ROMA, jueves 6 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Responsables eclesiales, estudiosos y miembros de diversos movimientos cristianos se reunieron este martes en Roma en el congreso internacional, promovido por la Comunidad de San Egidio, Los pobres son el tesoro precioso de la Iglesia: ortodoxos y católicos juntos en el camino de la caridad.
En la raíz del encuentro se encontraba la reflexión sobre la acogida de los más frágiles en nuestras ciudades, y después el testimonio de los Padres de la Iglesia y los desafíos dictados por los nuevos problemas sociales.
Intervinieron, entre otros, Arkadij Satov (presidente del Departamento sinodal para la caridad del patriarcado de Moscú), Filaret (metropolitano de Minsk y Sluck) y el cardenal Roger Etchegaray (vicedecano del colegio cardenalicio).
“El objetivo de la existencia es dar”, explica Laurentiu, arzobispo de Sibiu. Si no fuera sí, ¿cómo podría ser de otra manera?
“Lo que tenemos -aclara Zoran Nedeljkovic, director de la Biblioteca del Patriarcado de Serbia- nos es dado en préstamo y por eso deberemos restituirlo”.
Lo que hable de nosotros, de hecho, no será la riqueza poseída, sino en primer lugar las obras realizadas. Especialmente frente a los que viven en las afueras de la ciudad, precisamente allí donde “la Iglesia -como recuerda monseñor Vincenzo Paglia, obispo de Terni-, desde sus primeros pasos se ha cruzado con los pobres”.
Así, si Basilio quiso ayudar a los numerosos necesitados creando para ellos un pueblo llamado Basiliade, Juan Crisóstomo vendió en cambio los objetos preciosos que llenaban la casa episcopal, consagrando su gran rendimiento a la fundación de hospitales y al mantenimiento de los marginados.
“Si queréis honrar el cuerpo de Cristo -predicó-, no lo desdeñéis cuando esté desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con piezas de seda, mientras fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez”.
En África, también Agustín sintió el drama de los pobres que acudían a las grandes ciudades habitadas.
Por eso, presiona a los administradores de la catedral de Ipona para adquirir todo un barrio con sus estructuras industriales, cuyos ingresos sirvieran para las exigencias del culto y para los pobres, a menudo miembros de la misma comunidad cristiana, que acogía a extranjeros, huérfanos, viudas y víctimas de asaltos.
“Dar limosna -comentaba Agustín- es como tu portero. Lleva por ti al cielo lo que tú das”.
Más cercanas a nosotros en el tiempo, finalmente, las personas han intentado construir un “mundo nuevo”, “de manera utópica y violenta -explica Andrea Riccardi, fundador de San Egidio- sobre el camino de una visión ideológica”, que era la del comunismo y otros totalitarismos.
En el proyecto de aquel “mundo nuevo”, “ya no era necesaria la caridad evangélica, de la que la Iglesia hablaba desde hacía siglos”.
Los cristianos, enfrentados a aquella utopía, fueron sentados en el banco de los acusados: “¿No eran cómplices de la miseria de tantos pobres, enseñándoles la resignación y ayudándoles de manera episódica, sin transformar profundamente la realidad social?”.
El desafío, iniciado en el Ochocientos con el crecimiento de los movimientos socialistas y el divorcio entre la Iglesia y el mundo proletario, creció en el Novecientos, con la realización de los regímenes comunistas.
“Para ellos, la Iglesia, enemiga de la clase obrera y del progreso social, era un vestigio del pasado a eliminar”.
Exiliada, la Iglesia tenía prohibido celebrar el triunfo de la igualdad social que debía realizarse a través de la caridad.
Sin embargo, hombres y mujeres de fe han intentado salvar el abismo creado entre la Iglesia y los pobres: Raúl Follereau, Albert Schweitzer, Giorgio La Pira, la gran duquesa Maria Isabel de Russia, la monja ortodoxa Maria Skobtsov y la Madre Teresa de Calcuta son sólo algunos nombres.
Al llegar el siglo XXI, “el humanismo cristiano -concluye monseñor Marco Gnavi, de la Comunidad de San Egidio- se pone finalmente a prueba en la arquitectura urbana y humana de la ciudad moderna, producto y síntesis de las tensiones de un mundo globalizado”.
El pobre, en este contexto, “recuerda el límite y la fragilidad de nuestra condición y es portador de una petición a veces desesperada de humanización del ambiente que lo rodea. Indica lo que le falta a nuestra convivencia y provoca la mirada interior para ver más allá de la satisfacción del deseo personal y material”.
Por otra parte, la perenne novedad del cristianismo estaba, y está, en alimentar una mirada: quien ve a los pobres y tiene compasión de ellos empieza a mirar de una manera diferente.
Un gran obispo de Roma, el papa Gregorio Magno, enseñaba: “Cuando más se dilata uno en el amor al prójimo, tanto más se eleva en el conocimiento de Dios”.
“Inclinándose hacia el prójimo, se adquiere la fuerza para estar derecho -añadía-. Esa caridad que nos hace humildes y compasivos, nos eleva después al grado más alto de la contemplación”.
[Por Mariaelena Finessi, traducción del italiano por Patricia Navas]