CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 16 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que ha entregado este sábado Benedicto XVI a María Jesús Figa López-Palop, embajadora de España ante la Santa Sede, durante la ceremonia de entrega de sus cartas credenciales.
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Señora Embajadora:
Al recibir las cartas credenciales que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de España ante la Santa Sede, le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el deferente saludo que me trasmite de Sus Majestades los Reyes, del Gobierno y el pueblo español. Correspondo gustosamente expresando mis mejores deseos de paz, prosperidad y bien espiritual para todos ellos, a quienes tengo muy presentes en el recuerdo y en la oración. Reciba la más cordial bienvenida al iniciar su importante quehacer en esta Misión diplomática, que cuenta con siglos de brillante historia y tantos ilustres predecesores suyos.
He visitado recientemente Santiago de Compostela y Barcelona, y recuerdo con gratitud tantas atenciones y manifestaciones de cercanía y afecto al Sucesor de Pedro por parte de los españoles y sus Autoridades. Son dos lugares emblemáticos, en los que se pone de relieve tanto el atractivo espiritual del Apóstol Santiago, como la presencia de signos admirables que invitan a mirar hacia lo alto aun en medio de un ambiente plural y complejo.
Durante mi visita he percibido muchas muestras de la vivacidad de la fe católica de esas tierras, que han visto nacer tantos santos, y que están sembradas de catedrales, centros de asistencia y de cultura, inspirados por la fecunda raigambre y fidelidad de sus habitantes a sus creencias religiosas. Esto comporta también la responsabilidad de unas Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede que procuren fomentar siempre, con mutuo respeto y colaboración, dentro de la legítima autonomía en sus respectivos campos, todo aquello que suscite el bien de las personas y el desarrollo auténtico de sus derechos y libertades, que incluyen la expresión de su fe y de su conciencia, tanto en la esfera pública como en la privada.
Por su significativa trayectoria en la actividad diplomática, Vuestra Excelencia conoce bien que la Iglesia, en el ejercicio de su propia misión, busca el bien integral de cada pueblo y sus ciudadanos, actuando en el ámbito de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades civiles, a las que aprecia y por las que pide a Dios que ejerzan con generosidad, honradez, acierto y justicia su servicio a la sociedad. Este marco en el que confluyen la misión de la Iglesia y la función del Estado, además, ha quedado plasmado en acuerdos bilaterales entre España y la Santa Sede sobre los principales aspectos de interés común, que proporcionan ese soporte jurídico y esa estabilidad necesaria para que las respectivas actuaciones e iniciativas beneficien a todos.
El comienzo de su alta responsabilidad, Señora Embajadora, tiene lugar en una situación de gran dificultad económica de ámbito mundial que atenaza también a España, con resultados verdaderamente preocupantes, sobre todo en el campo de la desocupación, que provoca desánimo y frustración especialmente en los jóvenes y las familias menos favorecidas. Tengo muy presentes a todos los ciudadanos, y pido al Todopoderoso que ilumine a cuantos tienen responsabilidades públicas para buscar denodadamente el camino de una recuperación provechosa a toda la sociedad. En este sentido, quisiera destacar con satisfacción la benemérita actuación que las instituciones católicas están llevando a cabo para acudir con presteza en ayuda de los más menesterosos, a la vez que hago votos para una creciente disponibilidad a la cooperación de todos en este empeño solidario.
Con esto, la Iglesia muestra una característica esencial de su ser, tal vez la más visible y apreciada por muchos, creyentes o no. Pero ella pretende ir más allá de la mera ayuda externa y material, y apuntar al corazón de la caridad cristiana, para la cual el prójimo es ante todo una persona, un hijo de Dios, siempre necesitado de fraternidad, respeto y acogida en cualquier situación en que se encuentre.
En este sentido, la Iglesia ofrece algo que le es connatural y que beneficia a las personas y las naciones: ofrece a Cristo, esperanza que alienta y fortalece, como un antídoto a la decepción de otras propuestas fugaces y a un corazón carente de valores, que termina endureciéndose hasta el punto de no saber percibir ya el genuino sentido de la vida y el porqué de las cosas. Esta esperanza da vida a la confianza y a la colaboración, cambiando así el presente sombrío en fuerza de ánimo para afrontar con ilusión el futuro, tanto de la persona como de la familia y de la sociedad.
No obstante, como he recordado en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2011, en vez de vivir y organizar la sociedad de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia (cf. n. 9), no faltan formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe, que «se expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos» (n. 13). El que en ciertos ambientes se tienda a considerar la religión como un factor socialmente insignificante, e incluso molesto, no justifica el tratar de marginarla, a veces mediante la denigración, la burla, la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara profanación, pues así se viola el derecho fundamental a la libertad religiosa inherente a la dignidad de la persona humana, y que «es un arma auténtica de la paz, porque puede cambiar y mejorar el mundo» (cf. n. 15).
En su preocupación por cada ser humano de manera concreta y en todas sus dimensiones, la Iglesia vela por sus derechos fundamentales, en diálogo franco con todos los que contribuyen a que sean efectivos y sin reducciones. Vela por el derecho a la vida humana desde su comienzo a su término natural, porque la vida es sagrada y nadie puede disponer de ella arbitrariamente. Vela por la protección y ayuda a la familia, y aboga por medidas económicas, sociales y jurídicas para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia tengan el apoyo necesario para cumplir su vocación de ser santuario del amor y de la vida. Aboga también por una educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes. Y, por el mismo motivo, que incluya también la enseñanza de la religión católica en todos los centros para quienes la elijan, como está preceptuado en el propio ordenamiento jurídico.
Antes de concluir, deseo hacer una referencia a mi nueva visita a España para participar en Madrid, el próximo mes de agosto, en la celebración de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Me uno con gozo a los esfuerzos y oraciones de sus organizadores, que están preparando esmeradamente tan importante acontecimiento, con el anhelo de que dé abundantes frutos espirituales para la juventud y para España. Me consta también la disponibilidad, cooperación y ayuda generosa que tanto el Gobierno de la Nación como las autoridades autonómicas y locales están dispensando para el mejor éxito de una iniciativa que atraerá la atención de todo el mundo y mostrará una vez más la grandeza de corazón y de espíritu de los españoles.
Señora Embajadora, hago mis mejores votos por el desempeño de la alta misión que le ha sido encomendada, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se consoliden y progresen, a la vez que le aseguro el gran aprecio que tiene el Papa por las siempre queridas gentes de España. Le ruego así mismo que se haga intérprete de mis sentimientos ante los Reyes de España y las demás Autor
idades de la Nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre Vuestra Excelencia, su familia que hoy la acompaña, así como sobre sus colaboradores y el noble pueblo español.
[©Libreria Edtitrice Vaticana]
El obispo de Leiría-Fátima preside la peregrinación al Santuario
Por monseñor Giampaolo Crepaldi*
ROMA, viernes 15 de abril de 2011 (ZENIT.org).- El fenómeno de las migraciones es bastante conocido y complejo. Sería muy ingenuo pensar que el fenómeno se pudiese frenar o incluso impedir; sería también cándido pensar que lo mejor sería abrir las puertas a todos. La sociedad multirreligiosa y multicultural no es un hecho negativo en sí mismo ni es, sólo, portador de ventajas.
Muchos inmigrantes están en un estado de necesidad y son ayudados, pero muchos otros no tienen sólo buenas intenciones. Además el gobierno de las emigraciones tiene necesidad de un concepto claro de integración que hoy no se ve todavía en el horizonte.
Comencemos aclarando que para la Doctrina Social de la Iglesia existe un derecho de emigrar que debe estar garantizado a todos. Cada uno debe poder libremente dejar el propio país. Este es un derecho reconocido y aplicado en los países democráticos, pero no siempre en países poco o para nada democráticos. El derecho a emigrar está relacionado con la libertad personal y con la posibilidad de huir de las persecuciones o amenazas por motivos políticos o religiosos. Tiene también, que ver con el derecho a buscar el propio bienestar o el de su familia.
No existe, sin embargo, el derecho absoluto a inmigrar, es decir entrar en otro país. Esto es así, porque todo país tiene derecho a protegerse a sí mimo y a tutelar la seguridad de sus propios habitantes. Tiene también derecho a tutelar la propia identidad cultural que en caso de inmigraciones masivas podría ponerse en peligro. La disciplina de las inmigraciones está, por tanto, relacionada con la legítima defensa y el derecho de todo pueblo de preservar las condiciones de justicia y de paz en su interior, En este sentido, la inmigración clandestina se combate y es lícito que un Estado haga valer sus reglas delante de quien quiera entrar en el mismo. Es también lícito que las personas sean expulsadas de un país si han entrado en él ilegalmente. Un país tiene, también, derecho a seleccionar los ingresos, por motivos de seguridad por ejemplo, o de paz social, y a disciplinarlos según su criterio. Detrás de las migraciones, sin embargo, no hay sólo problemas jurídicos, además, a menudo, hay situaciones humanas muy difíciles. Son necesarias las barreras para entrar, pero deben también responder a exigencias humanitarias de acogida de quien es perseguido y en todo caso, delante de un inmigrante incluso clandestino, los deberes que se debe tener frente a una persona humana no cesan: “al hombre se le debe algo por el hecho de ser hombre”. Se trata de entender que cuando “llega” ilegalmente a un país no pierde el derecho humano de ser alimentado, nutrido, vestido y cuidado. Esto se le debe a todos, aunque si después se aplican las normas vigentes en esta materia que sin embargo, no pueden ser totalmente rígidas de manera que impidan un tratamiento humano a las personas interesadas.
La regularización de los inmigrantes puede prever las condiciones y los procedimientos a seguir y cada Estado se regulará en base a sus propias leyes y al derecho humanitario. Una vez que el inmigrante está regularizado es necesario aplicarle el derecho al trabajo y los derechos sociales. Sin disparidad de tratamiento con los demás ciudadanos. No puede haber tratamientos laborales distintos para los trabajadores inmigrantes. No debe haber tampoco tratamientos de favor, que a veces se enfrentan con el disfrute de otros derechos sociales, desde la guardería a la educación.
Los derechos sociales y laborales se deben aplicar enseguida y son aquellos que interesan mayormente a los mismos inmigrantes. Muchos de ellos, de hecho, no pretenden detenerse en el país de acogida, sino que después de un cierto número de años, pretenden volver a su patria de origen, tras haber reservado los recursos necesarios para iniciar allí una cierta actividad económica. Distinto es el caso de los derechos políticos, como por ejemplo el derecho al voto. No está bien que este derecho se conceda demasiado pronto, ya que el derecho al voto permite contribuir en la dirección general hacia la que la sociedad entera quiere ir. Implica una pertenencia y una integración muy sólida que exigen tiempo. No es suficiente que se aprenda la constitución o la lengua de uso, sino que se compartan los valores de fondo de la sociedad a la que se pretende contribuir y guiar.
Tenemos así, tres niveles distintos de problemas: los derechos humanos elementales que son garantizados, incluso a los clandestinos; los derechos de trabajo y los derechos sociales que se garantizan enseguida a los que se regularizan; los derechos políticos que exigen tiempo y presuponen una integración sólida. Es necesario tener claro que se entiende por sociedad multicultural. Esto no debe significar que las distintas comunidades culturales vivan cada una separada de la otra en el propio gueto, cada una con sus propias reglas de vida, cualquiera que sean. Esto no es integración sino un acercamiento caótico de distintas entidades cerradas en sí mismas que no se comunican. Por tanto no favorece la integración la concesión de un barrio entero o una calle de una ciudad a una cierta comunidad cultural. Como no favorece la integración, la constitución de clases escolásticas compuestas todas por alumnos de una cierta etnia o cultura. No favorece la integración, tampoco, permitir que los antiguos ciudadanos de un barrio deban abandonar sus casas donde han vivido siempre, porque están invadidas de gente de cultura distinta que han monopolizado el territorio.
Desgraciadamente, hasta ahora esto es lo que ha sucedido sobre todo en Europa. Normalmente sucede que la comunidad inmigrante que viven entre ellos sin integrarse, no cultivan ningún sentimiento de pertenencia ni de estima por el país que los ha acogido, incluso, para reivindicar su propia autonomía y para no dejarse asimilar, se resisten a las costumbres y a las leyes locales, tendiendo a conservar completamente las propias costumbres y dándose sus propias leyes. Se crean así naciones dentro de naciones cerradas en sí mismas, como compartimientos estancos. Tampoco favorece la integración la idea de realizarla a través de proveer los servicios sociales a los inmigrantes. La participación de los inmigrantes en nuestro sistema de bienestar no puede ser la única respuesta a la necesidad de integración porque está sólo es una respuesta de tipo administrativo o burocrático. Sucede que los inmigrantes aprenden muy bien a usar nuestro sistema asistencial sin alimentar sin embargo ninguna estima por los que dan este servicio y continúan cultivando una completa autonomía cultural y social.
Un tema estrictamente vinculado con todo esto es el famoso criterio del “respeto a las reglas”. Es necesario acoger a quien entra en nuestras sociedades, pero siempre respetando las reglas. Así, al menos, se dice muy a menudo. El principio es correcto y la exigencia es legítima. Pero las reglas revelan siempre una cultura, no son sólo simples procedimientos formales. Pedir el respeto a unas reglas no significa impedir el respeto a otras. No hay una legalidad sin la cultura de esa legalidad y esta misma no sólo está relacionada con el ámbito del derecho y de la ley, sino que también con la concepción de la persona y de los motivos de nuestro estar juntos.
Nuestras leyes son fruto de siglos de historia, de influencias religiosas y filosóficas, de una costumbre difundida. Lo que es obvio para nosotros porque está basado en nuestra historia, puede resultar incomprensible para otra persona de una cultura distinta. Por este motivo no es suficiente limitarse al respeto de las reglas, sino que es necesario expresar la confianza de que nuestras reglas tienen un sentido preciso y no sólo expresan una convención, también expresan unos valores. A estos valores es necesario educar a los recién llegados. Pero no siempre quien pide el respeto de las reglas está dispu
esto a asumir el deber de educación de los recién llegados, en una serie de valores que sostiene esas reglas y para aprenderlos no basta un curso de pocas horas sobre nuestra Constitución.
*Monseñor Giampaolo Crepaldi es arzobispo de Trieste y Presidente de la Comisión “Caritas in veritate” del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE)y Presidente del Observatorio Internacional “Cardenal Van Thuân” sobre la Doctrina Social de la Iglesia.
Había ejercido cargos diplomáticos vaticanos en Roma y varios países