BOLONIA, miércoles 16 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-Publicamos una parte de la intervención del rector de la Universidad de Bolonia, Ivano Dionigi, en el primer encuentro del Atrio de los Gentiles, celebrado el 12 de febrero, en el aula magna de esa institución universitaria, la más antigua del mundo en funcionamiento ininterrumpido. La iniciativa, promovida por el Consejo Pontificio para la Cultura, responde a una iniciativa de Benedicto XVI.
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¿Qué interrogantes me ha suscitado esta intuición del presidente del Consejo Pontificio de la Cultura?
El problema de Dios, declinado como relación entre fe y razón, ¿no es más que una ocupación «diurna» de filósofos y teólogos, psicólogos y antropólogos, o afecta a la reflexión diurna de cada uno de nosotros?
El diálogo creyentes/no-creyentes, además de demostrar la compatibilidad entre religiosidad y laicidad, ¿puede asumir formas y tonos que contribuyan a aclarar y enriquecer la originalidad y nobleza de las respectivas posiciones?
Una Universidad pública y laica, al acoger la confrontación entre el creer y el comprender, ¿abdica a su propia autonomía o más bien desempeña su propia función de institución orientada, por naturaleza e historia, a la formación y la investigación?
Estas preguntas, que pueden resumirse en el interrogante polémico de Tertuliano –«¿qué tienen en común Jerusalén y Atenas?»–, hoy están cargadas de nuevas contribuciones, nuevas dificultades, y nuevas perspectivas, sobre todo después de la llegada de dos inesperados «bárbaros»: la globalización, con su profeta, Internet, y las «otras» culturas, que no pueden quedar reducidas a nuestros cánones clásicos.
Yo pienso que hablar del hombre equivale ante todo a hablar de Dios, y hablar de Dios equivale ante todo a hablar del hombre: digo esto para no para reclutar a todos en la gran tropa de los creyentes ni para limitar el discurso al Dios-hecho-hombre del cristianismo: lo digo simplemente porque ser hombres de verdad significa plantearse cuestiones últimas e interpretar la vida como un continuo interrogante y búsqueda de esa verdad que nunca es cómoda ni consoladora. Preliminarmente hay que distinguir los fines de los medios: estos últimos tan invasivos y agresivos llegan a oscurecer y sofocar a los primeros.
Las respuestas pueden ser múltiples y divergentes e incluso abiertas: el intelectual griego se resignará con el Dios desconocido; Pablo y Agustín, en medio de una vida desordenada, se convertirán al Deus patiens cristiano, puente entre el abismo del pecado y el abismo de la gracia; Marx e Nietzsche negarán a Dios por ser enemigo de la libertad y de la dignidad del hombre; Dostoyevski, considerando insoportable el sufrimiento del inocente, blasfema´a contra el nombre de Dios y le restituirá la entrada de un espectáculo indecente; Pascual, en una competida teoría de las ventajas comparadas, apostará por la existencia de Dios. Cada uno de nosotros, a su manera, por voluntad o por casualidad, acaba encontrándose cara a cara con e problema: aunque sólo sea cuando choca contra el escoyo de esa «realidad dura y contra la naturaleza que no es un bien para nadie» y que se llama muerte (Agustín, La ciudad de Dios 13, 6 «habet enim asperum sensum et contra naturam … nulli bona est«).
Y a propósito del interrogante religioso ayudará recordar también la verdadera y confortante etimología de «religio» (re-legere), que hace referencia a la «recogida paciente de las ideas», a la «evaluación continua», a la «reflexión escrupulosa», en vez de esa etimología popular y ambigua (re-ligare), que hace referencia al «lazo», al «vínculo», a la «cautividad» entre el hombre y Dios: etimología, ésta, sorprendentemente apreciada, por motivos opuestos e interesados, tanto por paganos como por los mismos apologistas cristianos.
En segundo lugar, el diálogo, es decir, «la utilización compartida (dia-) de la razón (logos)» entre creyentes y no creyentes, debe ser visto como una oportunidad recíproca. Abrirse a las razones de los demás, reflejarse en el prójimo al mismo tiempo igual y diferente, aceptar el desafío de terrenos desconocidos: todo esto constituye un homenaje y un servicio a nuestra naturaleza de seres pensantes, itinerantes, orientados a la expectativa. La ausencia de confrontación, por el contrario, hace áridos la mente y el corazón, y genera incomprensiones, pseudo-certezas, fantasmas, hasta llegar a negar y contradecir precisamente aquello en lo que se cree: ya sea la fe religiosa o laica.
En este sentido, utilizando un término utilizado a partir de la filosofía de Platón, puede haber varias «navegaciones»: la natural de los científicos, la racional de los filósofos, la religiosa de los creyentes.
Con el Atrio de los Gentiles el diálogo sube a la «cátedra». Yo creo que el diálogo, sólo el diálogo, nos salvará.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]