CIUDAD DEL VATICANO, jueves 25 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Jornada Misionera Mundial 2010, que ha sido hecho público hoy por la Santa Sede.
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Queridos hermanos y hermanas,
El mes de octubre, con la celebración de la Jornada Misionera Mundial, ofrece a las comunidades diocesanas y parroquiales, a los Institutos de Vida Consagrada, a los Movimientos Eclesiales, al entero Pueblo de Dios, la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelio y dar a las actividades pastorales un más amplio respiro misionero. Esta cita anual nos invita a vivir intensamente los recorridos litúrgicos y catequéticos, caritativos y culturales, mediante los cuales Jesucristo nos convoca a la mesa de su Palabra y de la Eucaristía, para gustar el don de su Presencia, formarnos en su escuela y vivir cada vez más conscientemente unidos a Él, Maestro y Señor. Él mismo nos dice: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). Solo a partir de este encuentro con el Amor de Dios, que cambia la existencia, podemos vivir en comunión con Él y entre nosotros, y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble, dando razón de la esperanza que está en nosotros (cfr 1Pe 3,15). Una fe adulta, capaz de confiarse totalmente a Dios con actitud filial, nutrida por la oración, por la meditación de la Palabra de Dios y por el estudio de las verdades de fe, es condición para poder promover un humanismo nuevo, fundado en el Evangelio de Jesús.
En octubre, además, en muchos países se retoman las diversas actividades eclesiales tras la pausa veraniega, y la Iglesia nos invita a aprender de María, mediante el rezo del Santo Rosario, a contemplar el proyecto de amor del Padre sobre la humanidad, para amarla como Él la ama. ¿No es quizás este también el sentido de la misión?
El Padre, de hecho, nos llama a ser hijos amados en su Hijo, el Amado, y a reconocernos todos hermanos en Él, Don de Salvación para la humanidad dividida por la discordia y por el pecado, y Revelador del verdadero rostro de ese Dios que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21), es la petición que, en el Evangelio de Juan, algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. Ésta resuena también en nuestro corazón en este mes de octubre, que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a toda la Iglesia, “misionera por naturaleza” (Ad gentes, 2), y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, de comunidades fundadas en el Evangelio. En una sociedad multiétnica que cada vez más experimenta formas de soledad y de indiferencia preocupantes, los cristianos deben aprender a ofrecer signos de esperanza y a ser hermanos universales, cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas ilusiones o miedos inútiles, empeñarse en hacer del planeta la casa de todos los pueblos.
Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes no sólo que “hablen” de Jesús, sino que “hagan ver” a Jesús, que hagan resplandecer el Rostro del Redentor en todo rincón de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio y, especialmente, ante los jóvenes de cada continente, destinatarios privilegiados y sujetos del anuncio evangélico. Estos deben percibir que los cristianos llevan la palabra de Cristo porque Él es la Verdad, porque han encontrado en Él el sentido, la verdad para su vida.
Estas consideraciones remiten al mandato misionero que han recibido todos los bautizados y la Iglesia entera, pero que no puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y pastoral. De hecho, la conciencia de la llamada a anunciar el Evangelio estimula no sólo a cada uno de los fieles, sino a todas las comunidades diocesanas y parroquiales a una renovación integral y a abrirse cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias, para promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de todo pueblo, cultura, raza, nacionalidad, en toda latitud. Esta conciencia se alimenta a través de la obra de sacerdotes Fidei Donum, de consagrados, de catequistas, de laicos misioneros, en una búsqueda constante de promover la comunión eclesial, de modo que también el fenómeno de la “interculturalidad” pueda integrarse en el modelo de unidad, en el que el Evangelio sea fermento de libertad y de progreso, fuente de fraternidad, de humildad y de paz (cfr Ad gentes, 8). La Iglesia, de hecho, “está en Cristo como sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
La comunión eclesial nace del encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que en el anuncio de la Iglesia llega a los hombres y crea la comunión con Él mismo y por tanto con el Padre y con el Espíritu Santo (cfr 1Jn 1,3). Cristo establece la nueva relación entre Dios y el hombre. “El es quien nos revela que Dios es amor (1 Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles” (Gaudium et spes, 38).
La Iglesia se convierte en “comunión” a partir de la Eucaristía, en la que Cristo, presente en el pan y en el vino, con su sacrificio de amor edifica a la Iglesia como cuerpo suyo, uniéndonos al Dios uno y trino y entre nosotros (cfr 1Cor 10,16ss). En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis escribí: “No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él”(n. 84). Por esta razón, la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (Ibid.), capaz de llevar a todos a la comunión con Dios, anunciando con convicción: “lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1Jn 1,3).
Queridísimos, en esta Jornada Misionera Mundial en la que la mirada del corazón se dilata en los inmensos espacios de la misión, sintámonos todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar el Evangelio. ¡El empuje misionero siempre ha sido signo de vitalidad para nuestras Iglesias (cfr Cart. enc. Redemptoris missio, 2) y su cooperación es el testimonio singular de unidad, de fraternidad y de solidaridad, que hace creíbles anunciadores del Amor que salva!
Renuevo, por tanto, a todos la invitación a la oración y, a pesar de las dificultades económicas, al compromiso de la ayuda fraterna y al apoyo concreto de las Iglesias jóvenes. Este gesto de amor y de participación, que el precioso servicio de las Obras Misioneras Pontificias, a las que va mi gratitud, procederá a distribuir, sostendrá la formación de sacerdotes, seminaristas y catequistas en las más lejanas tierras de misión y animará a las jóvenes comunidades eclesiales.
En conclusión del mensaje anual para la Jornada Misionera Mundial, deseo expresar, con particular afecto, mi reconocimiento a los misioneros y a las misioneras, que dan testimonio en los lugares más lejanos y difíciles, a menudo también con la vida, de la llegada del Reino de Dios. A ellos, que represe
ntan las vanguardias del anuncio del Evangelio, va la amistad, la cercanía y el apoyo de cada creyente. «Dios, (que) ama a quien da con alegría» (2Cor 9,7) les colme de fervor espiritual y de profunda alegría.
Como el “sí» de María, toda respuesta generosa de la Comunidad eclesial a la invitación divina al amor de los hermanos suscitará una nueva maternidad apostólica y eclesial (cfr Gal 4,4.19.26), que dejándose sorprender por el misterio de Dios amor, el cual «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4), dará confianza y audacia a los nuevos apóstoles. Esta respuesta hará a todos los creyentes capaces de estar “alegres en la esperanza” (Rm 12,12) realizando el proyecto de Dios, que quiere “que todo el género humano forme un solo Pueblo de Dios, se constituya en Cuerpo de Cristo, se estructure en un templo del Espíritu Santo” (Ad gentes, 7).
En el Vaticano, 6 de febrero de 2010
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]