Balance de 150 años de separación Iglesia-Estado en México

Entrevista al historiador Emilio Martínez Albesa

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ROMA, jueves 30 de julio de 2009 (ZENIT.org).- México está cumpliendo en este verano 150 años de las Leyes de Reforma, con las que Benito Juárez fijó la separación entre la Iglesia y el Estado.

ZENIT ha entrevistado al historiador Emilio Martínez Albesa, autor de la obra «La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México» (3 tomos, Porrúa 2007) y profesor de Historia de América en la Universidad Europea de Roma.

–¿Por qué recordar todavía la Reforma de Benito Juárez?

–Dr. Martínez: Porque el México contemporáneo no puede entenderse si no es a partir de la Reforma juarista. A mediados del siglo XIX, separar el Estado y la Iglesia era una exigencia de los tiempos y, en este sentido, el movimiento de Reforma representó un esfuerzo por modernizar el país. Los obispos mexicanos estaban reclamando la independencia entre la Iglesia y el Estado desde la década de 1830 porque «lo temporal nada tiene que ver con lo espiritual, ni lo espiritual con lo temporal» (decía el Obispo de Michoacán Gómez de Portugal en 1835) y «ni el sacerdocio debe tener intervención en las cosas del orden civil, ni la potestad secular en el culto religioso» (diría el Obispo de Guadalajara Pedro Espinosa en 1860). Éstas son frases que también podía haber suscrito el mismo Benito Juárez.

–¿Por qué entonces la oposición entre los obispos y el Presidente Juárez?

–Dr. Martínez: Juárez deseaba una «perfecta independencia entre los negocios del Estado y los puramente eclesiásticos» (Manifiesto del 7 de julio de 1859), fijando para su Reforma un doble objetivo: «la independencia absoluta del poder civil y la libertad religiosa» (Carta a Pedro Santacilia del 12 de julio de 1859). Sin embargo, tomó como criterio de separación la idea de que lo todo lo social era competencia del Estado y que la religión era asunto del interior de cada individuo, con lo cual más que una separación absoluta o neta obtuvo una separación unilateral, separando la Iglesia del Estado pero no el Estado de la Iglesia y procurando aislar a la Iglesia del resto de la sociedad. Ahora bien, la oposición entre los obispos y Juárez tuvo una historia y sus relaciones no permanecieron inalteradas a lo largo de los años de su gobierno. De cualquier forma, la «tradición» mexicana de «estado laico» mencionada por el nuevo Embajador de México ante la Santa Sede –Sr. Ling Altamirano– en su discurso al Papa del pasado 10 de julio, arranca precisamente de la reforma legislativa de Juárez.

–¿Y esa reforma legislativa fue anticatólica o no?

–Dr. Martínez: La interpretación de la Reforma liberal de Benito Juárez como persecutoria de la Iglesia es correcta pero parcial. Indudablemente fue anticatólica e incluso antirreligiosa y, para demostrarlo, basta considerar la aplicación histórica de sus disposiciones: destrucción de conventos, templos y bienes sacros, prohibición de ingresar a la vida religiosa, de vivir en comunidades religiosas (las cuales fueron disueltas a la fuerza) y de emitir votos religiosos, supresión de los cabildos catedralicios, disolución de las asociaciones de laicos católicos, imposición de limitaciones para expresar en público el propio credo aun en la manera de vestir, control ideológico de la educación por parte del Estado, imposición del matrimonio civil, nacionalización de los bienes eclesiásticos, etc.; además de la ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede, de la expulsión de los obispos y hasta de la muerte de algunos sacerdotes a manos de extremistas. No era ciertamente una época en la que dominara la razón. Y sin embargo ésta es una interpretación parcial porque olvida lo fundamental: la Reforma fue un intento de garantizar la libertad religiosa respondiendo a las expectativas de esos tiempos de una mayor civilización de la vida social; un intento de establecer un marco de convivencia, de libertad y de respeto válido para todos, más allá de la confesión religiosa de cada uno, remitiendo al derecho natural del ser humano. Este intento se centró en el fortalecimiento de un Estado supervisor de lo religioso, en la negación de la personalidad jurídica de la Iglesia y en la expulsión de la Iglesia de la sociedad, pretendiendo alcanzar la neutralidad religiosa del Estado mediante un indiferentismo religioso por parte del Gobierno presentado como una exigencia de la igualdad. Sobre estas bases, el intento se desvirtuaría produciendo de hecho limitaciones a la libertad religiosa de los mexicanos porque sus ideólogos no supieron distinguir entre la sociedad y el Estado, ni desprenderse de tópicos de los últimos veinticinco años, ni atender a la situación real de la sociedad; sin embargo, no fue un intento inútil ni dejó de producir algunos frutos buenos.

— ¿Cuáles fueron por ejemplo esos frutos buenos?

–Dr. Martínez: Creo que no han de buscarse en el área social. A pesar de la voluntad declarada de sus autores de reformar la sociedad según las exigencias del progreso, el cambio social que produjeron las leyes de Reforma no parece que haya ido mucho más allá del empobrecimiento de la Iglesia mexicana, el desposeimiento de las comunidades indígenas, el deterioro del patrimonio artístico nacional, el mayor enriquecimiento de una minoría de personas ya pudientes y la desarticulación de la educación. Ahora bien, estas leyes tuvieron una clara utilidad política, dotando al Gobierno mexicano de una carta que podría jugar siempre que retuviera oportuno exorcizar el peligro de clericalismo, claro que esto a costa de la inseguridad jurídica de la Iglesia…, con lo que la impresión hoy es la de que se trató de matar una mosca con un cañonazo sin medir suficientemente sus consecuencias. Pienso que es sobre todo en el área cultural donde encontramos los mejores frutos de la Reforma: sus leyes testimoniaron que una nueva época había comenzado para México, en la cual el derecho a la libertad religiosa se presentaba como un valor irrenunciable e íntimamente ligado a la libertad de conciencia. Los primeros artículos del decreto del 6 de diciembre de 1860 (la última de las grandes leyes de Reforma) son clara expresión de esto. Pensar en principios universalmente válidos y legislar desde ellos es reconocer la dignidad de la persona humana y tratar de garantizar sus derechos. Así, la Reforma liberal mexicana me hace recordar lo escrito por Juan Pablo II en el capítulo 18 de su libro «Memoria e identidad» (2005) sobre la Ilustración del siglo XVIII, de la cual por cierto es en buena parte heredera: «no sólo dio lugar a las crueldades de la Revolución francesa; tuvo también frutos buenos, como la idea de libertad, igualdad y fraternidad, que son después de todo valores enraizados en el Evangelio» y  así «preparó el terreno para comprender mejor los derechos del hombre». En este sentido, la Reforma mexicana puede y debe leerse como un paso adelante en la universalización de los valores humanos animados por el cristianismo, es decir, en el reconocimiento de que determinados valores aprendidos en Occidente del Evangelio son efectivamente válidos para todos los seres humanos sin distinción alguna de credos o ideologías, por emanar de la dignidad de la persona humana y no de privilegios particularistas ni de condiciones históricas ocasionales. Que en las circunstancias del México del siglo XIX la propuesta de libertad de culto ofrecida por los liberales juaristas fuera insuficiente e incluso en alguna medida inconsecuente para la libertad religiosa de la sociedad mexicana de entonces no elimina lo que tiene de conquista.

–¿Pero por qué el Gobierno juarista intentando defender la libertad religiosa le puso en realidad trabas?

–Dr. Martínez: En primer lugar porque la antropología individualista, propia del liberalismo, empujaba a los ideólogos juaristas a desatender la dimensión comunitaria de esos derechos que ellos presentaban como estrictamente
individuales y que además querían garantizar de un modo que se abstraía bastante de la realidad histórica. Pero, sobre todo, en segundo lugar, hay que recordar que las leyes de Reforma se expidieron con una intención abiertamente punitiva contra el clero, tal como declararon sus autores, y es muy difícil o imposible que una legislación que pretende castigar por un comportamiento del pasado pueda al mismo tiempo establecer un régimen equilibrado y válido para el futuro correspondiente a las exigencias permanentes de la justicia. En definitiva, faltó el discernimiento del poder político «sobre la contribución de las culturas y de las religiones para la construcción de la comunidad social en el respeto del bien común» al que se ha referido Benedicto XVI en su reciente encíclica (Caritas in veritate, 55).

–Entonces… Benito Juárez, ¿benemérito o desgracia para México?

–Dr. Martínez: La memoria de Benito Juárez suscita la veneración de muchos mexicanos, el respeto de la mayor parte y la denigración de no pocos. Podría señalarle libros que idolatran a Juárez, pintándolo como sobrehumano, y otros libros que lo demonizan, presentándolo como transmisor de todos los males. No obstante, está claro que un hombre no hace un país. Juárez merece ciertamente ser recordado y su memoria, que por tantos años ha servido para aglutinar el sentimiento nacional en torno a ciertos valores cívicos (acatamiento de la ley, secularización de la política, patriotismo republicano), merece ser respetada. Pero esto no quiere decir que la conciencia histórica de la nación pueda edificarse satisfactoriamente a base de homenajes ante las estatuas de Juárez o de otras personalidades del pasado, sacralizando nombres y rostros, sin ahondar libre y racionalmente en los hechos históricos que protagonizaron y en sus consecuencias. Sin entrar a juzgar la bondad o la maldad moral de las intenciones personales de los protagonistas de la historia patria, que escapan a la documentación histórica, las nuevas generaciones necesitan dialogar críticamente con su pasado en función de los retos del presente y no pueden permanecer prisioneras de ideas, proyectos, eslóganes o mitificaciones que tal vez tuvieron justificación o utilidad en el ayer, pero que son cadenas para el hoy y lastres para el mañana. En definitiva, las personalidades históricas merecen el mismo respeto que merece cualquier ser humano fenecido y con herederos que se remiten a su memoria, pero no más. Nadie merece que su recuerdo impida el progreso de la razón, el perfeccionamiento de las condiciones de justicia o la mejora de la convivencia.

–¿Cómo celebrar el actual aniversario de la Reforma mexicana?

–Dr. Martínez: Con madurez, desde el siglo XXI y con visión de futuro. Es decir, analizando desapasionadamente la verdad de lo sucedido hace 150 años, con la conciencia de que la situación actual no es ya la misma y con vistas a valorar más el bien de la libertad religiosa y a mejor garantizarla para las generaciones presentes y venideras. Merece la pena comprometerse con «las causas fundadas en valores universales» a las que se ha referido el Embajador de México ante la Santa Sede el 10 de julio, porque -como él mismo ha dicho- «es necesario volver a levantar las banderas casi olvidadas de la libertad y la justicia con sentido social profundo». La libertad religiosa, acaba de recordar Benedicto XVI a los mexicanos, es «la roca firme donde los derechos humanos se asientan sólidamente» pues «manifiesta de modo particular la dimensión trascendente de la persona humana y la absoluta inviolabilidad de su dignidad» (Discurso del Papa al Embajador de México ante la Santa Sede, 10 de julio de 2009); de manera que negar el «derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública» hace correr «el riesgo de que no se respeten los derechos humanos» «porque se les priva de su fundamento trascendente» (cf. Caritas in veritate, 56). El Estado verdaderamente laico no puede convertirse en un instrumento de evangelización ni tampoco de secularización de la sociedad, sino que debe demostrar su laicidad mediante su empeño en salvaguardar la plena libertad religiosa de los ciudadanos que componen esa sociedad.

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ZENIT Staff

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