CIUDAD DEL VATICANO, lunes 29 de marzo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI, durante la Eucaristía celebrada en la Basílica de San Pedro, con motivo del V aniversario de la muerte del Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II.
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Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio
queridos hermanos y hermanas,
Estamos reunidos en torno al altar, junto a la tumba del Apóstol Pedro, para ofrecer el Sacrificio eucarístico en sufragio del alma elegida del Venerable Juan Pablo II, en el quinto aniversario de su partida. Lo hacemos con algún día de anticipación, porque el 2 de abril será este año el Viernes Santo. Estamos, en cualquier caso, dentro de la Semana Santa, contexto de lo más propicio para el recogimiento y la oración, en el que la Liturgia nos hace revivir más intensamente las últimas jornadas de la vida terrena de Jesús. Deseo expresar mi reconocimiento a todos vosotros que tomáis parte en esta Santa Misa. Saludo cordialmente a los cardenales – de modo especial al arzobispo Stanislaw Dziwisz – a los obispos, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas; como también a los peregrinos venidos a propósito desde Polonia, los muchos jóvenes y los numerosos fieles que no han querido faltar a esta Celebración.
En la primera lectura bíblica que se ha proclamado, el profeta Isaías presenta la figura de un «Siervo de Dios», que es al mismo tiempo su elegido, en el que él se complace. El Siervo actuará con firmeza indestructible, con una energía que no disminuye hasta que él no haya realizado la tarea que se le ha asignado. Y sin embargo, no tendrá a su disposición esos medios humanos que parecen indispensables en la realización de un plan tan grandioso. Él se presentará con la fuerza de la convicción, y será el Espíritu que Dios ha puesto en él el que le de la capacidad de actuar con dulzura y con fuerza, asegurándole el éxito final. Lo que el profeta inspirado dice del Siervo, lo podemos aplicar al amado Juan Pablo II: el Señor le llamó a su servicio y, al confiarle tareas de cada vez mayor responsabilidad, le acompañó también con su gracia y con su asistencia continua. Durante su largo pontificado, él se prodigó en proclamar el derecho con firmeza, sin debilidades ni vacilaciones, sobre todo cuando debía medirse con resistencias, hostilidades y rechazos. Sabía que estaba tomado de la mano por el Señor, y esto le permitió ejercer un ministerio muy fecundo, por el cual, una vez más, damos fervientes gracias a Dios.
El Evangelio proclamado hace un momento nos lleva a Betania, donde, como escribe el Evangelista, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro (Jn 12,1). Este banquete en casa de los tres amigos de Jesús se caracteriza por los presentimientos de la muerte inminente: los seis días antes de Pascua, la sugerencia del traidor Judas, la respuesta de Jesús que recuerda uno de los actos piadosos de la sepultura anticipado por María, la observación de que no siempre le tendrían con ellos, el propósito de eliminar a Lázaro, en el que se refleja la voluntad de matar a Jesús. En este relato evangélico, hay un gesto sobre el que quisiera llamar la atención: María de Betania «tomó trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy precioso, ungió los pies de Jesús, después los secó con sus cabellos” (12,3). El gesto de María es la expresión de una fe y de un amor grande hacia el Señor: para ella no es suficiente lavar los pies del Maestro con el agua, sino que los unge con una gran cantidad de perfume precioso, que – como protestará Judas – se habría podido vender por trescientos denarios; no unge, además, la cabeza, como era costumbre, sino los pies: María ofrece a Jesús cuanto tiene de más precioso y con un gesto de devoción profunda. El amor no calcula, no mide, no lleva cuentas, no pone barreras, sino que sabe donar con alegría, busca solo el bien del otro, vence la mezquindad, la roñería, los resentimientos, las cerrazones que el hombre lleva a veces en su corazón.
María se pone a los pies de Jesús en humilde actitud de servicio, como lo hará el mismo Maestro en la Última Cena, cuando – nos dice el cuarto Evangelio – «se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos”(Jn 13,4-5), para que – dijo – «también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (v. 15): la regla de la comunidad de Jesús es la del amor que sabe servir hasta el don de la vida. Y el perfume se expande: “Y la casa – anota el Evangelista – se llenó del olor del perfume” (Jn 12,3). El significado del gesto de María, que es respuesta al Amor infinito de Dios, se difunde entre todos los convidados; todo gesto de caridad y de devoción auténtica a Cristo no se queda en un acto personal, no afecta sólo a la relación entre el individuo y el Señor, sino que afecta a todo el cuerpo de la Iglesia, es contagioso: infunde amor, alegría, luz.
«Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11): al acto de María se contraponen la actitud y las palabras de Judas que, bajo el pretexto del auxilio que llevar a los pobres, esconde el egoísmo y la falsedad del hombre cerrado en sí mismo, encadenado por la avidez de poseer, que no se deja envolver por el buen perfume del amor divino. Judas calcula allí donde no se puede calcular, entra con ánimo mezquino donde el espacio es el del amor, del don, de la dedicación total. Y Jesús, que hasta aquel momento había permanecido en silencio, interviene a favor del gesto de María: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura» (Jn 12,7). Jesús comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya su “hora” se acerca, la “hora” en la que el Amor encontrará su expresión suprema en el leño de la Cruz: el Hijo de Dios se dona a sí mismo para que el hombre tenga la vida, baja a los abismos de la muerte para llevar al hombre a las alturas de Dios, no tiene miedo “obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fl 2,8). San Agustín, en el Sermón en el que comenta este pasaje evangélico, dirige a cada uno de nosotros, con palabras apremiantes, la invitación a entrar en este circuito de amor, imitando el gesto de María y poniéndose concretamente en el seguimiento de Jesús. Escribe Agustín: «Toda alma que quiera ser fiel, se une a María para ungir con perfume precioso los pies del Señor… Unge los pies de Je´sus: sigue las huellas del Señor conduciendo una vida digna. Sécale los pies con los cabellos: si tienes algo superfluo dalo a los pobres, y habrás secado los pies del Señor» (In Ioh. evang., 50, 6).
¡Queridos hermanos y hermanas! Toda la vida del Venerable Juan Pablo II se desarrolló en el signo de esta caridad, de la capacidad de donarse de forma generosa, sin reservas, sin medidas, sin cálculo. Lo que lo movía era el amor hacia Cristo, al que había consagrado su vida, un amor sobreabundante e incondicionado. Y precisamente porque se acercó cada vez más a Dios en el amor, pudo hacerse compañero de viaje para el hombre de hoy, dispersando en el mundo el perfume del Amor de Dios. Quien tuvo la alegría de conocerle y frecuentarle, pudo tocar con la mano cuán viva en él la certeza “de contemplar la bondad del Señor en la tierra de los vivos», como hemos escuchado en el Salmo responsorial (26/27,13); certeza que lo acompañó en el curso de su existencia y que, de modo particular, se manifestó durante el último periodo de su peregrinación sobre esta tierra: la progresiva debilidad física, de hecho, no corroyó nunca su fe rocosa, su luminosa esperanza, su ferviente caridad. Se dejó consumir por Cristo, por la Iglesia, por el mundo entero: el suyo fue un sufrimiento vivido hasta el final por amor y con amor.
En la Homilía por el XXV aniversario de su
Pontificado, él confió haber sentido fuerte en su corazón, en el momento de la elección, la pregunta de Jesús a Pedro: “¿Me amas? ¿Me amas más que estos…? ( 21,15-16); y añadió: «Cada día tiene lugar dentro de mi corazón el mismo diálogo entre Jesús y Pedro. En el espíritu, fijo en la mirada benévola de Cristo resucitado. Él, aun consciente de mi fragilidad humana, me anima a responder con confianza, como Pedro; “Señor, tu lo sabes todo, tu sabes que te quiero» (Jn 21,17). Y después me invita a asumir las responsabilidades que él mismo me ha confiado” (16 octubre 2003). ¡Son palabras llenas de fe y de amor, el amor de Dios, que lo vence todo!
[En polaco dijo]
Finalmente quiero saludar a los polacos aquí presentes. Os reunís en gran número alrededor de la tumba del Venerable Siervo de Dios con un sentimiento especial, como hijas e hijos de la misma tierra, crecidos en la misma cultura y tradición espiritual. La vida y la obra de Juan Pablo II, gran polaco, puede ser para vosotros motivo de orgullo. Pero es necesario que recordéis que esta es también una gran llamada a ser fieles testigos de la fe, de la esperanza y del amor, que él nos enseñó ininterrumpidamente. Que por la intercesión de Juan Pablo II, os sostenga siempre la bendición del Señor.
[Después prosiguió en italiano]
Mientras proseguimos la Celebración eucarística, mientras nos preparamos para vivir los días gloriosos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, confiémonos con confianza – a ejemplo del Venerable Juan Pablo II – a la intercesión de la Beata Virgen María, Madre de la Iglesia, para que nos sostenga en el compromiso d ser, en toda circunstancia, apóstoles infatigables de su Hijo divino y de su Amor misericordioso. ¡Amen!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]