Homilía del Papa en la Misa de sufragio por Manuela Camagni

La “Memor Domini” de la Familia Pontificia fallecida en accidente de tráfico

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CIUDAD DE VATICANO, jueves 2 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy por la mañana, durante la Misa en sufragio por Manuela Camagni, la Memor Domini de la Familia Pontificia fallecida el pasado 24 de noviembre a raíz de un accidente de tráfico.

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Queridos hermanos y hermanas,

en los últimos días de su vida, nuestra querida Manuela hablaba del hecho que el 29 de noviembre habría pertenecido desde había treinta años a la comunidad de los Memores Domini. Y lo dijo con gran alegría, preparándose – esa era la impresión- a una fiesta interior por este camino treintenal hacia el Señor, en la comunión de los amigos del Señor. La fiesta, sin embargo, era distinta de la prevista: precisamente el 29 de noviembre la llevamos al cementerio, cantamos que los Ángeles la acompañaran al Paraíso, la guiamos a la fiesta definitiva, a la gran fiesta de Dios, a las Bodas del Cordero. Treinta años de camino hacia el Señor, entrando a la fiesta del Señor. Manuela era una «virgen sabia, prudente», llevaba el aceite en su lámpara, el aceite de la fe, una fe vivida, una fe nutrida por la oración, por el diálogo con el Señor, por la meditación de la Palabra de Dios, por la comunión en la amistad con Cristo. Y esta fe era esperanza, sabiduría, era certeza de que la fe abre el verdadero futuro. Y la fe era caridad, era darse por los demás, vivir en el servicio del Señor por los demás. Yo, personalmente, debo dar gracias por esta disponibilidad suya de poner todas sus fuerzas en el trabajo en mi casa, con este espíritu de caridad, de esperanza que viene de la fe.

Ha entrado en la fiesta del Señor como virgen prudente y sabia, porque había vivido no en la superficialidad de cuantos olvidan la grandeza de nuestra vocación, sino en la gran visión de la vida eterna, y así estaba preparada a la llegada del Señor.

Treinta años Memores Domini. San Buenaventura dice que en la profundidad de nuestro ser está inscrita la memoria del Creador. Y precisamente porque esta memoria está inscrita en nuestro ser, podemos reconocer al Creador en su creación, podemos acordarnos, ver sus huellas en este cosmos creado por Él. Dice también san Buenaventura que esta memoria del Creador no es sólo memoria de un pasado, porque el origen está presente, es memoria de la presencia del Señor; es también memoria del futuro, porque es certeza de que venimos de la bondad de Dios y somos llamados a alcanzar la bondad de Dios. Por ello en esta memoria está presente el elemento de la alegría, nuestro origen en el gozo que es Dios y nuestra llamada a llegar al gran gozo. Y sabemos que Manuela era una persona interiormente penetrada por la alegría, precisamente por esa alegría que deriva de la memoria de Dios. Pero san Buenaventura añade también que nuestra memoria, como toda nuestra existencia, está herida por el pecado: así la memoria está oscurecida, está cubierta por otras memorias superficiales, y ya no podemos traspasar estas otras memorias superficiales, llegar al fondo, hasta la verdadera memoria que sostiene nuestro ser. Por ello, a causa de este olvido de Dios, de este olvido de la memoria fundamental, también la alegría está oculta, oscurecida. Sí, sabemos que somos creados para la alegría, pero ya no sabemos donde se encuentra, y la buscamos en diversos lugares. Vemos hoy esta búsqueda desesperada de la alegría que se aleja cada vez más de su verdadera fuente, de la verdadera alegría. Olvido de Dios, olvido de nuestra verdadera memoria. Manuela no era de esos que habían olvidado su memoria: vivió precisamente en la memoria viva del Creador, en la alegría de su creación, viendo la transparencia de Dios en todo lo creado, también en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, y supo que de esta memoria – presente y futuro – viene la alegría.

Memores Domini. Los Memores Domini saben que Cristo, en la vigilia de su pasión, renovó, incluso elevó nuestra memoria. «Haced esto en memoria mía», dijo, y así nos dio la memoria de su presencia, la memoria del don de si, del don de su Cuerpo y de su Sangre, y en este don de su Cuerpo y de su Sangre, en este don de su amor infinito, tocamos de nuevo con nuestra memoria la presencia más fuerte de Dios, su don de si. En cuanto Memor Domini, Manuela vivió precisamente esta memoria viva, que el Señor con su Cuerpo se da y renueva nuestro saber de Dios.

En la controversia con los saduceos sobre la resurrección, el Señor les dice a estos, que no creen en ella: Pero Dios se ha llamado “Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob”. Los tres forman parte del nombre de Dios, están inscritos en el nombre de Dios, están en el nombre de Dios, en la memoria de Dios, y así el Señor dice: Dios no es un Dios de muertos, es un Dios de vivos, y quien forma parte del nombre de Dios, quien está en la memoria de Dios, está vivo. Nosotros los hombres, con nuestra memoria, podemos conservar sólo, por desgracia, una sombra de las personas que hemos amado. Pero la memoria de Dios no conserva sólo las sombras, es origen de vida: aquí los muertos viven, en su vida y con su vida han entrado en la memoria de Dios, que es vida. Esto nos dice hoy el Señor: Tu estás inscrito en el nombre de Dios, tu vives en Dios con la vida verdadera, vives de la fuente verdadera de la vida.

Así, en este momento de tristeza, somos consolados. Y la liturgia renovada después del Concilio, se atreve a enseñarnos a cantar “Aleluya” también en la Misa de Difuntos. ¡Es audaz, esto! Sentimos sobre todo el dolor de la pérdida, sentimos sobre todo la ausencia, el pasado, pero la liturgia sabe que estamos en el mismo Cuerpo de Cristo y vivimos a partir de la memoria de Dios, que es nuestra memoria. En este entramado de su memoria y de nuestra memoria estamos juntos, estamos vivos. Oremos al Señor que podamos sentir cada vez más esta comunión de memoria, que nuestra memoria de Dios en Cristo sea cada vez más viva, y que así podamos sentir que nuestra verdadera vida está en El y en El permanecemos todos unidos. En este sentido, cantamos “Aleluya”, seguros de que el Señor es la vida y su amor no acaba nunca. Amen.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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