CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 4 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la primera predicación de Adviento que pronunció este viernes el padre Raniero Cantalamessa OFM cap, predicador de la Casa Pontificia, ante Benedicto XVI y la Curia Romana para ofrecer «La respuesta cristiana al cientificismo ateo».
Primera predicación de Adviento
«CUANDO CONTEMPLO TUS CIELOS, LA LUNA Y LAS ESTRELLAS,
¿QUÉ ES EL HOMBRE?» (Sal 8, 4-5)
La respuesta cristiana al cientificismo ateo
1. Las tesis del cientificismo ateo
Las tres meditaciones de este Adviento 2010 quieren ser una pequeña contribución a la necesidad de la Iglesia que ha llevado al Santo Padre Benedicto XVI a instituir el «Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización» y a elegir como tema de la próxima Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos el tema «Nova evangelizatio ad cristianam fidem tradendam – La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana».
La intención es la de señalar algunos nudos u obstáculos de fondo que hacen a muchos países de antigua tradición cristiana «refractarios» ante el mensaje evangélico, como dice el Santo Padre en el Motu Proprio con el que ha instituido el nuevo Consejo [1]. Los nudos o desafíos que pretendo tomar en consideración y a los que quisiera intentar dar una respuesta de fe son el cientificismo, el secularismo y el racionalismo. El apóstol Pablo los llamaría «los sofismas y toda clase de altanería que se levanta contra el conocimiento de Dios» (Cf. 2 Corintios 10,4).
En esta primera meditación examinamos el cientificismo. Para comprender qué se entiende con este término podemos partir de la descripción que hizo de él Juan Pablo II: «Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético»[2].
Podemos resumir así las tesis principales de esta corriente de pensamiento:
Primera tesis. La ciencia, y en particular la cosmología, la física y la biología, son la única forma objetiva y seria de conocimiento de la realidad. «Las sociedades modernas, escribió Monod, se han construido sobre la ciencia. Le deben su riqueza, su poder, y la certeza de que riquezas y poder aún mayores serán accesibles un mañana al hombre, si él lo desea […]. Provistas de todo poder, dotadas de todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores, ya minados en su base por esta misma ciencia»[3].
Segunda tesis. Esta forma de conocimiento es incompatible con la fe que se basa en presupuestos que no son ni demostrables ni falsables. En esta línea, el ateo militante R. Dawkins nos empuja incluso a definir «analfabetos» a esos científicos que se profesan creyentes, olvidando cuántos científicos muy famosos se han declarado y siguen declarándose creyentes.
Tercera tesis. La ciencia ha demostrado la falsedad, o al menos la no necesidad de la hipótesis de Dios. Es la afirmación a la que dieron amplio relieve los medios de comunicación de todo el mundo en los meses pasados, a causa de una afirmación del astrofísico inglés Stephen Hawking. Este, contrariamente a cuanto había escrito anteriormente, en su último libro The Grand Design, El Gran Diseño, sostiene que los conocimientos logrados por la física hacen ya inútil creer en una divinidad creadora del universo: «la creación espontánea es la razón por la que existe algo».
Cuarta tesis: La casi totalidad, o al menos la gran mayoría de los científicos son ateos. Esta es la afirmación del ateísmo científico militante que tiene en Richard Dawkins, autor del libro God’s Delusion, El espejismo de Dios, su más activo propagador.
Todas estas tesis se revelan falsas, no en virtud de un razonamiento a priori o en virtud de argumentos teológicos y de fe, sino del análisis mismo de los resultados de la ciencia y de las opiniones de muchos entre los científicos más ilustres del pasado y del presente. Un científico del calibre de Max Planck, fundador de la teoría cuántica, dice, de la ciencia, lo que Agustín, Tomás de Aquino, Pascal, Kierkegaard y otros habían afirmado de la razón: «La ciencia nos lleva a un punto más allá del cual no puede guiarnos»[4].
Yo no insisto en la confutación de las tesis enunciadas, que ya ha sido hecha, con mayor competencia, por científicos y filósofos de la ciencia. Cito, por ejemplo, la crítica puntual de Roberto Timossi, en el libro L’illusione dell’ateismo. Perché la scienza non nega Dio, (La ilusión del ateísmo. Por qué la ciencia no niega a Dios, n.d.r.) que publica la presentación del cardenal Angelo Bagnasco (Edizioni San Paolo2009). Me limito a una observación elemental. En la semana en la que los medios de comunicación difundieron la afirmación recordada, según el cual la ciencia ha hecho inútil la hipótesis de un creador, me encontré con la necesidad, en la homilía dominical, de explicar a cristianos muy sencillos, en una pequeña ciudad del Reatino, donde está el error de fondo de los científicos ateos y por qué no deberían dejarse impresionar por el impacto suscitado por esa afirmación. Lo hice con un ejemplo que quizás pueda ser útil repetir también aquí en un contexto tan distinto.
Hay pájaros nocturnos, como el búho y la lechuza, cuyos ojos están hechos para ver de noche en la oscuridad, no de día. La luz del sol les cegaría. Estos pájaros lo saben todo y se mueven a sus anchas en el mundo nocturno, pero no saben nada del mundo diurno. Adoptemos por un momento el género de las fábulas, donde los animales hablan entre sí. Supongamos que un águila haga amistad con una familia de lechuzas, y les hable del sol: de cómo lo ilumina todo, de cómo sin él, todo caería en la oscuridad y en hielo, cómo su propio mundo nocturno no existiría sin el sol. Qué respondería la lechuza, sino: «¡Tu cuentas mentiras! Nunca hemos visto vuestro sol. Nos movemos muy bien y nos procuramos alimento sin él; vuestro sol es una hipótesis inútil y por tanto no existe».
Es exactamente lo que hace el científico ateo cuando dice: «Dios no existe». Juzga un mundo que no conoce, aplica sus leyes a un objeto que está fuera de su alcance. Para ver a Dios es necesario abrir un ojo distinto, es necesario aventurarse fuera de la noche. En este sentido, es aún válida la antigua afirmación del salmista: «El necio dice: Dios no existe».
2. No a lo científico, sí a la ciencia
El rechazo del cientificismo no nos debe naturalmente inducir al rechazo de la ciencia o a la desconfianza hacia ella, como el rechazo del racionalismo no nos lleva al rechazo de la razón. Actuar de otra forma sería un mal a la fe, más aún que a la ciencia. La historia nos ha enseñado dolorosamente a dónde lleva semejante actitud.
De una postura abierta y constructiva hacia la ciencia nos dio un ejemplo luminoso el nuevo beato John Henry Newman. Nueve años después de la publicación de la obra de Darwin sobre la evolución de las especies, cuando no pocos espíritus alrededor suyo se mostraban turbados y perplejos, él les tranquilizaba, expresando un juicio que anticipaba el actual de la Iglesia sobre la no incompatibilidad de esta teoría con la fe bíblica. Vale la pena volver a escuchar los pasajes centrales de su carta al canónigo J. Walker que conservan aún gran parte de su validez:
«Esta [la teoría de Darwin] no me da miedo […] No me parece hilar lógicamente que se niegue la creación por el hech
o de que el Creador hace millones de años impusiera leyes a la materia. No negamos ni circunscribimos al Creador por el hecho de que haya creado la acción autónoma que dio origen al intelecto humano, dotado casi de un talento creativo; mucho menos por tanto negamos o circunscribimos su poder, si consideramos que Él asignada a la materia leyes tales para plasmar y construir mediante su ciega instrumentalidad el mundo tal y como lo vemos, a través de eras innumerables […]. La teoría del señor Darwin no necesariamente debe ser atea, sea cierta o no; puede sencillamente estar sugiriendo una idea más amplia de Divina Presciencia y Capacidad…. A primera vista no veo como ‘la evolución casual de seres orgánicos’ sea incoherente con el designio divino – Es casual para nosotros, no para Dios»[5].
Su gran fe permitía a Newman mirar con gran serenidad los descubrimientos científicos presentes o futuros. «Cuando un diluvio de hechos, comprobados o presuntos, se nos echa encima, mientras infinitos otros ya empiezan a delinearse, todos los creyentes, católicos o no, se sienten invitados a examinar qué significado tienen tales hechos»[6]. Él veía en estos descubrimientos «una relación indirecta con las opiniones religiosas». Un ejemplo de esta relación, creo yo, es precisamente el hecho de que en los mismos años en que Darwin elaboraba la teoría de la evolución de las especies, él, independientemente, enunciaba su doctrina del «desarrollo de la doctrina cristiana». Señalando la analogía, en este punto, entre el orden natural y físico y el moral, escribía: «De la misma forma que el Creador descansó el séptimo día después de la obra realizada, y sin embargo ‘aún actúa’, así él comunicó de una vez por todas el Credo en el origen, y sin embargo favorece aún su desarrollo y provee a su incremento» [7].
De la actitud nueva y positiva por parte de la Iglesia católica hacia la ciencia es expresión concreta la Academia Pontificia de las Ciencias, en la que eminentes científicos de todo el mundo, creyentes y no creyentes, se encuentran para exponer y debatir libremente sus ideas sobre problemas de interés común para la ciencia y para la fe.
3. ¿El hombre para el cosmos o el cosmos para el hombre?
Pero, repito, no es mi intención empeñarme aquí en una crítica general del cientificismo. Lo que me urge poner en claro es un aspecto particular de éste que tiene una incidencia directa y decisiva en la evangelización: se trata de la posición que ocupa el hombre en la visión del cientificismo ateo.
Se ha convertido ya en una carrera entre los científicos no creyentes, sobre todo entre biólogos y cosmólogos, a ver quien va más lejos en afirmar la total marginalidad e insignificancia del hombre en el universo y en el mismo gran mar de la vida. «La antigua alianza se ha quebrantado – escribió Monod -; el hombre finalmente sabe que está solo en la inmensidad del Universo del que surgió por casualidad. Su deber, como su destino, no está escrito en ningún sitio» [8]. «Siempre he creído – afirma otro – ser insignificante. Conociendo las dimensiones del Universo, no hago más que darme cuenta de cuánto lo soy de verdad… Somos sólo un poco de fango en un planeta que pertenece al sol»[9].
Blaise Pascal confutó anticipadamente esta tesis con un argumento que conserva todavía toda su fuerza: «El hombre es solo una caña, la más frágil de la naturaleza; pero una caña que piensa. No es necesario que el universo entero se arme para aniquilarlo; un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aunque el universo lo aplastase, el hombre sería aun siempre más noble que lo que lo mata, porque sabe morir, y la superioridad que el universo tiene sobre él; mientras que el universo no sabe nada»[10].
La visión cientificista de la realidad, junto con el hombre, quita de golpe del centro del universo también a Cristo. Él se reduce, por usar las palabras de M. Blondel, a «un incidente histórico, aislado del cosmos como un episodio postizo, un intruso o un desconocido en la aplastante y hostil inmensidad del Universo»[11].
Esta visión del hombre tiene reflejos también prácticos, a nivel de cultura y de mentalidad. Se explican así ciertos excesos del ecologismo que tienden a equiparar los derechos de los animales e incluso de las plantas a los del hombre. Es sabido que hay animales cuidados y alimentados mucho mejor que millones de niños. La influencia se advierte también en el campo religioso. Hay formas difundidas de religiosidad en las que el contacto y la sintonía con las energías del cosmos ha tomado el sitio del contacto con Dios como camino de salvación. Lo que Pablo decía de Dios: «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28), se dice aquí del cosmos material.
En ciertos aspectos, se trata del regreso a la visión precristiana que tenía como esquema: Dios – cosmos – hombre, y a la que la Biblia y el cristianismo opusieron el esquema: Dios-hombre-cosmos. El cosmos es para el hombre, no el hombre para el cosmos. Una de las acusaciones más violentas que el pagano Celso dirige a judíos y cristianos es la de afirmar que «Dios existe e, inmediatamente después de él, nosotros, desde el momento en que somos creados por él a su completa semejanza; todo nos está subordinado: la tierra, el agua, el aire, las estrellas; todo existe para nosotros y está ordenado a nuestro servicio» [12].
Existe también sin embargo una profunda diferencia: en el pensamiento antiguo, sobre todo el griego, el hombre, aún subordinado al cosmos, tiene una altísima dignidad, como puso en claro la obra magistral de Max Pohlenz, «El hombre griego»[13]; aquí en cambio parece que se tome gusto en deprimir al hombre y despojarlo de toda pretensión de superioridad sobre el resto de la naturaleza. Más que de un «humanismo ateo», al menos desde este punto de vista, se debería hablar, en mi opinión, de anti-humanismo e incluso de inhumanismo ateo.
Vayamos ahora a la visión cristiana. Celso no se equivoca en hacerla derivar de la gran afirmación de Génesis 1, 26 sobre el hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios [14]. La visión bíblica encontró su más espléndida expresión en el Salmo 8:
Al ver el cielo, obra de tus manos,la luna y la estrellas que has creado:
¿qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides?
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y esplendor;
le diste dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies.
La creación del hombre a imagen de Dios tiene implicaciones en ciertos aspectos sorprendentes sobre la concepción del hombre que el debate actual nos empuja a sacar a la luz. Todo se funda en la revelación de la Trinidad traída por Cristo. El hombre es creado a imagen de Dios, lo que quiere decir que participa en la íntima esencia de Dios que es relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es evidente que hay un abismo ontológico entre Dios y la criatura. Sin embargo, por gracia (¡nunca hay que olvidar esta precisión!) este abismo se ha llenado, de manera que es menos profundo que el existente entre el hombre y el resto de la Creación.
Sólo el hombre, de hecho, como persona capaz de relaciones, participa en la dimensión personal y relacional de Dios, es su imagen. Lo que significa que él, en su esencia, aunque a un nivel de criatura, es lo que, a nivel increado, son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en su esencia. La persona creada es «persona» precisamente por este núcleo racional que le hace capaz de acoger la relación que Dios quiere establecer con ella y al mismo tiempo se hace generador de relaciones hacia los demás y hacia el mundo.
4. La fuerza de la verdad
Probemos a ver cómo se podría traducir en el plano de la evangelización esta visión
cristiana de la relación hombre-cosmos. Ante todo una premisa. Resumiendo el pensamiento de su maestro, un discípulo de Dionisio Areopagita enunció esta gran verdad: «No se deben confutar las opiniones de los demás, ni se debe escribir contra una opinión o una religión que no parece buena. Se debe escribir sólo a favor de la verdad y no contra los demás» [15].
No se puede absolutizar este principio (a veces puede ser útil y necesario confutar las doctrinas falsas), pero es cierto que la exposición positiva de la verdad es a menudo más eficaz que no la confutación del error contrario. Es importante, creo, tener en cuenta este criterio en la evangelización y en particular hacia los tres obstáculos mencionados: cientificismo, secularismo y racionalismo. Más eficaz que la polémica contra ellos es, en la evangelización, la exposición irenística de la visión cristiana, haciendo hincapié en la fuerza intrínseca de ella cuando está acompañada por una convicción íntima y se hace, como inculcaba san Pedro, «con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16).
La expresión más alta de la dignidad y de la vocación del hombre según la visión cristiana se ha cristalizado en la doctrina de la divinización del hombre. Esta doctrina no ha tenido la misma relevancia en la Iglesia ortodoxa y en la latina. Los Padres griegos, superando todas las hipotecas que la costumbre pagana había acumulado sobre el concepto de deificación (theosis), hicieron de ella el eje de su espiritualidad. La teología latina ha insistido menos en ella. «El objetivo de la vida para los cristianos griegos – se lee en el Dictionnaire de Spiritualité – es la divinización, el de los cristianos de occidente es la adquisición de la santidad… El Verbo se hizo carne, según los griegos, para restituir al hombre la semejanza con Dios perdida en Adán y para divinizarlo. Según los latinos, se hizo hombre para redimir a la humanidad… y para pagar la deuda debida a la justicia de Dios» [16]. Podríamos decir, simplificando al máximo, que la teología latina, tras Agustín, insiste más sobre lo que Cristo ha venido a quitar – el pecado – y la griega insiste más en lo que ha venido a dar a los hombres: la imagen de Dios, el Espíritu Santo y la vida divina.
No se debe forzar demasiado esta contraposición, como a veces se tiende a hacer por parte de autores ortodoxos. La espiritualidad latina expresa a veces el mismo ideal aunque evita el término divinización que, conviene recordarlo, es extraño al lenguaje bíblico. En la Liturgia de las horas de la noche de Navidad volveremos a escuchar la vibrante exhortación de san León Magno que expresa la misma visión de la vocación cristiana: «Reconoce, cristiano, tu dignidad y, hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la abyección de un tiempo con una conducta indigna. Acuérdate de quién es tu Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro» [17].
Por desgracia, ciertos autores ortodoxos se quedaron en la polémica del siglo XIV entre Gregorio Palamas y Barlaam y parecen ignorar la rica tradición mística latina. La doctrina de san Juan de la Cruz, por ejemplo, según la cual el cristiano, redimido por Cristo y hecho hijo en el Hijo, está inmerso en el flujo de las operaciones trinitarias y participa de la vida íntima de Dios, no es menos elevada de la de la divinización, aunque se expresa en términos distintos. También la doctrina sobre los dones de intelecto y de sabiduría del Espíritu Santo, tan querida a san Buenaventura y a los autores medievales, estaba animada por la misma inspiración mística.
No se puede con todo dejar de reconocer que la espiritualidad ortodoxa tiene algo que enseñar en este punto al resto de la cristiandad, a la teología protestante aún más que a la teología católica. Si hay de hecho algo verdaderamente opuesto a la visión ortodoxa del cristiano deificado por la gracia, esto es la concepción protestante, y en particular luterana, de la justificación extrínseca y forense, por la que el hombre redimido es «al mismo tiempo justo y pecador», pecador en sí mismo, justo ante Dios.
Sobre todo podemos aprender de la tradición oriental a no reservar este ideal sublime de la vida cristiana a una élite espiritual llamada a recorrer las vías de la mística, sino a proponerla a todos los bautizados, a hacer de ella objeto de catequesis al pueblo, de formación religiosa en los seminarios y en los noviciados. Si vuelvo a pensar en los años de mi formación encuentro en ellos una insistencia casi exclusiva en una ascética que ponía todo el acento en la corrección de los vicios y la adquisición de las virtudes. A la pregunta del discípulo sobre el objetivo último de la vida cristiana un santo ruso, san Serafín de Sarov, respondía sin dudar: «El verdadero fin de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo de Dios. En cuanto a la oración, el ayuno, las vigilias, la limosna y toda otra buena acción hecha en el nombre de Cristo, son solo medios para adquirir el Espíritu Santo»[18].
5. «Todo fue hecho por medio de él»
La Navidad es la ocasión ideal para volver a proponernos a nosotros mismos y a los demás este ideal que es patrimonio común de la cristiandad. Es la encarnación del Verbo de donde los Padres griegos hacen derivar la posibilidad misma de la divinización. San Atanasio no se cansa de repetir: «El Verbo se hizo hombre para que nosotros pudiésemos ser deificados» [19]. «Él se encarnó y el hombre se ha convertido en Dios, pues se ha unido a Dios», escribe a su vez san Gregorio Nacianceno [20]. Con Cristo es restaurado, o devuelto a la luz, ese ser «a imagen de Dios» que funda la superioridad del hombre sobre el resto de la Creación.
Observaba antes que la marginación del hombre lleva consigo automáticamente la marginación de Cristo del cosmos y de la historia. También desde este punto de vista la Navidad es la antítesis más radical a la visión cientificista. En ella se escuchará proclamar solemnemente que «todo fue hecho por medio de él y sin él no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1,3); «Todo fue creado por medio de él y en vista de él» (Col 1, 16). La Iglesia ha recogido esta revelación y en el Credo nos hace repetir: Per quem omnia facta sunt, Por medio de él se hizo todo.
Volver a escuchar estas palabras, mientras a nuestro alrededor no se hace sino repetir ‘El mundo se explica por sí solo, sin necesidad de la hipótesis de un creador’, o también ‘somos fruto de la casualidad y de la necesidad’, provoca indudablemente un shock – reconoció -, pero es más fácil que una conversación y una fe surjan de un shock semejante que de una larga argumentación apologética. La pregunta crucial es: ¿seremos capaces, nosotros que aspiramos a volver a evangelizar el mundo, de dilatar nuestra fe a estas dimensiones de vértigo? ¿Creemos verdaderamente, con todo el corazón, que «todo fue hecho por medio de Cristo y en vista de Cristo»?
En su libro de hace tantos años Introducción al cristianismo usted, Santo Padre, escribía: «Con el segundo artículo del ‘Credo’ estamos ante el auténtico escándalo del cristianismo. Esto está constituido por la confesión de que el hombre-Jesús, un individuo ajusticiado hacia el año 30 en Palestina, sea el ‘Cristo’ (el ungido, el elegido) de Dios, es más, incluso el Hijo mismo de Dios, por tanto el punto central, el eje determinante de toda la historia humana… ¿Nos es verdaderamente lícito aferrarnos al frágil cabo de un único acontecimiento histórico? ¿Podemos correr el riesgo de confiar toda nuestra existencia, es más, toda la historia, a este hilo de paja de un acontecimiento cualquiera, que flota en el océano sin límites de la vicisitud cósmica?»[21].
A estas preguntas, Santo Padre, respondemos sin duda como lo hace usted en ese libro y como no se cansa de repetir hoy, en calidad de Sumo Pontífice: sí, es posible, es liberador, y es gozoso. No por nuestras fuer
zas, sino por el don inestimable de la fe que hemos recibido y por la que damos infinitas gracias a Dios.
[1] Benedicto XVI, Motu Proprio «Ubicunque et semper».
[2] Juan Pablo II, Parole sull’uomo, Rizzoli, Milán 2002, p. 443; cf, también Enc. Fides et ratio, n. 88
[3] J. Monod, Il caso e la necessità, Mondadori, Milán, 1970, pags. 136-7. [Ed. original francesa: Jacques Monod, Le Hazard et la necessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologie moderne. Seuil, París 1970; English trans. Chance and Necessity. An Essay on the Natural Philosophy of Modern Biology, Vintage 1971].
[4] M. Planck, La conoscenza del mondo fisico, p. 155, (cit. por Timossi, op.cit. p. 160)
[5] J.H. Newman, Carta al canónigo J. Walker (1868), en The Letters and Diaries, vol. XXIV, Oxford 1973, pp. 77 s. (Trad. ital. Di P. Zanna).
[6] J.H. Newman, Apologia pro vita sua, Brescia 1982, p.277
[7] J.H. Newman, Lo sviluppo della dottrina cristiana, Bolonia 1967, p. 95.
[9] P. Atkins, citado por Timossi, op. cit. p. 482.
[10] B. Pascal, Pensieri, 377 (ed. Brunschwicg, n. 347),
[11] M. Blondel et A. Valensin, Correspondance, Aubier, París 1965.
[12] En Orígenes, Contra Celsum, IV, 23 (SCh 136, p.238; cf. también IV, 74 (ib. p. 366)
[13] Cf. M. Pohlenz, L’uomo greco, Florencia 1962.
[14] En Orígenes, op. cit., IV, 30 (SCh 136, p. 254).
[15] Escolios a Dionisio Areopagita en PG 4, 536; cf. Dionisio Areopagita, Carta VI (PG, 3, 1077).
[16] G. Bardy, en Dct. Spir., III, col. 1389 s.
[17] S. León Magno, Discurso 1 sobre la Navidad (PL 54, 190 s.).
[18] Dialogo con Motovilov, en Irina Ggorainoff, Serafín de Sarov, Gribaudi, Turín 1981. p. 156.
[19] S. Atanasio, La encarnación del Señor, 54 (PG 25, 192B).
[20] S. Gregorio Nacianceno, Discursos teológicos, III, 19 (PG 36, 100A).
[21] J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo, Brescia 1969, p.149.