El Papa ilustra el tesoro espiritual de Ambrosio Auperto

El verdadero rostro de la Iglesia está en María

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 22 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el contenido de la catequesis pronunciada este miércoles por Benedicto XVI a los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro con motivo de la audiencia general del miércoles, dedicada a presentar la figura monje Ambrosio Auperto (s. VIII)

 

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Queridos hermanos y hermanas:

la Iglesia vive en las personas, y quien quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio. Por ello hablo desde hace tanto tiempo, en las catequesis del miércoles, de personas de las que podemos aprender qué es la Iglesia. Hemos comenzado con los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, y hemos llegado poco a poco hasta el siglo VIII, el periodo de Carlomagno. Hoy quisiera hablar de Ambrosio Auperto, un autor más bien desconocido: sus obras de hecho se habían atribuido en gran parte a otros personajes más conocidos, desde san Ambrosio de Milán a san Ildefonso, sin hablar de aquellas que los monjes de Montecassino han considerado deber reivindicar a la pluma de un abad suyo del mismo nombre, que vivió casi un siglo más tarde. Prescindiendo de alguna breve nota autobiográfica inserta en su gran comentario del Apocalipsis, tenemos pocas noticias ciertas sobre su vida. La atenta lectura de las obras de las que poco a poco la crítica ha ido reconociendo su paternidad permite sin embargo descubrir en su enseñanza un tesoro teológico y espiritual precioso también para nuestros tiempos.

Nacido en Provenza de una familia distinguida, Ambrosio Auperto -según su tardío biógrafo Juan- fue a la corte del rey franco Pipino el Breve donde, además del cargo de oficial, desarrolló de alguna forma también el de preceptor del futuro emperador Carlomagno. Probablemente en el séquito del Papa Esteban II, que en el 753-54 había acudido a la corte franca, Auperto llegó a Italia y pudo visitar la famosa abadía benedictina de san Vicente, en las fuentes del Volturno, en el ducado de Benevento. Fundada a principios de aquel siglo por los tres frailes beneventinos Paldo, Tato y Taso, la abadía era conocida como oasis de cultura clásica y cristiana. Poco después de su visita, Ambrosio Auperto decidió abrazar la vida religiosa y entró en aquel monasterio, donde pudo formarse de modo adecuado, sobre todo en el campo de la teología y la espiritualidad, según la tradición de los Padres. Hacia el año 761 fue ordenado sacerdote y el 4 de octubre del 777 fue elegido abad con el apoyo de los monjes francos, mientras que le eran contrarios los longobardos, favorables al longobardo Poton. La tensión de trasfondo nacionalista no se calmó en los meses sucesivos, con la consecuencia de que Auperto el año después, en el 778, pensó en dimitir y marcharse con algunos monjes francos a Spoleto, donde podía contar con la protección de Carlomagno. Con ello, con todo, las disensiones en el monasterio de san Vicente no cesaron, y algún año después, cuando a la muerte del abad que sucedió a Auperto fue elegido precisamente Poton (hacia el 782), el conflicto volvió a encenderse y se llegó a la denuncia del nuevo abad ante Carlomagno. Éste envió a los contendientes al tribunal del Pont´fiice, el cual los convocó en Roma. Llamó también como testigo a Auperto, que sin embargo durante el viaje murió repentinamente, quizás asesinado, el 30 de enero del 784.

Ambrosio Auperto fue monje y abad en una época marcada por fuertes tensiones políticas, que repercutían también en la vida interna de los monasterios. De ello tenemos frecuentes y preocupados ecos en sus escritos. Él denuncia, por ejemplo, la contradicción entre la apariencia espléndida de los monasterios y la tibieza de los monjes: seguramente con esta crítica tenía en mente su propia abadía. Para ella escribió la Vida de los tres fundadores, con la clara intención de ofrecer a la nueva generación de monjes un término de referencia con el que confrontarse. Un objetivo similar perseguía también el pequeño tratado ascético Conflictus vitiorum et virtutum («Conflicto entre los vicios y las virtudes»), que tuvo gran éxito en la Edad Media y que fue publicado en 1473 en Utrecht bajo el nombre de Gregorio Magno, y un año después en Estrasburgo bajo el nombre de san Agustín. En él Ambrosio Auperto pretendía amaestrar a los monjes de modo concreto sobre cómo afrontar el combate espiritual día a día. De modo significativo aplica la afirmación de 2 Timoteo 3,12: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones», ya no a la persecución externa, sino al asalto que el cristiano debe afrontar dentro de sí por parte de las fuerzas del mal. Se presentan en una especie de disputa 24 parejas de combatientes: cada vicio intenta atraer al alma con sutiles razonamientos, mientras la virtud respectiva rebate estas insinuaciones siurviéndose sobre todo de palabras de la Escritura.

En este tratado sobre el conflicto entre vicios y virtudes, Auperto contrapone a la cupiditas (la codicia) el contemptus mundi (el desprecio del mundo), que se convierte en una figura importante en la espiritualidad de los monjes. Este desprecio del mundo no es un desprecio de la creación, de la belleza y de la bondad de la creación y del Creador, sino un desprecio de la falsa visión del mundo presentada e insinuada por la codicia. Ésta insinúa que el «tener» sería el sumo valor de nuestro ser, de nuestro vivir en el mundo pareciendo importantes. Y así falsifica la creación del mundo y destruye el mundo. Auperto observa también que la avidez de ganancias de los ricos y de los poderosos de la sociedad de su tiempo existe también dentro de las almas de los monjes, y escribió por ello un tratado titulado De cupiditate, en el que, con el apóstol Pablo, denuncia desde el principio la codicia como la raíz de todos los males. Escribe: «Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los pinchazos de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia» (De cupiditate 1: CCCM 27B, p. 963). Relieve este que, a la luz de la presente crisis económica mundial, revela toda su actualidad. Vemos que precisamente desde esta raíz de la codicia ha nacido esta crisis. Ambrosio imagina la objeción que los ricos y los poderosos podrían aducir diciendo: pero nosotros no somos monjes, para nosotros no valen ciertas exigencias ascéticas. Y él responde: «Es verdad lo que decís, pero también para vosotros, a la manera de vuestra vida y en la medida de vuestras fuerzas, vale el camino angosto y estrecho, porque el Señor ha propuesto sólo dos puertas y dos vías (es decir, la puerta estrecha y la ancha, la vía angosta y la cómoda); no ha indicado una tercera puerta o una tercera vía» (l. c., p. 978). Él ve claramente que los modos de vivir son muy distintos. Pero también para el hombre de este mundo, también para el rico vale el deber de combatir contra la codicia, contra el deseo de poseer, de aparecer, contra el falso concepto de libertad como facultad de disponer de todo según el propio arbitrio. También el rico debe encontrar el auténtico camino de la verdad, del amor y así de la vida recta. Pooor tanto Auperto, como prudente pastor de almas, sabe al final decir, al final de su predicación penitencial, una palabra de consuelo: «He hablado no contra los ávidos, sino contra la avidez, no contra la naturaleza, sino contra el vicio» (l. c., p. 981).

La obra más importante de Ambrosio Auperto es seguramente su comentario en diez libros al Apocalipsis: éste constituye, después de siglos, el primer comentario amplio en el mundo latino al último libro de la Sagrada Escritura. Esta obra fue fruto de un trabajo de muchos años, desarrollado en dos etapas entre el 758 y el 767, por tanto antes de su elección como abad. En el prólogo, indica
con precisión sus fuentes, cosa que no era normal en absoluto en la Edad Media. A través de su fuente quizás más significativa, el comentario del obispo Primasio Adrumetano, redactado hacia la mitad del siglo VI, Auperto entra en contacto con la interpretación del Apocalipsis que había dejado el africano Ticonio, que había vivido una generación antes de san Agustín. No era católico: pertenecía a la Iglesia cismática donatista; era sin embargo un gran teólogo. En este comentario suyo vio sobre todo reflejado en el Apocalipsis el misterio de la Iglesia. Ticonio había llegado a la convicción de que la Iglesia era un cuerpo partido en dos: una parte, dice él, pertenece a Cristo, pero hay otra parte de la Iglesia que pertenece al diablo. Agustín leyó este comentario y sacó provecho de él, pero subrayó fuertemente que la Iglesia está en las manos de Cristo, sigue siendo su Cuerpo, formando con Él un solo sujeto, partícipe de la mediación de la gracia. Subraya por tanto que la Iglesia no puede ser nunca separada de Jesucristo. En su lectura del Apocalipsis, similar a la de Ticonio, Auperto no se interesa tanto por la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, sino a las consecuencias que se derivan de su primera venida para la Iglesia del presente, la encarnación en el seno de la Virgen María. Y nos dice una palabra muy importante: en realidad Cristo «debe en nosotros, que somos su Cuerpo, cotidianamente nacer, morir y resucitar» (In Apoc. III: CCCM 27, p. 205). En el contexto de la dimensión mística que pertenece a todo cristiano, él mira a María como modelo de la Iglesia, modelo para todos nosotros, porque también en nosotros y entre nosotros debe nacer Cristo. Siguiendo a los Padres que veían en la «mujer vestida de sol» del Ap 12,1 la imagen de la Iglesia, Auperto argumenta: «La beata y pía Virgen…. a diario da a luz nuevos pueblos, de los cuales se forma el Cuerpo general del Mediador. No es por tanto sorprendente si ella, en cuyo bendito seno la Iglesia misma mereció ser unida a su Cabeza, representa el tipo de la Iglesia». En este sentido Auperto ve un papel decisivo en la Virgen María en la obra de la Redención (cfr también en sus homilías In purificatione s. Mariae y In adsumptione s. Mariae). Su gran veneración y su profundo amor por la Madre de Dios le inspiran a veces formulaciones que de alguna forma anticipan las de san Bernardo y de la mística franciscana, sin desviarse sin embargo a formas discutibles de sentimentalismo, porque él no separa nunca a María del misterio de la Iglesia. Con buena razón por tanto Ambrosio Auperto es considerado el primer gran mariólogo de Occidente. A la piedad que, según él, debe liberar al alma del apego a los placeres terrenos y transitorios, él considera que debe unirse el profundo estudio de las ciencias sagradas, sobre todo la meditación de las Sagradas Escrituras, a las que califica de «cielo profundo, abismo insondable» (In Apoc. IX). En la hermosa oración con la que concluye su comentario al Apocalipsis subrayando la prioridad que en toda búsqueda teológica de la verdad corresponde al amor, se dirige a Dios con estas palabras: «Cuando eres escrutado intelectualmente por nosotros, no eres descubierto como eres verdaderamente; cuando eres amado, eres alcanzado».

Podemos ver hoy en Ambrosio Auperto una personalidad vivida en un tiempo de fuerte manipulación política de la Iglesia, en la que el nacionalismo y el tribalismo habían desfigurado el rostro de la Iglesia. Pero él, en medio de todas estas dificultades que conocemos también nosotros, supo descubrir el verdadero rostro de la Iglesia en María, en los Santos. Y supo así entender qué quiere decir ser católico, ser cristiano, vivir de la Palabra de Dios, entrar en este abismo y así vivir el misterio de la Madre de Dios: dar de nuevo vida a la Palabra de Dios, ofrecer a la Palabra de Dios la propia carne en el tiempo presente. Y con todo su conocimiento teológico, la profundidad de su ciencia, Auperto supo entender que con la simple búsqueda teológica Dios no puede ser conocido realmente como es. Sólo el amor lo alcanza. Escuchemos este mensaje y oremos al Señor para que nos ayude a vivir el misterio de la Iglesia hoy, en este nuestro tiempo.

[Después de los saludos, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

Ambrosio Auperto nació en el siglo octavo, en Provenza, en el seno de una familia distinguida. En la corte de Pepino el Breve fue preceptor del futuro Emperador Carlomagno. Posteriormente, viajó a Italia e ingresó en el monasterio benedictino de San Vicente, en el ducado de Benevento, del que, tras ser ordenado sacerdote en el año setecientos sesenta y uno, fue elegido abad. Por tensiones internas, dimitió de este encargo poco después. Murió el 30 de enero del setecientos ochenta y cuatro. Es autor de obras de alto contenido teológico, ascético y moral, la más importante de las cuales fue un comentario en diez volúmenes al libro del Apocalipsis. Durante mucho tiempo, sus escritos se atribuyeron a otras personas, como San Ambrosio de Milán o San Ildefonso de Toledo. Por su profundo amor a la Madre de Dios y sus luminosas reflexiones, es considerado como el primer gran mariólogo de Occidente. El legado espiritual de este autor lo convierte en un auténtico maestro de vida cristiana e invita a ahondar en sus preciosas enseñanzas.

Saludo con afecto a los fieles de lengua española procedentes de España y otros países latinoamericanos, en particular a los peregrinos de México, acompañados por los Cardenales Norberto Rivera Carrera y Ennio Antonelli, que colaboraron en la organización del Sexto Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en el mes de enero pasado. Que su estancia en Roma los confirme en la fe de los Apóstoles y los aliente a ser discípulos y misioneros de Jesucristo, que con su resurrección ha vencido el pecado y la muerte y nos alienta a ser testigos de la verdad del Evangelio que cambia nuestras vidas. Muchas gracias.

[Después de los saludos en idiomas, dijo en italiano:]

Deseo dirigir finalmente una palabra especial a los jóvenes del Centro Internacional San Lorenzo, que recuerdan hoy el 25 aniversario de la entrega de la Cruz del Año Santo a los jóvenes del mundo. Era de hecho el 22 de abril de 1984, cuando al final del Año Santo de la Redención el amado Juan Pablo II confió a los jóvenes del mundo la gran cruz de madera que, por su propio deseo, había sido puesta ante el altar mayor de la Basílica de San Pedro durante aquel especial año jubilar. Desde entonces, la cruz fue acogida en el Centro Internacional juvenil San Lorenzo, y desde allí comenzó a viajar por los continentes, abriendo los corazones de tantos chicos y chicas al amor redentor de Cristo. Esta peregrinación suya prosigue aún, sobre todo en preparación de las Jornadas Mundiales de la Juventud, hasta el punto de que ahora se la conoce como «Cruz de las JMJ». Queridos amigos, os confío de nuevo esta cruz. Continuad llevándola a todo lugar de la tierra, para que también las próximas generaciones descubran la Misericordia de Dios y reaviven en sus corazones la esperanza de Cristo crucificado y resucitado.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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