El cardenal Vinko Puljic ha sido uno de los primeros invitados en dirigirse a los miles de fieles de la Renovación Carismática Católica italiana reunidos desde hoy hasta el domingo en la Asamblea Nacional en Rímini.
Nació en Prijeãani, Bosnia Herzegovina, fue ordenado sacerdote en 1970. Ocho años después fue nombrado padre espiritual del Seminario Menor de Zasar. En 1990 fue trasferido a Sarajevo como vicerrector del Seminario Mayor. Recibió la ordenación episcopal por la Archidiócesis de Vrhbosna en 1991, año en el que comenzaron las hostilidades en Bosnia. Durante la guerra se comprometió en seguida ayudando a los refugiados y exiliados, movilizando también las fuerzas de la Iglesia y sobre todo lanzando numerosos valientes llamamientos por el respeto de los derechos inalienables de la persona humana, sin distinción de etnia y de credo religioso. Para promover la paz se ha reunido con numerosas personalidades políticas y jefes religiosos. Ha sido presidente de la Conferencia Episcopal de Bosnia Herzegovina. Fue creado cardenal por Juan Pablo II en 1994.
Ha comenzado su testimonio diciendo: «quiero con vosotros honrar al Espíritu Santo, contando cómo ha guiado mi vida y la vida del pueblo que Dios me ha confiado». Ha recordado que Bosnia Herzegovina es un país que lleva consigo difíciles experiencias históricas. Desde 1463 bajo el imperio Otomano, una ocupación que duró casi 400 años. Con la ocupación, muchos católicos emigraron, otros se quedaron y «a ellos debemos agradecerles porque han salvado la fe con el apoyo de los hermanos franciscanos», y muchos otros se convirtieron al Islam. Después del imperio Otomano la jerarquía eclesiástica en Bosnia Herzegovina se renovó, así Sarajevo se confirmó como la sede metropolitana con Banja Luka, Mostar-Duvno y Trebinje-Mrkan como las diócesis sufragáneas. «Hemos sobrevivido a los dolorosos acontecimientos de la Primera y la Segunda Guerra Mundial y después ha llegado el comunismo», ha recordado.
En todas estas dificultades «la más importante ha sido la familia y la fe que se ha mantenido en las familias». «Ésta se ha alimentado con las permanentes oraciones domésticas». Aunque, a pesar de las situaciones difíciles, «la Iglesia en estas tierras non ha sufrido la falta de vocaciones, porque como decía antes, las familias han sido el nido, donde crecen las vocaciones», ha continuado.
De su familia ha contado que es una «familia numerosa. Yo soy el duodécimo hijo, nacido de la Segunda Guerra Mundial. Aunque si he crecido en tiempos de crisis, cuando no era suficiente ni pan ni vestidos, tanto el amor y la unidad familiar han sido dos elementos que no han faltado nunca, diría que son para un niño las cosas más importantes». También ha recordado cómo la confianza en Dios que le trasmitían sus padres les daba seguridad. En tiempos del comunismo no existía el catecismo pero «la fe la he absorbido de los ojos de mis padres».
Trasladándose al año 1992 ha contado que en ese año «comenzó la guerra en Sarajevo que después se extendió a todo el país. Decidí quedarme en Sarajevo en la sede de la archidiócesis. La ciudad se había convertido en una cárcel, rodeada y bloqueada por todas las partes, mientras de los montes era bombardeada y los chechenos de la otra parte del río. Parte de la ciudad ocupada- no se detenían nunca.» Se quedaron sin energía eléctrica, sin agua, sin calefacción, ventanas rotas, alimentos que faltaban… «cada día mirábamos la sangre y los muertos, los gritos de las personas con miedo».
En este contexto, ha recordado el cardenal, «he comenzada a descubrir mi misión en el testificar la esperanza que emergía de la confianza en Dios. Era necesario consolar, animar y alzar la voz contra la injusticia y la muerte, para defender a al gente.» Ha reconocido que para esto, era necesaria mucha oración, porque «sin el Espíritu de Dios no hay fuerza ni esperanza» y «para superar el odio había que vivir la alegría que nace de la fe».
Era necesario pasar a la acción y por eso «hemos asumido el compromiso de hacer lo posible para organizar la supervivencia a través de las ayudas caritativas, denuncias contra la injusticia, visitas para consolar, incluso con peligro de muerte».
«En ese periodo de guerra he podido experimentar el significado de la fe que he heredado de mis padres. La confianza en Dios en todas las situaciones. Para poder alimentar esta fe tenía que rezar muchos. Había esto solo, junto con los sacerdotes y en comunidad con los jóvenes», ha proseguido el purpurado.
A continuación ha aportado algunos datos sobre las consecuencias de la guerra, «de los 528.00 fieles han quedado unos 190.000. En el territorio de la archidiócesis fueron destruidas unas 600 iglesias y estructuras eclesiásticas».
Pero llegó el fin de la guerra y con ello «hemos tenido una gran confianza en Dios, una viva confianza que se podía encarnar en la vida cotidiana. Primero hemos abierto escuelas interétnicas para Europa. El objetivo de estas escuelas es construir en los jóvenes el espíritu de tolerancia y de convivencia pacífica». Junto con estas escuelas se trabajó en la reconstrucción del seminario y Cáritas desarrolló la actividad de ayudo a los exiliados para permitirles volver a casa.
«No estamos sanados del comunismo, pero se tenían que curar también las heridas de la guerra. En esta situación, la familia ha tenido un rol principal, ésta es la primera escuela de la fe». Por eso, ha explicado el cardenal, «hemos decidido mandar sacerdotes a todas las parroquias devastadas por la guerra. Nuestros sacerdotes han comenzado prácticamente desde las cenizas».
Para finalizar ha querido dirigir a los presentes un mensaje. «Dios guía su Iglesia. La Cruz no es una tragedia sino la escuela del amor. Todas las dificultades de la vida son desafíos en los cuales podemos demostrar con qué espíritu vivimos. No debemos cerrarnos al Espíritu Santo que ‘renueva la faz de la Tierra’. Él busca nuestro corazón para nuestra colaboración».