Presentándonos la vida como el funeral de los deseos, el demonio quiere inducirnos a no acoger la «invitación al banquete de bodas» que el Señor nos entrega a través de los hechos y de las personas. De hecho, cada día rechazamos algo de la voluntad del Padre; empujados por el demonio intentamos «ocupar» su «sitio» para saciar en libertad las concupiscencias. Despilfarramos su herencia para «exaltarnos» a los «primeros lugares» del prestigio y del honor, donde nos ilusionamos se pueda realizar nuestra existencia. Humillamos e instrumentalizamos a los otros; mentimos exhibiendo currículos adulterados, hasta que el balón inflado de engaños no nos explota entre las manos.
Precipitamos entonces al “último lugar”, junto a los cerdos como el hijo pródigo, donde nos descubrimos «desnudos» como Adán y Eva y, envueltos en la misma «vergüenza», nos escondemos de los otros, hambrientos y solos. Es entonces cuando Jesús, ciertamente más «importante» que nosotros, aparece en los hechos que nos humillan; cuando el Padre nos dice que le dejemos el primer «sitio» en nuestra vida, como en la de la mujer, del marido, de los hijos, del novio o de los amigos. Gracias al amor de Dios que, celoso de su criatura, por medio de la Cruz nos humilla en serio. La soberbia, en cambio, ensalzada a la mentira del «primer lugar», siempre nos precipita a la verdad de lo “último”.
Pero, justo en aquella pocilga inmunda, sentados en «nuestro lugar» – aquel que nos corresponde como justa consecuencia de nuestras elecciones – nos alcanza gratuito y completamente inesperado el amor de Dios. Él, en efecto, ve en nosotros a su Hijo descendido en el sepulcro, hasta el «lugar» del «ultimo» de los pecadores. Y allí, con Jesús, el Padre también nos abraza, nos levanta y nos susurra las palabras más dulces: «amigo acércate más», he aquí para ti el «honor» que le he dado a mi Hijo resucitándolo de la muerte.
El Señor nos llama pues a reconocernos pecadores, a aceptar «humildemente» nuestra debilidad y a «permanecer en el infierno sin desesperar» (Silvano del Monte Athos); eso quiere decir esperar, en la realidad de nuestros fracasos, a que Dios nos «levante» con su perdón. Tambien vivir cada relación en la verdad que nos hace libres de veras, sin sorprendernos por no ser considerados, «humillándonos» a los ojos de los otros, para que el Señor sea «ensalzado» en nosotros y en ellos; así Cristo será el centro de las relaciones, donde encontrarnos y amarnos.
Por eso la Iglesia está cada día colocada en el «último lugar delante de todos»; sólo allí es donde puede anunciar a Cristo resucitado. Nada que ver con los honore s humanos, las legitimaciones, las acogidas en los parterres culturales. La Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, existe para ocupar el «último lugar», el que nadie quiere. “¡Madre mía!” ¿En la escuela ser cada día él último de los estudiantes? ¿Dejando que me tomen el pelo? En casa ¿siempre un paso detrás de mi marido? En el trabajo ¿sentado a padecer las injusticias y a hacerme cargo de las cosas que nadie quiere ni mirar? ¿Yo, el párroco, de rodillas delante de cada oveja a mí confiada, dejando que las neurosis, las envidias y los celos de todos se quebranten sobre de mí?
Sí, así es, porque éste es el «lugar» que Dios tiene reservado a sus apóstoles, aquel elegido por su Hijo para salvar a cada uno de nosotros. Con Él estamos llamados a ser los últimos para lavar los pies de todos; como escribe San Pablo, «espectáculo y basura para el mundo.» Porque sólo en el «último lugar» el Evangelio es auténtico y creíble.
Así le ocurrió a San Francisco Javier, apóstol indómito de Asia. Un día se encontró en Yamaguchi (Japón), anunciando el Evangelio; en japonés sólo sabía el Credo, y sólo eso repetía, con una sonrisa desarmante. Algunos muchachitos, viéndolo tan extrañamente vestido y con una cara tan ridícula, y oyéndolo balbucir en un japonés imposible palabras abstrusas, empezaron a insultarle, a escupirle y a tirarle piedras. Y Francisco, impasible, seguía «sentado en el último lugar», la sonrisa en el rostro y el Credo en los labios. Pasa por allí un samurái, observa la escena y se para petrificado. Poco después, aturdido, se acerca a Francisco. A través de su compañero e intérprete le dice: «¿Qué tienes tú más que yo? Yo soy el primero en esta ciudad, y el honor es la cosa más importante para mí. Aquí tú eres el último, sin embargo tienes que tener una cosa más grande e importante que el honor para estar tan libre de dejar que te lo manchen. Quiero lo que tú tienes.» Fue el primer samurái convertido al cristianismo. El «último lugar» de Francisco lo atrajo a buscar el tesoro maravilloso que en él se esconde.
Quizás para nosotros sigue siendo diferente. En nuestra vida experimentamos que cada relación nace herida por una ausencia; por eso son precarias en la labilidad de los afectos e inestables bajo la dictadura de los humores. Nadie puede dar el amor que el corazón del otro desea. Y en cambio nos obstinamos en pedir al prójimo que sacie nuestros vacíos. Cuando «invitamos a amigos, hermanos y parientes» a entrar en comunión con nosotros en nuestros «banquetes», parece que nos abrimos a ellos y a sus necesidades; en realidad «ofrecemos» sofisticados menús a base de compromisos y de hipocresía: pensamientos, palabras y gestos como lazos tendidos para que nos «inviten» a su vez a su intimidad y así nos llenen.
Como encantadores de serpientes, intentamos hipnotizar y atar a nuestra pareja, a los hijos, a los amigos. Nuestra identidad pende del hilo delgado que nos ata a la «recompensa» de los esfuerzos profusos para contar algo en el corazón de los otros. No podemos vivir sin su atención, la indiferencia nos pulveriza. Así, por ejemplo, diluimos los «no» que deberíamos decirles a los hijos, y les permitimos vestimentas y horarios inaceptables, discotecas llenas de droga y sexo, vacaciones promiscuas, móviles cada vez más caros. Los agobiamos con «invitaciones» al diálogo para no perder su afecto y para no tener que soportar ni su rebelión ni su rechazo. Lo mismo con la pareja, el novio y los amigos: no amamos a nadie, porque no nos interesa el bien del otro. No estamos «inquietos» por ellos, como dice Papa Francisco. Al contrario, estamos estériles porque en todo buscamos los «primeros lugares»: allí no hay fecundidad, porque nada es entregado gratuitamente, sino que todo es para saciar nosotros mismos.
Sin embargo la verdad es que todos somos «pobres, lisiados, paralíticos y ciegos.» Necesitamos gustar las primicias de la «recompensa» celeste, la vida y el amor más fuerte que la muerte; ese es el único amor capaz de liberarnos del miedo y de la exigencia. El cumplimiento de cada vida está en el Cielo, inútil y dañino esperar cambiar las relaciones para perfeccionarlas aquí sobre la tierra. Justo la precariedad, que es un eco del pecado y del desorden por él provocado, nos impide apropiarnos de las personas, libres y pecadoras como nosotros. Detrás de la precariedad de nuestro matrimonio, de la relación con hijos y amigos, está el amor de Dios, no su castigo.
A través de esa precariedad nos llama a mirarlo a Él, y a buscar las cosas de arriba en cada cosa de aquí abajo. Eso quiere decir que trabajar, estudiar, cocinar, lavar y tender, hacer cualquier cosa esperando o exigiendo una recompensa es necio y frustrante; vivir sólo para este mundo nos aplasta en la carne y nos impide esperar el Cielo, la verdad que desea nuestra alma. «Bienaventurado», en cambio, es el que «invita» al prójimo acogiéndolo justo cuando no tiene nada para «devolver como recompensa»: es entonces que el Señor se hace presente proveyendo con más generosidad, haciéndose El mismo nuestra “recompensa”, para gustar en El las primicias de la Vida Eterna.
Estamos llamados a «invitar» a la mujer cuando es más pobre y más débil; a perdonarla y a donarnos
a ella cuando nuestra carne la rechazaría porque no encuentra en ella ninguna satisfacción. ¡Cuando esto ocurre, entonces experimentamos el Cielo sobre la tierra, algo que no surge de la tierra! Este amor es la señal que existe la vida eterna, infinitamente más grande, libre y feliz que la de la carne. Cada relación es una obra abierta al don de Dios; el único modo para vivir en plenitud el matrimonio, la familia, la amistad y el noviazgo es acoger juntos la «invitación» del Señor a participar en su «banquete» de la Palabra y los Sacramentos; así, en ellos, podremos dejarnos saciar cada instante de los frutos fecundos de su «resurrección», hasta llegar a la nuestra, cuando seremos «justos» en su Justicia de misericordia.