ROMA, jueves 18 de marzo de 2010 (ZENIT.org) La primera década del siglo XXI se ha caracterizado, entre otras cosas por la “confusión de valores y pérdida de referencias”, un elemento que ha golpeado fuertemente también a las familias de hoy. Así lo afirmó dijo el pasado miércoles el arzobispo de Quebec y primado de Canadá, cardenal Marc Ouellet.
El purpurado intervino con la conferencia Il compito della famiglia nel terzo millenio [La tarea de la familia en el tercer milenio n.d.r], dentro del congreso Oriente e occidente: in dialogo sul amore el la famiglia [Oriente y occidente: en diálogo sobre el amor y la familia n.d.r], que se realizó los días 16 y 17 de marzo en el Instituto Juan Pablo II para el matrimonio y la familia, de la Pontificia Universidad Lateranense de Roma.
“La humanidad tiene hoy una crisis sin precedentes”, señaló el cardenal Ouellet, resaltando algunos aspectos como la crisis económica, el terrorismo internacional y el relativismo moral. Algo que también incide en la fe “En el último siglo ha modificado la imagen que el hombre se hacía de sí mismo”, aseguró.
Una crisis que además crea una “confusión alimentada por un lenguaje ambiguo”, por ello, aseguró que la crisis actual “no es sólo moral o espiritual sino especialmente antropológica y pone en cuestión la humanidad”.
Magisterio y familia
El cardenal recordó cómo el Concilio Vaticano II ha sabido afrontar los desafíos que en ese entonces se vislumbraban para la llegada del tercer milenio. Destacó cómo la constitución Gaudium est spes se refiere al tema de la familia que debe vivir a semejanza de la trinidad. “Dios ha tomado la iniciativa. Ahora el Salvador de los hombres sale al encuentro de los cónyuges”, recordó.
Reiteró también la importancia de la familia como Iglesia doméstica, que debe ser capaz de vivir “según la gracia de la semejanza de la trinidad” y señaló que es necesario, “poner nuevamente la visión de la familia en el corazón de la Iglesia”.
“El encuentro introduce a la familia en la relación entre Cristo y la Iglesia e introduce a una nueva dinámica. Compromete a los esposos a amarse en Dios y con Dios”; dijo el purpurado.
El cardenal Ouellet destacó cómo la exhortación apostólica Familiaris Consortio de Juan Pablo II, publicada en 1981, es un fruto de la reflexión que se hizo en el Concilio Vaticano II sobre la vocación y el papel de la familia, especialmente en la necesidad de profundizar en el tema del hombre y mujer como seres creados a imagen y semejanza de Dios.
Recordó también la vocación que tiene la familia de ser Iglesia doméstica, de acuerdo con la frase de San Juan Crisóstomo que dice “Haz de tu casa una iglesia” y recordó que en ese sentido todavía hay mucho por descubrir debido a que la familia “no es sólo una imagen de la Iglesia sino también una realidad eclesial”.
Y destacó cómo en el matrimonio se da la “unidad del ‘nosotros’ no de manera simbólica sino real”.
“Cristo hace surgir la humanidad nueva a través de la fe a los esposos que viven la alianza”, dijo el cardenal. Y mostró cómo en el matrimonio los esposos “se donan y reciben a Cristo también en la vida diaria”, dando como resultado “un carisma de unidad, fidelidad y fecundidad”.
“El amor es el camino de la perfección humana en Cristo”, señaló el purpurado. Y mostró cómo el amor conyugal es la unión del eros y el ágape: “un amor plenamente humano, sensible, espiritual, fiel, exclusivo hasta la muerte, que no se agota y que continúa a suscitar nuevas vidas”.
Un amor que, a semejanza de la trinidad “trae de por sí una apertura al Hijo y todavía más profundamente: el Hijo y el Espíritu que se dona a los esposos como fruto del amor”. Una comunión que “incluye no sólo la apertura al Espíritu Santo o al Hijo sino a la sociedad”.
De esta manera, indicó el arzobispo de Quebec, la familia “participa a la misión salvífica de la Iglesia”, y tanto los esposos como los hijos se convierten en “faros de comunión interpersonal que habita en Cristo y es escuela de libertad” para que pueda así “contestar a la confusión de valores de la cultura de muerte y de la cultura de la posesión de lo efímero”.
Por Carmen Elena Villa