Por Massimo Introvigne*
ROMA, martes 23 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Es evidente que la Carta a los católicos de Irlanda de Benedicto XVI no está dirigida a los sociólogos. El Papa habla a una Iglesia herida y desorientada por las noticias relativas a los curas pedófilos. Denuncia con voz fortísima los “crímenes anormales”, “ vergüenza y el deshonor”, la violación de la dignidad de las víctimas, el golpe infligido a la Iglesia “hasta un punto tal al que no habían llegado siquiera siglos de persecución”.
En nombre de la Iglesia expresa “abiertamente la vergüenza y el remordimiento”. Afronta el problema desde el punto de vista del derecho canónico – reafirmando con fuerza que ha sido su “falta de aplicación” por parte a veces también de los obispos, y no sus normas, como cierta prensa laicista pretendería, la que ha causado la “vergüenza” – y de la vida espiritual de los sacerdotes, cuyo descuido está en la raíz del problema, y a la que pide volver a través de la adoración eucarística, las misiones, la práctica frecuente de la confesión. Si estos remedios son tomados en serio es posible que la Providencia, que sabe extraer el bien incluso del peor de los males, pueda en el Año Sacerdotal iniciar para los sacerdotes “una etapa de renacimiento y de renovación espiritual”, demostrando “a todos que donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (cfr Rm 5, 20)”. Por otro lado, “que nadie imagine que esta penosa situación se resolverá en tiempo breve”.
Con todo el Papa – aunque no pretende ciertamente robar el oficio a los sociólogos – ofrece también elementos de interpretación de las raíces de un problema que, ciertamente, “no es específico ni de Irlanda ni de la Iglesia”. Tras haber evocado las glorias pluriseculares del catolicismo irlandés – una historia de santidad que no puede y no debe ser olvidada –, Benedicto XVI señala a las últimas décadas y a los “graves desafíos a la fe emanados de la rápida transformación y secularización de la sociedad irlandesa”.
“Se ha producido – explica el Papa – un rapidísimo cambio social, que ha menudo ha afectado con efectos adversos la tradicional adhesión del pueblo a las enseñanzas y a los valores católicos”. Ha habido una “rápida” descristianización de la sociedad, y se ha producido al mismo tiempo también dentro de la Iglesia “la tendencia, también por parte de sacerdotes y religiosos, a adoptar formas de pensamiento y de juicio de las realidades seculares sin referencia suficiente al Evangelio”. “El programa de renovación propuesto por el Concilio Vaticano Segundo fue a veces malinterpretado”. “Muy a menudo las práctica sacramentales y devocionales, la oración cotidiana y los retiros anuales” fueron “desatendidos”. “Y es en este contexto general” de “debilitamiento de la fe” y de “pérdida de respeto por la Iglesia y por sus enseñanzas” donde “debemos intentar comprender el desconcertante problema del abuso sexual de los menores”.
En este cuarto párrafo de la Carta a los católicos de Irlanda, Benedicto XVI entra en un terreno que es también el del sociólogo, y que naturalmente no está rígidamente separado de otros elementos de interpretación. Ciertamente, las normas del derecho canónico fueron violadas. Ciertamente, la vida de piedad de muchos sacerdotes se debilitó. ¿Pero porqué sucedió precisamente esto? ¿Y cuándo? Retomando temas familiares de su magisterio, Benedicto XVI cita entre las causas el “malentendimiento del Concilio” – en otro lugar habló de una “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” –, no de los documentos del Vaticano II en sí mismos. Pero también este “malentendido” fue posible en un cuadro general del que la Iglesia no podía estar completamente fuera, y que hoy está en el centro de un amplio debate.
Benedicto XVI entra así en el vasto debate que está en el centro de la sociología de las religiones contemporánea, el de la “secularización”. El debate fue particularmente “caliente” a finales del siglo XX, pero – también a través de intercambios entre expertos no siempre corteses – se llegó a un resultado que hoy la mayor parte de los sociólogos comparte. Si las dimensiones de la religión son tres – las “tres B”, en inglés believing (creer), belonging (pertenecer) y behaving (comportarse) – todos concuerdan que no hay, en Occidente – porque se habla de Occidente, mientras que para África o para Asia los términos son distintos – una significativa secularización de las creencias (believing).
La gran mayoría de las personas se declara aún creyente. A pesar de una activa propaganda, el número de los ateos no aumenta. En cambio, está claro para todos que existe una amplia secularización de los comportamientos (behaving). Del divorcio al aborto y a la homosexualidad, la sociedad y las leyes tienen cada vez menos en cuenta los preceptos de las Iglesias. El debate sigue vivo sobre la secularización de las pertenencias (belonging) y sobre la disminución de la práctica religiosa, porque existen muchas polémicas sobre el modo de recoger las estadísticas, y entre Estados Unidos y Europa, así como entre los diversos países europeos, los números varían. No hay duda, sin embargo, de que en algunos países el número de practicantes católicos y protestantes ha descendido de forma particularmente drástica en los últimos cincuenta años, y que entre estos están las Islas Británicas, si bien en Irlanda las cifras absolutas, aun en descenso, siguen siendo más altas que la media europea.
Tras atenuarse las polémicas sobre la noción de secularización, el debate se ha trasladado ampliamente sobre las causas y las fechas de inicio del proceso, con un denso diálogo entre historiadores y sociólogos. Más de una decena de años de discusión ha convencido a la mayoría de los expertos de que no se ha tratado de un proceso gradual. Ha habido una dramática aceleración de la secularización – de los comportamientos y de las pertenencias, no de las creencias – en los años 60. Los que los ingleses y americanos llaman the Sixties (los Sesenta) y que nosotros, concentrándonos en el año emblemático, llamamos “el Sesenta y ocho”, aparece cada vez más como el tiempo de una profunda revolución de las costumbres, con efectos cruciales y duraderos sobre la religión.
Hubo, por otro lado, un Sesenta y ocho en la sociedad y también un Sesenta y ocho en la Iglesia: precisamente 1968 es el año del rechazo público contra la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, una rebelión que, según un admirable e influyente estudio del filosofo americano recientemente desaparecido Ralph McInerny – Vaticano II - Che cosa è andato storto? – representa un punto de no retorno en la crisis del principio de autoridad en la Iglesia católica.
Uno se pude preguntar también si vino antes el huevo o la gallina, es decir, si fue el Sesenta y ocho en la sociedad el que influyó en el de la Iglesia, o si sucedió al contrario. Al inicio de los años 90 un teólogo católico podía escribir por ejemplo que la “revolución cultural” de 1968 “no fue un fenómeno de choque que se abatió desde fuera contra la Iglesia, sino que ésta fue preparada y provocada por los fermentos postconciliares del catolicismo”; el mismo “proceso de formación del terrorismo italiano de los primeros años 70”, cuyo vínculo con el 68 fue a su vez decisivo “permanece incomprensible si se prescinde de la crisis y de los fermentos internos al catolicismo postconciliar”. El teólogo en cuestión era el cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en su libro Una mirada a Europa.
Pero – aún – ¿por qué los años sesenta? Sobre el tema, por quedarnos en las Islas Británicas, Hugh McLeod publicó en 2007 en la Oxford University Press, un importante volumen – The Religious Crisis of the 1960s – que recapitula las discusiones en curso. Se contraponen dos tesis: la de Alan Gilbert según el cual lo que determinó la revolución de los años 60 fue el boom económico, que difundió el consumismo y alejó a las poblaciones de las iglesias, y la de Callum Brown, según la cual el factor decisivo fue la emancipación de las mujeres después de la difusión de la ideología feminista, del divorcio, de la píldora anticonceptiva y del aborto. McLeod piensa, justamente, en mi opinión, que un solo factor no puede explicar una revolución de este calado. Tienen que ver el boom económico y el feminismo, pero también aspectos más estrechamente culturales tanto desde fuera de las Iglesias y comunidades cristianas (el encuentro entre el psicoanálisis y el marxismo) como desde dentro (las “nuevas teologías”).
Sin entrar en los elementos más técnicos de esta discusión, Benedicto XVI en su Carta se muestra consciente del hecho de que hubo en los años Sesenta una auténtica revolución, no menos importante de la Reforma protestante o de la Revolución francesa, que fue “rapidísima” y que asestó un golpe durísimo a la “tradicional adhesión del pueblo a las enseñanzas y a los valores católicos”. Con mucha agudeza un pensador católico brasileño, Plinio Corrêa de Oliveira, habló en su tiempo de una Cuarta Revolución – después de la Reforma, de la Revolución francesa y de la soviética – más radical que las precedentes porque fue capas de penetrar in interiore homine y de revolucionar no sólo el cuerpo social, sino el cuerpo humano.
En la Iglesia católica no hubo en seguida conciencia suficiente del calado de esta revolución. Al contrario, esta contagió – considera hoy Benedicto XVI – “también a sacerdotes y religiosos”, determinó malentendidos en la interpretación del Concilio, causó “insuficiente formación humana, moral y espiritual en los seminarios y en los noviciados”.
En esto clima ciertamente no todos los sacerdotes insuficientemente formados o contagiados por el clima que siguió a los años Sesenta, y ni siquiera un porcentaje significativo de ellos, se convirtieron en pedófilos: sabemos por las estadísticas que el número real de curas pedófilos es muy inferior al que proponen ciertos media. Y con todo este número no es igual – como todos quisiéramos – a cero, y justifica las severísimas palabras del Papa. Pero el estudio de la “Cuarta Revolución” de los años 60, y de 1968, es crucial para entender lo que ha sucedido después, pedofilia incluida. Y para encontrar remedios reales a ella.
Si esta revolución, a diferencia de las precedentes, es moral y espiritual y toca la interioridad del hombre, sólo la restauración de la moralidad, de la vida espiritual y de una verdad integral sobre la persona humana podrán en último término llegar los remedios. Pero para esto los sociólogos, como siempre, no bastan: se necesitan los padres y maestros, los educadores y los santos. Y todos tenemos mucha necesidad del Papa: de este Papa, que una vez más – por retomar el título de su última encíclica – dice la verdad en la caridad y practica la caridad en la verdad.
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Massimo Introvigne es sociólogo y Director del CESNUR (Centro studi sulle nuove religioni).