Homilía del Papa en la procesión del Corpus Christi

Ayer en San Juan de Letrán

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 24 de junio de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció ayer durante la Misa celebrada en San Juan de Letrán, en la solemnidad del Corpus Christi Corpus Domini, antes de la procesión que recorrió la Vía Merulana hasta Santa María la Mayor.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

La fiesta del Corpus Domini es inseparable a la del Jueves Santo, de la Misa de Caena Domini, en la que celebramos solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se ofrece a nosotros en el pan partido o en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Domini, este misterio se ofrece a la adoración y a la meditación del Pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento es llevado en procesión por las calles de las ciudades y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el Reino de los Cielos.

Lo que Jesús nos ha dado en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no está reservado a algunos pocos, sino que está destinado a todos. En la Misa en Caena Domini del pasado Jueves Santo destaqué que en la Eucaristía sucede la transformación de los dones de esta tierra -el pan y el vino- con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar así la transformación del mundo. Esta tarde quisiera retomar este perspectiva.

Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la vigilia de su pasión, agradeció y alabó a Dios y, de esta manera, con la potencia de su amor, transformó el sentido de la muerte a la que iba a enfrentarse. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de “Eucaristía” -“acción de gracias”- expresa exactamente esto: que la transformación de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, es fruto del don que Cristo ha hecho de sí mismo, don de un Amor más fuerte que la muerte, Amor Divino que lo ha hecho resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de la vida. Del corazón de Cristo, desde su “oración eucarística” hasta la vigilia de la pasión, viene este dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmicas, humanas e históricas. Todo procede de Dios, de la omnipotencia de su Amor Uno y Trino, encarnado en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esto sabe agradecer y alabar a Dios incluso frente a la traición y a la violencia, y en este modo cambia las cosas, las personas y el mundo.

Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división, la comunión de Dios mismo. La palabra “comunión”, que nosotros usamos para designar la Eucaristía, reasume en sí mismo la dimensión vertical y la horizontal del don de Cristo. Es muy bella y elocuente la expresión “recibir la comunión” referida al hecho de comer el Pan eucarístico. En efecto, cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se da a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta llegar a nosotros: una única comunión se transmite en la Santa Eucaristía. Lo hemos escuchado hace poco, en la Segunda Lectura, de las palabras del apóstol Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: “ La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan.(1 Cor 10,16-17).

San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la que Jesús le dice: “Yo soy el alimento de los fuertes. Crece y me tendrás. Tú no me transformarás en ti, como el alimento del cuerpo, sino que será tú el transformado en mí” (Conf. VII, 10, 18). Mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros los que lo asimilamos, sino que nos asimila a sí, así nos convertimos conforme a Jesucristo, miembros de su cuerpo, una sola cosa con Él. Esta fase es decisiva. De hecho, exactamente porque es Cristo el que, en la comunión eucarística, nos transforma a sí, nuestra individualidad , en este encuentro, se abre, liberada de su egocentrismo y inscrita en la Persona de Jesús, que a su vez está inmerso en la comunión trinitaria. Así la eucaristía, mientras que nos une a Cristo, nos abre a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somo una sola cosa en Él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo al lado, y con la que, quizás, ni siquiera tengo una buena relación, y también nos une a los hermanos que están lejos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, como testifican los grandes Santos sociales, que fueron siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia Santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es forastero, desnudo, enfermo, encarcelado; y está atento a todas las personas, se compromete, de modo concreto, por todos los que tienen necesidad. Del don del amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra especial responsabilidad de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestra época, en la que la globalización nos hace, cada vez más, dependientes los unos de los otros, el Cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, si en el Verdadero Amor, lo que daría lugar a la confusión, al individualismo, y la opresión de todos contra todos. El Evangelio mira desde siempre a la unidad de la familia humana, una unidad no impuesta por las alturas, ni por intereses ideológico o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente por el Sacramento del Altar que la comunión, el amor es la vía de la verdadera justicia.

Volvemos ahora al acto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando Él dijo: Este es mi cuerpo que he dado por vosotros, esta es mi sangre derramada por vosotros y por todos los hombres, ¿Qué sucede? Jesús en este gesto anticipa el suceso del Calvario. Él acepta por amor toda la pasión, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte de cruz; aceptándola de este modo, la transforma en una acto de donación. Esta es la transformación que el mundo necesita, porque lo redime desde el interior, lo abre a las dimensiones del Reino de los cielos.. Pero esta renovación del mundo, Dios quiere realizarla siempre a través de la misma vía seguida por Cristo, este camino, que es Él mismo. No hay nada de mágico en el Cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente de la semilla de grano que se parte para dar la vida, la lógica de la fe que mueve las montañas con el suave poder de Dios. Por esto quiere continuar renovando la humanidad, la historia y el cosmos, a través de esta cadena de transformaciones, de la que la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que están realmente presentes su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a Él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de donación, como semillas de grano unidos a Él y en Él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia, la unidad y la paz
, que son el fin al que tendemos, según el diseño de Dios.

Sin ilusiones, sin utopías ideológicas, nosotros caminamos por los caminos del mundo, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples semillas de grano, custodiamos la firme certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres, cielos nuevos y tierra nueva, en la que reinan la paz y la justicia, y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra verdadera patria. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra amada ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo “yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque se hace de noche. “Buen Pastor, verdadero Pan, ¡Oh Jesús! ¡Piedad de nosotros; aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos, en la tierra de los vivos! Amén.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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