San Pedro Esqueda Ramírez

«Abandono en manos de Dios»

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MADRID, jueves 22 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Isabel Orellana Vilches propone otra existencia ejemplar y valiente. Otro mártir de la persecución religiosa desatada en México en el primer tercio del siglo XX, que se cebó en personas de paz y bien como este sacerdote muy querido por sus fieles y que en ningún momento quiso abandonarles arriesgando la propia vida.

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Por Isabel Orellana Vilches

La conocida expresión «estamos en manos de Dios» que frecuentemente se formula cuando la incertidumbre ante un futuro incierto hace acto de presencia, sean cuales sean las razones, no fue para Pedro un comentario lacónico, una especie de comodín verbal sin más pretensiones, como tantas veces ocurre. Este joven intrépido y valeroso sostuvo rigurosamente esta convicción, con la hondura que encierra de absoluta confianza en la voluntad divina, en el instante más álgido de su corta existencia.

Nació en San Juan de los Lagos (Jalisco, México) el 29 de abril de 1887. Su temprana vinculación a la parroquia como niño de coro y monaguillo despertó su vocación al sacerdocio. Tenía 15 años cuando ingresó en el seminario auxiliar de San Julián y en él permaneció recibiendo formación hasta que las autoridades federales determinaron cerrarlo. No había podido ser ordenado, pero era ya diácono, y al regresar a su ciudad natal actuó como tal en la parroquia hasta que en 1916, después de haber completado estudios en el seminario de Guadalajara, se convirtió en sacerdote y fue designado vicario de la misma. En ella permaneció hasta su muerte; diez años de intensa actividad pastoral asistiendo al párroco y dando lo mejor de sí. Dinamizó la vida apostólica con una excelente labor catequética que tenía como objetivo a los niños, a la par que impulsaba la Asociación Cruzada Eucarística llevado por su amor a la Eucaristía, devoción que extendió entre los fieles; de ella extraía su fortaleza y aliento.

Las fuerzas gubernamentales en una feroz campaña anticlerical habían dictado orden de persecución y las buenas gentes del pueblo intentaron convencer a Pedro para que huyese a otro lugar. Sólo aceptó refugiarse de manera provisional en algunos lugares siempre cercanos a los fieles, a quienes de ese modo seguía atendiendo pastoralmente. Los sacerdotes y religiosos que han derramado su sangre por Cristo y su Iglesia en medio de conflictos políticos fueron caritativos y se caracterizaron por la libertad evangélica. No tuvieron acepción de personas ni militaron en bandos determinados. Arraigados en Cristo se desvivían por las necesidades de sus fieles, con independencia de sus ideologías. Así era Pedro.

El pueblo quería a ese sacerdote que habían visto crecer entre ellos y no ocultaban su preocupación por su destino, rogándole que escapara. Pero Pedro no estaba dispuesto a ello, y dando testimonio de su gran fe, decía: «Dios me trajo, Dios sabrá». Este sentimiento que en ningún modo puede ser espontáneo cuando la vida está en peligro estaba asentado en un corazón orante firmemente clavado en el corazón del Padre, abierto a su gracia. 

Fue detenido el 18 de noviembre de 1927. En un mísero y oscuro cuartucho sufrió pacientemente la fiereza de los azotes y otras crueldades que le ocasionaron la fractura de uno de sus brazos; por ello los federales no pudieron verle expirar en la hoguera, como habían fraguado. Pero sin duda, el tormento más doloroso fue ver profanados ante sí los objetos sagrados, destruidos los ornamentos y saqueado el archivo parroquial. Una cruel e infame tortura para un hombre de Dios, una persona inocente que lo único que perseguía era amar a Cristo y a los demás. Maniatado y lleno de heridas fue tiroteado sin piedad por un alto oficial que vertió en él su torrente de ira al ver que no podía sostenerse en la pira que habían dispuesto para ajusticiarlo. Camino de su particular calvario dejó en unos niños que se acercaron a él su testamento de fidelidad a la catequesis y al evangelio. Juan Pablo II lo canonizó el 21 de mayo del 2000.

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ZENIT Staff

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