CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 19 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el contenido de la intervención del Papa Benedicto XVI hoy, durante la Audiencia General concedida en la Plaza de San Pedro, a los cerca de 13.000 peregrinos presentes, procedentes de todo el mundo.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas
hoy deseo recorrer junto a vosotros las diversas etapas del Viaje apostólico que realicé en estos días pasados a Portugal, movido especialmente por un sentimiento de reconocimiento hacia la Virgen María, que en Fátima transmitió a sus videntes y a los peregrinos un intenso amor por el Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios que me ha dado la posibilidad de rendir homenaje a ese pueblo, a su larga y gloriosa historia de fe y de testimonio cristiano. Por tanto, como os había pedido que acompañaseis esta visita pastoral mía con la oración, ahora os pido que os unáis a mí al dar gracias a Dios por su feliz desarrollo y conclusión. A Él confío los frutos que ha traído y traerá a la comunidad eclesial portuguesa y a toda la población. Renuevo la expresión de mi vivo reconocimiento al Presidente de la República, señor Anibal Cavaco Silva y a las demás Autoridades del Estado, que me han acogido con tanta cortesía y han predispuesto cada cosa para que todo pudiese llevarse a cabo de la mejor manera posible. Con intenso afecto, recuerdo a los hermanos obispos de las diócesis portuguesas, a quienes he tenido la alegría de abrazar en su tierra, y les agradezco fraternalmente por cuanto han hecho para la preparación espiritual y organizativa de mi visita, y por el notable empeño dedicado en su realización. Dirijo un pensamiento particular al Patriarca de Lisboa, cardenal José da Cruz Policarpo, a los obispos de Leiría-Fátima, monseñor Antonio Augusto dos Santos Marto, y de Oporto, monseñor Manuel Macario do Nascimento Clemente, y a sus respectivos colaboradores, como también a los diversos organismos de la Conferencia Episcopal guiada por el obispo monseñor Jorge Ortiga.
A lo largo de todo el viaje, realizado con ocasión del décimo aniversario de la beatificación de los pastorcillos Jacinta y Francisco, me he sentido espiritualmente apoyado por mi amado predecesor, el venerable Juan Pablo II, que estuvo tres veces en Fátima, agradeciendo esa “mano invisibile” que le libró de la muerte en el atentado del trece de mayo, aquí en esta Plaza de San Pedro. La tarde de mi llegada celebré la Santa Misa en Lisboa, en el encantador escenario del Terreiro do Paço, que se asoma sobre el río Tajo. Fue una asamblea litúrgica de fiesta y de esperanza, animada por la participación gozosa de numerosísimos fieles. En la Capital, de donde partieron en el transcurso de los siglos tantos misioneros para llevar el Evangelio a muchos continentes, animé a los diversos componentes de la Iglesia local a una vigorosa acción evangelizadora en los diversos ámbitos de la sociedad, para ser sembradores de esperanza en un mundo a menudo marcado por la desconfianza. En particular, exhorté a los creyentes a hacerse anunciadores de la muerte y resurrección d Cristo, corazón del cristianismo, centro y fundamento de nuestra fe y motivo de nuestra alegría. Pude manifestar estos sentimientos también durante el encuentro con los representantes del mundo de la cultura, que se celebró en el Centro Cultural de Belém. En esta ocasión puse de manifiesto el patrimonio de valores con los que el cristianismo ha enriquecido la cultura, el arte y la tradición del Pueblo portugués. En esta noble Tierra, como en todo otro país marcado profundamente por el cristianismo, es posible construir un futuro de comprensión fraterna y de colaboración con las demás instancias culturales, abriéndose recíprocamente a un diálogo sincero y respetuoso.
Me dirigí después a Fátima, pequeña ciudad caracterizada por una atmósfera de auténtico misticismo, en la que se advierte de manera casi palpable la presencia de la Virgen. Me hice peregrino con los peregrinos en ese admirable Santuario, corazón espiritual de Portugal y meta de una multitud de personas procedentes de los lugares más diversos de la tierra. Tras haber permanecido en recogimiento orante y conmovido en la Capillita de las Apariciones en Cova da Iria, presentando al Corazón de la Virgen Santa las alegrías y las esperanzas además de los problemas y los sufrimientos del mundo entero, en la iglesia de la Santísima Trinidad tuve la alegría de presidir la celebración de las Vísperas de la Beata Virgen María. Dentro de este templo grande y moderno, manifesté mi vivo aprecio a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los diáconos y a los seminaristas venidos de todas partes de Portugal, agradeciéndoles por su testimonio a menudo silencioso y no siempre fácil y por su fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En este Año Sacerdotal, que llega a su fin, animé a los sacerdotes a dar prioridad a la escucha religiosa de la Palabra de Dios, al conocimiento íntimo de Cristo, a la intensa celebración de la Eucaristía, mirando al luminoso ejemplo del Santo Cura de Ars. No dejé de confiar y consagrar al Corazón Inmaculado de María, verdadero modelo de discípula del Señor, a los sacerdotes de todo el mundo.
Por la noche, con miles de personas que se habían dado cita en la gran explanada ante el Santuario, participé en la sugestiva procesión de las velas. Fue una estupenda manifestación de fe en Dios y de devoción a la Madre suya, expresadas con el rezo del Santo Rosario. Esta oración tan querida al pueblo cristiano encontró en Fátima un centro propulsor para toda la Iglesia y el mundo. La “Blanca Señora”, en la aparición del 13 de junio, dijo a los tres Pastorcitos: “Quiero que recéis el Rosario todos los días”. Podríamos decir que Fátima y el Rosario son casi un sinónimo.
Mi visita a ese lugar tan especial tuvo su culmen en la Celebración eucarística del 13 de mayo, aniversario de la primera aparición de la Virgen a Francisco, Jacinta y Lucía. Recordando las palabras del profeta Isaías, invité a esta inmensa asamblea reunida, con gran amor y devoción, a los pies de la Virgen a alegrarse plenamente en el Señor (cfr Is 61, 10), porque su amor misericordioso, que acompaña nuestra peregrinación sobre esta tierra, es la fuente de nuestra gran esperanza. Y precisamente de esperanza está lleno el mensaje comprometido y al mismo tiempo consolador que la Virgen dejó en Fátima. Es un mensaje centrado en la oración, en la penitencia y en la conversión, que se proyecta más allá de las amenazas, los peligros y los horrores de la historia, para invitar al hombre a tener confianza en la acción de Dios, a cultivar la gran Esperanza, a hacer experiencia de la gracia del Señor para enamorarse de Él, fuente del amor y de la paz.
En esta perspectiva, fue significativo la apasionante cita con las organizaciones de la pastoral social, a las que indiqué el estilo del buen samaritano para salir al encuentro de las necesidades de los hermanos más menesterosos y para servir a Cristo, promoviendo el bien común. Muchos jóvenes aprenden la importancia de la gratuidad precisamente en Fátima, que es una escuela de fe y de esperanza, porque es también escuela de caridad y de servicio a los hermanos. En este contexto de fe y de oración, se celebró el importante y fraternal encuentro con el Episcopado portugués, como conclusión de mi visita en Fátima: fue un momento de intensa comunión espiritual, en el que dimos juntos gracias al Señor por la fidelidad de la Iglesia que está en Portugal, y confiamos a la Virgen las esperanzas y preocupaciones pastorales comunes. Estas esperanzas y perspectivas pastorales las mencioné también en el transcurso de la Santa Misa, celebrada en la histórica y simbólica ciudad de Oporto, la “Ciudad de la Virgen”, última etapa de mi peregrinación en tierra lusa. A la gran muchedumbre de fieles reunida en la Avenida dos Aliados recordé el comp
romiso de testimoniar el Evangelio en todo ambiente, ofreciendo al mundo a Cristo resucitado para que cada situación de dificultad, de sufrimiento, de miedo se transforme, mediante el Espíritu Santo, en ocasión de crecimiento y de vida.
Queridos hermanos y hermanas, la peregrinación a Portugal ha sido para mí una experiencia conmovedora y rica de muchos dones espirituales. Mientras permanecen fijas en mi mente y en mi corazón las imágenes de este viaje inolvidable, la acogida calurosa y espontánea, el entusiasmo de la gente, alabo al Señor porque María, apareciéndose a los tres Pastorcillos, abrió en el mundo un espacio privilegiado para encontrar la misericordia divina que cura y salva. En Fátima, la Virgen Santa invita a todos a considerar la tierra como el lugar de nuestra peregrinación hacia la patria definitiva, que es el Cielo. En realidad todos somos peregrinos, necesitamos de la Madre que nos guía. “Contigo caminamos en la esperanza, sabiduría y misión”, es el lema de mi Viaje Apostólico a Portugal, y en Fátima la beata Virgen María nos invita a caminar con gran esperanza, dejándonos guiar por la “sabiduría de lo alto” que se ha manifestado en Jesús, la sabiduría del amor, para llevar al mundo la luz y la alegría de Cristo. Os invito, por tanto, a uniros a mi oración, pidiendo al Señor que bendiga los esfuerzos de cuantos, en esa amada Nación, se dedican al servicio del Evangelio y a la búsqueda del verdadero bien del hombre, de cada hombre. Oremos también para que, por intercesión de María Santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este Viaje apostólico, y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]