CIUDAD DEL VATICANO, jueves 30 de junio de 2011 (ZENIT.org).– Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI este jueves al conferir por primera vez el “Premio Ratzinger”, instituido por la “Fundación Vaticana Joseph Ratzinger – Benedetto XVI” a los profesores: Manlio Simonetti, italiano, experto de Literatura cristiana antigua y Patrología: Olegario González de Cardedal, español, sacerdote, docente de Teología sistemática; y Maximilian Heim, alemán, cisterciense, abad del monasterio de Heiligenkreuz en Austria y docente de Teología fundamental y dogmática.
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Señores cardenales, venerados hermanos, ilustres señores y señoras:
Ante todo, quisiera expresar mi alegría y gratitud por el hecho de que, con la entrega de su premio teológico, la fundación que lleva mi nombre otorgue reconocimiento público a la obra llevada a cabo a lo largo de toda una vida por dos grandes teólogos, y a un teólogo de la generación más joven le dé un signo de aliento para avanzar por el camino emprendido
Al profesor González de Cardedal me une un camino común de muchos decenios. Ambos iniciamos con san Buenaventura y dejamos que él nos indicara la dirección. Durante su larga vida de estudioso, el profesor González ha tratado todos los grandes temas de la teología, y ello no sólo reflexionando o hablando desde un punto de vista teórico, sino enfrentándose siempre al drama de nuestro tiempo, viviendo e incluso sufriendo de forma totalmente personal las grandes cuestiones de la fe y, con ellas, las cuestiones del hombre de hoy. De esta forma, la palabra de la fe no es algo del pasado, en sus obras se convierte realmente en nuestra contemporánea.
El profesor Simonetti nos ha abierto de una manera nueva el mundo de los Padres. Precisamente al mostrarnos desde el punto de vista histórico, con precisión y atención, lo que dicen los Padres, éstos se convierten en personas contemporáneas nuestras, que hablan con nosotros.
El padre Maximilian Heim ha sido elegido recientemente abad del monasterio de Heiligenkreuz –monasterio de gran tradición en las cercanías de Viena–, asumiendo con ello el cometido de actualizar una gran historia y llevarla hacia el futuro. A este respecto, espero que el trabajo sobre mi teología que nos ha ofrecido pueda serle útil, y que la abadía de Heiligenkreuz logre, en este tiempo nuestro, desarrollar aún más esa teología monástica que siempre ha acompañado a la universitaria, formando con ésta el conjunto de la teología occidental.
Sin embargo, mi tarea no consiste en pronunciar aquí una laudatio de los galardonados, lo que ya ha realizado de manera competente el cardenal Ruini. Ahora bien, quizá la entrega del premio nos depare la ocasión de dedicar unos momentos a la cuestión fundamental de qué es realmente “teología”. La teología es ciencia de la fe, nos dice la tradición. Pero aquí surge inmediatamente la pregunta: ¿Es esto realmente posible? ¿No se trata de una contradicción? ¿Acaso la ciencia no es lo contrario de la fe? ¿La fe no deja de ser fe, cuando se convierte en ciencia? ¿Y no deja tal vez la ciencia de ser ciencia, cuando se ve ordenada o incluso subordinada a la fe? Tales cuestiones, que ya constituían un serio problema para la teología medieval, ante el concepto moderno de ciencia se han vuelto aún más apremiantes, a primera vista incluso sin solución. De este modo puede comprenderse por qué, durante la Edad Moderna, en muchos ambientes la teología se replegara principalmente en el campo de la historia, con el fin de demostrar en él su seria cientificidad. Hay que reconocer con gratitud que de este modo se realizaron obras grandiosas, y que el mensaje cristiano recibió nueva luz, capaz de hacer visible su íntima riqueza. Ahora bien, si la teología se repliega totalmente en el pasado, deja hoy la fe a oscuras. En una segunda fase, el interés se concentró en la praxis para mostrar cómo la teología, puesta en relación con la psicología y la sociología, es una ciencia útil que da indicaciones concretas para la vida. Esto resulta también importante, pero si el fundamento de la teología, la fe, no se convierte al mismo tiempo en objeto del pensamiento; si la praxis sólo se refiere a sí misma o vive únicamente de los préstamos de las ciencias humanas, entonces queda vacía y sin fundamento.
Estas vías, por lo tanto, no son suficientes. Por útiles e importantes que sean, se convertirían en subterfugios si la pregunta verdadera quedara sin respuesta. Dicha pregunta es la siguiente: ¿Es verdad lo que creemos o no? En la teología está en juego la cuestión sobre la verdad, que es su fundamento último y esencial. Aquí, una expresión de Tertuliano puede hacernos dar un paso más: escribe que Cristo no dijo: “Yo soy la costumbre”, sino: “Yo soy la verdad”, Non consuetudo sed veritas (Virg. 1, 1). Christian Gnilka ha mostrado que el concepto consuetudo puede hacer referencia a las religiones paganas, que, según su naturaleza, no eran fe, sino “costumbre”: se hace lo que se ha hecho siempre; se observan las formas cultuales tradicionales, esperando mantenerse así en la justa relación con el ámbito misterioso de lo divino. El aspecto revolucionario del cristianismo en la antigüedad fue precisamente su ruptura con la “costumbre” por amor a la verdad. Tertuliano habla aquí basándose sobre todo en el Evangelio de San Juan, en el que se encuentra también la otra interpretación fundamental de la fe cristiana, que se expresa en la designación de Cristo como Logos. Si Cristo es el Logos, la verdad, el hombre debe corresponderle con su propio logos, con su razón. Para llegar hasta Cristo, debe seguir el camino de la verdad. Debe abrirse al Logos, a la Razón creadora, de la que se deriva su propia razón y a la que ésta lo remite. De este modo se comprende que la fe cristiana, por su misma naturaleza, debe suscitar la teología, tenía que interrogarse sobre la razonabilidad de la fe, aunque, naturalmente, el concepto de razón y el de ciencia abarquen muchas dimensiones, por lo que la naturaleza concreta del nexo entre fe y razón debía y debe ser nuevamente evaluada.
Por lo tanto, aun cuando resulta claro, en el cristianismo, el nexo fundamental entre Logos, verdad y fe, la forma concreta de este nexo ha planteado y sigue planteando preguntas siempre nuevas. Está claro que, en este momento, dicha pregunta, que ha ocupado y ocupará a todas las generaciones, no puede tratarse con detalle, ni siquiera a grandes rasgos. Quisiera intentar tan sólo proponer un brevísimo apunte. San Buenaventura, en el prólogo a su Comentario a las Sentencias, habló de un doble uso de la razón: de un uso inconciliable con la naturaleza de la fe y de otro que, por el contrario, es propio de la naturaleza de la fe. Existe, según dice, la violentia rationis, el despotismo de la razón, que se convierte en juez supremo y último de todo. Este tipo de razón es ciertamente inviable en el ámbito de la fe. ¿Qué entiende con ello Buenaventura? Una expresión del Salmo 95, 9 puede mostrarnos de qué se trata. Dice allí Dios a su pueblo: “…en el desierto […] vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Se alude aquí a un doble encuentro con Dios: ellos han “visto”. Pero no les basta, por lo que ponen a Dios “a prueba”. Quieren someterlo a experimento. Se le somete, por así decir, a un interrogatorio, y a un procedimiento de prueba experimental. Esta modalidad de uso de la razón ha alcanzado la cumbre de su desarrollo durante la Edad Moderna, en el ámbito de las ciencias naturales. La razón experimental se presenta hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo que no pueda verificarse o falsificarse científicamente cae fuera del ámbito científico. Con este planteamiento se han realizado, como es s
abido, obras grandiosas, y nadie se atreverá seriamente a dudar de que sea justo y necesario en el ámbito del conocimiento de la naturaleza y de sus leyes. Pero semejante uso de la razón tiene un límite: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta tan sólo en la relación de persona a persona, lo que forma parte de la esencia de la persona.
Desde esta perspectiva, Buenaventura alude a un segundo uso de la razón, válido para el ámbito de lo “personal”, para las grandes cuestiones del mismo ser hombre. El amor quiere conocer mejor a aquél que ama. El amor, el amor verdadero, no vuelve ciego, sino vidente. De ello forma parte, precisamente, la sed de conocimiento, de un conocimiento auténtico del otro. De ahí que los Padres de la Iglesia hallaran precursores y adelantados del cristianismo, fuera del mundo de la revelación de Israel, no ya en el ámbito de la religión consuetudinaria, sino en los hombres que buscaban a Dios, que buscaban la verdad: en los “filósofos”, en personas que estaban sedientas de verdad y que, por lo tanto, estaban en camino hacia Dios. Cuando falta este uso de la razón, las grandes cuestiones de la Humanidad caen fuera del ámbito de la razón y quedan abandonadas a la irracionalidad. De ahí la importancia de una teología auténtica. La fe recta orienta a la razón hacia su apertura a lo divino, para que ésta, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa de este camino la tiene Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su rostro. Por lo tanto, forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja “tocar” por Dios, y, por otro, la disciplina que se vincula al orden de la razón, que preserva al amor de ceguera y que ayuda a desarrollar su fuerza visual.
Soy muy consciente de que con todo esto no se ha dado respuesta a la cuestión acerca de la posibilidad y el cometido de la recta teología, sino que sólo se ha puesto de relieve la grandeza del reto inherente a la naturaleza de la teología. Sin embargo, el hombre necesita precisamente este reto, ya que nos impulsa a abrir nuestra razón interrogándonos acerca de la verdad misma, acerca del rostro de Dios. Por eso damos las gracias a los galardonados, que han mostrado en sus obras que la razón, cuando recorre la pista trazada por la fe, no es razón enajenada, sino razón que responde a su altísima vocación. Gracias.
[Traducción del original italiano
©Libreria Editrice Vaticana]