplimiento que se observa, en la Escritura, a propósito de la persona de Cristo, se percibe también respecto a la persona del Espíritu Santo. Igual que Jesús primero fue prometido en las Escrituras, después se manifestó según la carne y por último se le espera en su retorno final, así el Espíritu, en un tiempo «prometido por el Padre», fue dado en Pentecostés y ahora de nuevo le espera e invoca «con gemidos inefables» el hombre y toda la creación, que habiendo gustado las primicias, aguardan la plenitud de su don.

En este espacio que se extiende de Pentecostés a la Parusía, el Espíritu es la fuerza que nos impulsa adelante, que nos mantiene en camino, que no nos permite acomodarnos y convertirnos en un pueblo «sedentario», que nos hace cantar con un sentido nuevo los «salmos de las ascensiones»: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!». Él es quien nos da empuje y, por así decirlo, pone alas a nuestra esperanza; más aún: es el principio mismo y el alma de nuestra esperanza.

Dos autores nos hablan del Espíritu como «promesa» en el Nuevo Testamento: Lucas y Pablo, pero, como veremos, con una importante diferencia. En el Evangelio de Lucas y en Hechos es el propio Jesús quien habla del Espíritu como «la promesa del Padre». «Yo -dice- enviaré sobre vosotros la promesa de mi Padre«; «Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardaran la promesa del Padre, ‘que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días’ «(Hechos 1, 4-5).

¿A qué se refiere Jesús cuando llama al Espíritu Santo promesa del Padre? ¿Dónde hizo el Padre esta promesa? Se puede decir que todo el Antiguo Testamento es una promesa del Espíritu. La obra del Mesías se presenta constantemente como culminante en una nueva efusión universal del Espíritu de Dios sobre la tierra. La comparación con lo que Pedro dice el día de Pentecostés muestra que Lucas piensa, en particular, en la profecía de Joel: «Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (Hch 2,17).

Pero no sólo en ella. ¿Cómo dejar de pensar también en lo que se lee en otros profetas?: «Al fin será derramado sobre vosotros un Espíritu de lo alto» (Is 32, 15). «Derramaré mi espíritu sobre tu descendencia» (Is 44, 3). «Infundiré mi Espíritu en vosotros» (Ez 36, 27).

En cuanto al contenido de la promesa, Lucas subraya, como de costumbre, el aspecto carismático del don del Espíritu, en especial la profecía. La promesa del Padre es «el poder de lo alto» que hará a los discípulos capaces de llevar la salvación a los confines de la tierra. Pero no ignora los aspectos más profundos, santificadores y salvíficos, de la acción del Espíritu, como la remisión de los pecados, el don de una ley nueva y de una nueva alianza, como se deduce de la aproximación que traza entre el Sinaí y Pentecostés. La frase de Pedro: «la promesa es para vosotros» (Hch 2, 39) se refiere a la promesa de la salvación, no sólo de la profecía o de algunos carismas.

2. El Espíritu, primicia y arras

Pasando de Lucas a Pablo, se entra en una perspectiva nueva, teológicamente mucho más profunda. Enumera diferentes objetos de la promesa: la justificación, la filiación divina, la herencia; pero lo que resume todo, el objeto por excelencia de la promesa, es precisamente el Espíritu Santo, al que llama «promesa del Espíritu» (Ga 3, 14) y «Espíritu de la promesa» (Ef 1, 13).

Dos son las ideas nuevas que introduce el Apóstol en el concepto de promesa. La primera es que la promesa de Dios no depende de la observancia de la ley, sino de la fe y por lo tanto de la gracia. Dios no promete el Espíritu a quien observa la ley, sino a quien cree en Cristo: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación?»; «Si la herencia dependiera de la ley, ya no procedería de la promesa» (Ga 3, 2.18).

A través del concepto de promesa, la teología del Espíritu Santo se enlaza, en Pablo, con el resto de su pensamiento y se convierte en su demostración concreta. Los cristianos saben bien que es después de la predicación del Evangelio cuando han tenido la experiencia nueva del Espíritu, no por haberse puesto a observar con mayor fidelidad que de costumbre la ley. El Apóstol puede remitirse a un dato de hecho.

La segunda novedad es en cierto sentido desconcertante. Es como si Pablo quisiera cortar de raíz toda tentación «entusiasta» diciendo que la promesa no se ha cumplido aún… ¡al menos por completo! Al respecto, son reveladores dos conceptos aplicables al Espíritu Santo: primicia (aparchè) y arras (arrabôn). El primero está presente en nuestro texto de Romanos 8; el otro se lee en la Segunda Carta a los Corintios: «También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior esperando la adopción como hijos, el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23). «Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Co 1,21-22). «Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu» (2 Co 5,5).

¿Qué quiere decir el Apóstol de esta forma? Que el cumplimiento obrado en Cristo no ha agotado la promesa. Nosotros -dice con singular contraste- «poseemos… esperando», poseemos y esperamos. Precisamente porque lo que poseemos no es todavía la plenitud, sino sólo una primicia, un anticipo, nace en nosotros la esperanza. Es más, el deseo, la espera, el anhelo se hacen más intensos aún que antes, porque ahora se sabe qué es el Espíritu. En la llama del deseo humano, la venida del Espíritu en Pentecostés ha arrojado combustible, por expresarlo así.

Sucede exactamente como en Cristo. Su venida ha cumplido todas las promesas, pero no ha puesto fin a la espera. La espera se relanza, bajo la forma de espera de su retorno en la gloria. El título «promesa del Padre» sitúa al Espíritu Santo en el corazón mismo de la escatología cristiana. Por lo tanto, no se puede aceptar sin reservas la afirmación de ciertos estudiosos par
a quienes «en la concepción de los judíos cristianos el Espíritu era primariamente la fuerza del mundo futuro; en la de los cristianos helenos es la fuerza del mundo superior«. Pablo demuestra que las dos concepciones no se oponen necesariamente entre sí, sino que pueden coexistir: el Espíritu es, al mismo tiempo, realidad del mundo superior, divino, y fuerza del mundo futuro.

En el paso de las primicias a la plenitud, las primeras no se desecharán para dar lugar a la segunda, sino que ellas mismas se transformarán más bien en plenitud. Conservaremos lo que ya poseeos y adquiriremos lo que aún no tenemos. Será el Espíritu mismo que se expandirá en plenitud.

El principio teológico «la gracia es el inicio de la gloria», aplicado al Espíritu Santo, significa que las primicias son el inicio del cumplimiento, el inicio de la gloria, parte de ella. En este caso no hay que traducir arrabôn con «prenda» (pignus), sino sólo con arras (arra). La prenda no es el inicio del pago, sino algo que se da en espera del pago. Una vez que éste se efectúa, la prenda se restituye. No así las arras, que no se restituyen en el momento del pago, sino que se completan. Forman parte ya del pago. «Si Dios nos ha dado como prenda el amor a través de su Espíritu, cuando se nos dé toda la realidad, ¿es que se nos quitará la prenda? Ciertamente no, pero completará cuando ya ha dado» [1].

El amor de Dios que pregustamos aquí, gracias a las arras del Espíritu, es entonces de la misma cualidad del que gustaremos en la vida eterna, pero no de la misma intensidad. Lo mismo se debe decir de la posesión del Espíritu Santo.

Como se ve, ha intervenido una profunda transformación en el significado de la fiesta de Pentecostés. En su origen, Pentecostés era la celebración de las primicias [2], o sea, el día en que se ofrecían a Dios las primicias de la cosecha. Sigue siendo la fiesta de las primicias, pero de las que Dios ofrece a la humanidad, en su Espíritu. Se han invertido los papeles del donante y del beneficiario, en perfecta sintonía con lo que ocurre, en todos los campos, en el paso de la ley a la gracia, de la salvación como obra del hombre a la salvación como don gratuito de Dios.

Esto explica por qué la interpretación de Pentecostés, como fiesta de las primicias, no tuvo, extrañamente, casi ninguna correspondencia en ámbito cristiano. San Ireneo hizo un intento en tal sentido, diciendo que el día de Pentecostés «el Espíritu ofrecía al Padre las primicias de todas las gentes» [3], pero no tuvo prácticamente eco en el pensamiento cristiano.

3. El Espíritu Santo, alma de la Tradición

La época patrística, a diferencia de los demás aspectos de la pneumatología, no ofrece, a propósito del Espíritu como promesa, una contribución importante, y ello a causa del menor interés que tienen los Padres por la perspectiva histórica y escatológica respecto a la ontológica. San Basilio cuenta con un bello texto sobre el papel del Espíritu en la consumación final; escribe: «En el momento de la esperada manifestación del Señor de los cielos, tampoco estará ausente el Espíritu Santo… ¿Quién puede ignorar hasta tal punto los bienes que Dios prepara a los que le son dignos como para no entender que también la corona de los justos es gracia del Espíritu Santo?» [4]. Pero, observando bien, el santo dice sólo que el Espíritu Santo tendrá una parte activa también en el acto final de la historia humana, cuando se pasará desde el tiempo a la eternidad. Está ausente cualquier reflexión sobre lo que el Espíritu Santo hace ya ahora, en el tiempo, para impulsar a la humanidad hacia el cumplimiento. Falta el sentido del Espíritu Santo como empuje, fuerza de propulsión del pueblo de Dios, en camino hacia la patria.

El Espíritu impulsa a los creyentes a permanecer vigilantes y en espera del retorno de Cristo, enseñando a la Iglesia a decir: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20). Cuando el Espíritu dice Marana-tha con la Iglesia, es como cuando dice Abbà en el corazón del creyente: se debe entender que Él hace decir, que se hace voz de la Iglesia. Por sí mismo, de hecho, el Paráclito no podría gritar Abbà, porque no es el hijo del Padre, ni podría gritar Marana-tha, «Ven, Señor», porque no es siervo de Cristo, sino «Señor» igual que Él, como profesamos en el Credo.

«Él os anunciará lo que ha de venir», dice Jesús del Paráclito (Jn 16, 13): esto es, desvelará el conocimiento del nuevo orden de cosas surgido de la Pascua. El Espíritu Santo es, por lo tanto, el resorte de la escatología cristiana, quien mantiene a la Iglesia en tendencia hacia adelante, hacia el retorno del Señor. Y esto es precisamente lo que ha intentado evidenciar la reflexión bíblica y teológica de nuestros días. La nueva existencia suscitada por el Espíritu -escribe Moltmann- es ya ella misma escatológica, sin esperar el momento final de la Parusía, en el sentido de que es el comienzo de una vida que se manifestará plenamente sólo cuando se haya establecido el modo de existencia determinado por el Espíritu, ya no contrariado por la carne. El Espíritu no es sólo promesa en sentido estático, sino la fuerza de la promesa, quien hace sentir la posibilidad de la liberación, quien permite que se perciban más pesadas e intolerables aún las cadenas, y por ello impulsa a romperlas [5].

Esta visión paulina del Espíritu Santo como promesa y como primicia nos permite descubrir el verdadero sentido de la Tradición de la Iglesia. La Tradición no es ante todo un conjunto de cosas «transmitidas», sino que es, en primer lugar, el principio dinámico de transmisión. Es más, es la vida misma de la Iglesia, en cuanto que, animada por el Espíritu bajo la guía del magisterio, se desarrolla en la fidelidad a Jesucristo. San Ireneo escribe que la revelación es «como un depósito precioso contenido en un vaso de valor, que gracias al Espíritu de Dios rejuvenece siempre y hace que rejuvenezca también el recipiente que lo contiene» [6]. El valioso vaso que rejuvenece junto a su contenido es, precisamente, la predicación de la Iglesia y la Tradición.

Por ello el Espíritu Santo es el alma de la Tradición. Si se quita o se olvida el Espíritu Santo, lo que queda de ella es sólo letra muerta. Si -como afirma santo Tomás de Aquino- «sin la gracia del Espíritu Santo hasta los preceptos del Evangelio serán letra que mata», ¿qué deberíamos decir de la Tradición?

La Tradición es entonces, sí, una fuerza de permanencia y de conservación del pasado, pero es también una fuerza de innovación y de crecimiento; es memoria y anticipación a la vez. Es como la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos [7]. La onda no se puede captar más que en movimiento. Congelar la tradición en un momento determinado de la historia significa hacer de ella una «tradición muerta», ya no, como la denomina san Ireneo, una «tradición viva».

4. El Espíritu Santo nos hace abundar en la esperanza

Con su encíclica sobre la esperanza, el Santo Padre Benedicto XVI nos indica la consecuencia práctica que se desprende de nuestra meditación: esperar, esperar siempre, y si ya hemos esperado mil veces en vano, ¡volver a esperar todavía! La encíclica (cuyo título «Spe salvi»: «En la esperanza hemos sido salvados», procede precisamente del pasaje paulino que hemos comentado) comienza con estas palabras:

«Según la fe cristiana, la ‘redención’, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino».

Se establece una especie de equivalencia y de cuali
dad de intercambio entre esperar y ser salvos, como también entre esperar y creer. «La fe -escribe el Papa- es esperanza», confirmando así, desde un punto de vista teológico, la intuición poética de Charles Péguy, quien inicia su poema sobre la segunda virtud con las palabras: «La fe que prefiero -dice Dios- es la esperanza».

Igual que distinguimos dos tipos de fe: la fe creída y la fe creyente (o sea, las cosas creídas y el acto mismo de creer), así ocurre con la esperanza. Existe una esperanza objetiva que indica la cosa esperada -la herencia eterna- y existe una esperanza subjetiva que es el acto mismo de esperar esa cosa. Esta última es una fuerza de propulsión hacia delante, un impulso interior, una extensión del alma, una dilatación hacia el futuro. «Una migración amorosa del espíritu hacia lo que se espera», decía un antiguo Padre [8].

Pablo nos ayuda a descubrir la relación vital que existe entre la virtud teologal de la esperanza y el Espíritu Santo. Hace que cada una de las tres virtudes teologales se remonten a la acción del Espíritu Santo. Escribe: «Pues nosotros, en virtud del Espíritu, aguardamos por la fe la justicia que es objeto de la esperanza. Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tiene valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad» [9].

El Espíritu Santo se nos presenta así como la fuente y la fuerza de nuestra vida teologal. Es por mérito suyo, en especial, por lo que podemos «abundar en la esperanza». «El Dios de la esperanza -escribe el Apóstol un poco más adelante, en la misma Carta a los Romanos- os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). «El Dios de la esperanza»: ¡qué insólita definición de Dios!

A veces se ha llamado a la esperanza la «pariente pobre» de las virtudes teologales. Hubo, es cierto, un momento de intensa reflexión sobre el tema de la esperanza, hasta dar lugar a una «teología de la esperanza». Pero ha faltado una reflexión sobre la relación entre esperanza y Espíritu Santo. Sin embargo, no se comprende la peculiaridad de la esperanza cristiana y su alteridad respecto a cualquier otra idea de esperanza si no es contemplada en su íntima relación con el Espíritu Santo. Es Él quien marca la diferencia entre el «principio esperanza» y la virtud teologal de la esperanza. Las virtudes teologales son tales no sólo porque tienen a Dios como su fin, sino también porque tiene a Dios como su principio; Dios no es sólo su objeto, sino también su causa. Son causadas, infusas, por Dios.

¡Necesitamos esperanza para vivir y necesitamos Espíritu Santo para esperar! Uno de los principales peligros en el camino espiritual es el de desalentarse ante la repetición de los mismos pecados y la aparentemente inútil sucesión de propósitos y recaídas. La esperanza nos salva. Nos da la fuerza para recomenzar siempre de nuevo, para creer cada vez que esa será la ocasión buena, la de la verdadera conversión. Actuando así, se conmueve el corazón de Dios, quien vendrá en nuestra ayuda con su gracia.

«La fe no me sorprende, dice Dios. (Sigue siendo el poeta de la esperanza quien habla; mejor dicho, quien hace hablar a Dios). Resplandezco así en mi creación. La caridad no me sorprende, dice Dios. Esas pobres criaturas son tan infelices que, a menos que tengan un corazón de piedra, cómo no deberían tener caridad las unas por las otras… Pero la esperanza, dice Dios, es lo que me sorprende. Que los pobres hijos vean cómo van las cosas y que crean que mejorarán mañana. Esto es alucinante. Y se necesita que mi gracia sea de verdad de una fuerza increíble» [10].

No podemos contentarnos con tener esperanza sólo para nosotros. El Espíritu Santo quiere hacer de nosotros sembradores de esperanza. No hay don más bello que difundir esperanza en casa, en comunidad, en la Iglesia local y universal. Es como ciertos productos modernos que regeneran el aire, perfumando todo el ambiente.

Concluyo la serie de estas meditaciones cuaresmales con un texto de Pablo VI que resume muchos de los puntos que he tocado en ellas:

«Nos hemos preguntado varias veces… qué necesidad advertimos, primera y final, para esta Iglesia nuestra bendecida y amada. Lo debemos decir casi con temor y súplica, porque es su misterio y su vida, lo sabéis: el Espíritu, el Espíritu Santo, animador y santificador de la Iglesia, su aliento divino, el viento de sus velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y de fuerza, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas y de cantos, su paz y su alegría, su prenda y preludio de vida feliz y eterna. La Iglesia necesita de su perenne Pentecostés; necesita de fuego en el corazón, de palabra en sus labios, de profecía en la mirada… Necesita, la Iglesia, recuperar el ansia, el gusto y la certeza de su verdad» [11].

¡Le deseo a usted, Santidad, y a vosotros, venerables padres, hermanos y hermanas, una feliz y santa Pascua!

[Traducción del original italiano por Marta Lago]

—————————————

[1] S. Agustín, Discorsi, 23, 9 (CC 41, p. 314).

[2] Cf. Num 28, 26; Lev 23, 10.

[3] S. Ireneo, Contra las Herejías, III, 17,2; cf. tambén Eusebio de Cesarea, Sobre la solemnidad pascual, 4 (PG 24, 700A).

[4] S. Basilio, Sobre el Espíritu Santo, XVI, 40 (PG 32, 141A).

[5] Cf. J. Molmann, Lo Spirito della vita, Brescia 1994, pp. 18. 92 s. 190.

[6] S. Ireneo, Adv. Haer. III, 24, 1.

[7] H. Holstein, La tradition dans l’Eglise, Grasset, Parigi 1960 (Trad. ital. La tradizione nella Chiesa, Vita e Pensiero, Milano 1968.

[8] Diadoco de Fotica, Cento capitoli, preambolo (SCh 5, p.84).

[9] Gal 5, 5-6; cf. Rom 5,5.

[10] Ch. Péguy, Le porche du mystère de la deuxième vertu, in Œuvres poétiques complètes, Gallimard, Paris 1975, pp. 531 ss.

[11] Audiencia general del 29 de noviembre de 1972 (Pablo VI).

Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }