CIUDAD DEL VATICANO, viernes 26 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la transcripción del diálogo mantenido ayer entre el Papa Benedicto XVI y los jóvenes de Roma, congregados en la Plaza de San Pedro para la conmemoración del vigésimo quinto aniversario de la primera Jornada Mundial de la Juventud.
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– Padre Santo el joven del Evangelio preguntó a Jesús: maestro bueno, ¿qué debo hacer para tener la vida eterna? Yo no sé siquiera qué es la vida eterna. No consigo imaginármela, pero sé una cosa: no quiero tirar mi vida, quiero vivirla hasta el fondo, y no estar sola. Tengo miedo de que esto no suceda, tengo miedo de pensar sólo en mí misma, de equivocarme en todo y de encontrarme sin una meta que alcanzar, viviendo al día. ¿Es posible hacer de mi vida algo hermoso y grande?
Queridos jóvenes,
antes de responder a la pregunta quisiera decir gracias de corazón por toda vuestra presencia, por este maravilloso testimonio de fe, de querer vivir en comunión con Jesús, por vuestro entusiasmo en el seguir a Jesús y vivir bien. ¡Gracias!
Y ahora la pregunta. Usted nos ha dicho que no sabe qué es la vida eterna y que no sabe imaginársela. Ninguno de nosotros es capaz de imaginar la vida eterna, porque está fuera de nuestra experiencia. Con todo, podemos comenzar a comprender qué es la vida eterna, y creo que usted, con su pregunta, nos ha dado una descripción de lo esencial de la vida eterna, es decir, de la verdadera vida: no tirar la vida, vivirla en profundidad, no vivir para sí mismos, no vivir al día, sino vivir realmente la vida en su riqueza y en su totalidad. ¿Y cómo hacer? Esta es la gran cuestión, con la que el rico del Evangelio vino al Señor (cfr Mc 10,17). A primera vista, la respuesta del Señor parece muy seca. En resumen, dice: observa los mandamientos (cfr Mc 10,19). Pero detrás, si reflexionamos bien, si escuchamos bien al Señor, en la totalidad del Evangelio, encontramos la gran sabiduría de la Palabra de Dios, de Jesús. Los mandamientos, según otra Palabra de Jesús, se resumen en este único: amar a Dios con todo el corazón, con toda la razón, con toda la existencia y amar al prójimo como a sí mismo. Amar a Dios, supone conocer a Dios, reconocer a Dios. Y este es el primer paso que debemos hacer: intentar conocer a Dios. Y así sabemos que nuestra vida no existe por casualidad, no es casualidad. Mi vida es querida por Dios desde la eternidad. Yo soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto conmigo en la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mi. Mi vida es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en profundidad y me espera. Por tanto, este es el primer punto: conocer, intentar conocer a Dios y comprender así que la vida es un don, que es bueno vivir. Después lo esencial es el amor. Amar a este Dios que me ha creado, que ha creado este mundo, que gobierna entre todas las dificultades del hombre y de la historia, y que me acompaña. Y amar al prójimo.
Los diez mandamientos a los que Jesús apunta en su respuesta, son sólo una explicitación del mandamiento del amor. Son, por así decirlo, reglas del amor, indican el camino del amor con estos puntos esenciales: la familia, como fundamento de la sociedad; la vida, que hay que respetar como don de Dios; el orden de la sexualidad, de la relación entre hombre y mujer; el orden social, y finalmente, la verdad. Estos elementos esenciales explicitan el camino del amor, explicitan cómo amar realmente y cómo encontrar el camino recto. Por tanto, hay una voluntad fundamental de Dios para todos nosotros, que es idéntica para todos nosotros. Pero su aplicación es diversa en cada vida, porque Dios tiene un proyecto preciso con cada hombre. San Francisco de Sales dijo una vez: la perfección, es decir, ser bueno, vivir la fe y el amor, es sustancialmente una, pero con formas muy distintas. Muy diversa es la santidad de un cartujo y de un político, de un científico o de campesino, etc. Y así, para cada hombre, Dios tiene su proyecto y yo tengo que encontrar, en mis circunstancias, mi manera de vivir esta única y común voluntad de Dios, cuyas grandes reglas están indicadas en esta explicitación del amor. Y buscar también por tanto realizar lo que es la esencia del amor, es decir, no tomar mi vida para mí, sino dar la vida; no “tener” la vida, sino hacer de la vida un don, no buscarme a mí mismo sino darme a los demás. Esto es lo esencial, e implica renuncias, es decir, salir de mí mismo y no buscarme a mí mismo. Y precisamente no buscándome a mí mismo, sino dándome para las cosas grandes y verdaderas, encuentro la verdadera vida. Así cada uno encontrará, en su vida, las distintas posibilidades: comprometerse en el voluntariado, en una comunidad de oración, en un movimiento, en la acción de su parroquia, en su propia profesión. Encontrar mi vocación y vivirla en cada lugar es importante y fundamental, sea uno un gran científico o un campesino. Todo es importante a los ojos de Dios: es hermoso si se vive hasta el fondo con ese amor que realmente redime al mundo.
Para terminar quisiera contar una pequeña historia de santa Giuseppina Bakhita, esta pequeña santa africana que en Italia encontró a Dios y a Cristo, y que me produce siempre una gran impresión. Era monja en un convento italiano; un día, el obispo del lugar visitó ese monasterio, vio a esta pequeña monja negra, de la que al parecer no sabía nada, y dijo: “Hermana, ¿que hace usted aquí?” Y Bakhita respondió: “Lo mismo que hace usted, excelencia”. El obispo, visiblemente irritado, dijo: «¿Pero cómo, hermana, hace lo mismo que yo?”. “Sí, – dice la monja – ambos queremos hacer la voluntad de Dios, ¿no es cierto?”. Al final este es el punto esencial: conocer, con ayuda de la Iglesia, de la Palabra de Dios y de los amigos, la voluntad de Dios, sea en sus grandes líneas, comunes para todos, sea en la concreción de mi vida personal. Así la vida quizás no llegue a ser demasiado fácil, pero sí hermosa y feliz. Oremos al Señor para que nos ayude siempre a encontrar su voluntad y a seguirla con alegría.
– El Evangelio nos ha dicho que Jesús miró a aquel joven y le amó. Padre Santo, ¿qué quiere decir ser mirados con amor por Jesús; cómo podemos tener hoy también nosotros esta experiencia? ¿Es de verdad posible vivir esta experiencia también en esta vida de hoy?
Naturalmente diré que sí, porque el Señor está siempre presente y nos mira a cada uno de nosotros con amor. Sólo que nosotros tenemos que hallar esta mirada y encontrarnos con él. ¿Cómo hacer? Diría que el primer punto para encontrarnos con Jesús, para tener experiencia de su amor, es conocerlo. Conocer a Jesús implica varios caminos. Una primera condición es conocer la figura de Jesús como aparece en los Evangelios, que nos dan un retrato muy rico de la figura de Jesús, en las grandes parábolas, pensemos en el hijo pródigo, en el samaritano, en Lázaro, etc. En todas las parábolas, en todas sus palabras, en el sermón de la montaña, encontramos realmente el rostro de Jesús, el rostro de Dios hasta en la cruz, donde, por amor a nosotros, se da totalmente hasta la muerte y puede, al final, decir En tus manos Padre entrego mi vida, mi alma (cfr Lc 23,46).
Por tanto: conocer, meditar a Jesús junto con los amigos, con la Iglesia y conocer a Jesús no sólo de una forma académica, teórica, sino con el corazón, es decir, hablar con Jesús en la oración. A una persona no se la puede conocer de la misma forma como puedo estudiar matemáticas. Para las matemáticas es necesaria y suficiente la razón, pero para conocer a una persona, es más, la gran persona de Jesús, Dios y hombre, es necesaria también la razón, pero al mismo tiempo, también el corazón. Sólo con la apertura del corazón a él, sólo con el conocimiento del conjunto de cuanto ha dicho y cuanto ha hecho, con nuestro amor, con nuestro
ir hacia él, podemos poco a poco conocerle cada vez más y así tener la experiencia de ser amados. Por tanto: escuchar la Palabra de Jesús, escucharla en la comunión de la Iglesia, en su gran experiencia y responder con nuestra oración, con nuestro coloquio personal con Jesús, en el que le decimos lo que no podemos entender, nuestras necesidades, nuestras preguntas. En un verdadero coloquio, podemos encontrar cada vez más este camino del conocimiento, que se convierte en amor. Naturalmente, no sólo pensar, no sólo rezar, sino hacer también una parte del camino hacia Jesús: hacer cosas buenas, comprometerse por el prójimo. Hay diversos caminos; cada uno conoce sus propias posibilidades, en la parroquia y en la comunidad en la que vive, para comprometerse también con Cristo y por los demás, por la vitalidad de la Iglesia, para que la fe sea verdaderamente formadora de nuestro ambiente, y así de nuestra época. Por tanto, diría estos elementos: escuchar, responder, entrar en la comunidad creyente, comunión con Cristo en los sacramentos, donde se da a nosotros, tanto en la Eucaristía como en la confesión, etc., y finalmente hacer, realizar las palabras de la fe para que se conviertan en fuerza de mi vida y aparezca verdaderamente a mí la mirada de Jesús y su amor que me ayuda, me transforma.
– Jesús invitó al joven rico a dejar todo y a seguirle, pero él se fue triste. También a mí como a él me cuesta seguirle, porque tengo miedo de dejar mis cosas y quizás la Iglesia me pida renuncias difíciles. Padre Santo ¿cómo puedo encontrar la fuerza para las decisiones valientes, y quien puede ayudarme?
Bien, comencemos con esta palabra dura para nosotros: renuncias. Las renuncias son posibles y, al final, se convierten también en hermosas si tienen un porqué y si este porqué justifica después también la dificultad de la renuncia. San Pablo usó, en este contexto, la imagen de las olimpiadas y de los atletas empeñados en las olimpiadas (cfr 1Cor 9,24-25). Dice: Ellos, para llegar finalmente a la medalla – en aquel tiempo a la corona – deben vivir una disciplina muy dura, deben renunciar a muchas cosas, deben ejercitarse en el deporte que practican y hacen grandes sacrificios y renuncias porque tienen una motivación, vale la pena. Aunque al final, quizás, no estén entre los vencedores, con todo es una cosa hermosa haberse disciplinado a sí mismos y haber sido capaces de hacer estas cosas con una cierta perfección. La misma cosa que vale, con esta imagen de san Pablo, para las olimpiadas, para todo deporte, vale también para todas las demás cosas de la vida. Una vida profesional buena no se puede alcanzar sin renuncias, sin una preparación adecuada, que exige siempre una disciplina, exige que se deba renunciar a algo, etc., también en el arte y en todos los elementos de la vida. Todos nosotros comprendemos que para alcanzar un objetivo, sea profesional, deportivo, artístico, cultural, debemos renunciar, aprender para ir adelante. Precisamente también el arte de vivir, de ser uno mismo, el arte de ser hombre exige renuncias, y las renuncias verdaderas, que nos ayudan a encontrar el camino de la vida, el arte de la vida, se nos indican en la palabra de Dios y nos ayudan a no caer – digamos – en el abismo de la droga, del alcohol, en la esclavitud de la sexualidad, en la esclavitud del dinero, de la pereza. Todas estas cosas, en un primer momento, aparecen como actos de libertad. En realidad no son actos de libertad, sino el comienzo de una esclavitud que se convierte cada vez en más insuperable. Conseguir renunciar a la tentación del momento, ir hacia el bien crea la verdadera libertad y hace preciosa la vida. En este sentido, me parece, debemos ver que sin un “no” a ciertas cosas no crece el gran “sí” a la verdadera vida, como la vemos en la figura de los santos. Pensemos en san Francisco, pensemos en los santos de nuestro tiempo, en Madre Teresa, don Gnocchi y tantos otros, que han renunciado y que han vencido y que hoy son no sólo libres ellos mismos, sino también una riqueza para el mundo y nos muestran cómo se puede vivir. Así a la pregunta “quién me ayuda”, diría que ayudan las grandes figuras de la historia de la Iglesia, nos ayuda la Palabra de Dios, nos ayuda la comunidad parroquial, el movimiento, el voluntariado, etc. Y nos ayudan las amistades de hombres que “van adelante”, que ya han hecho progresos en el camino de la vida y que pueden convencerme de que caminar así es el camino justo. Oremos al Señor para que nos de siempre amigos, comunidades que nos ayudan a ver el camino del bien y a encontrar así la vida bella y gozosa.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]