Dios «es más fuerte que nuestra miseria»; subraya el Papa

Medita en el Salmo «Miserere», «canto del pecado y del perdón»

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CIUDAD DEL VATICANO, 24 octubre 2001 (ZENIT.org).- De la oscuridad del pecado a la experiencia única del perdón de Dios. Este fue el recorrido que hizo Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles en la que meditó sobre uno de los pasajes más sugerentes de toda la Biblia, el «Miserere».

«Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche –explicó el pontífice al comentar este Salmo a los miles de peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro–, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria».

«Sólo hace falta una cosa –añadió citando a una de sus santas preferidas, Faustina Kowalska–: que el pecador abra al menos un poco la puerta de su corazón… el resto lo hará Dios… Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia termina»

El Santo Padre continuó de este modo con la serie de meditaciones que viene ofreciendo este año sobre los Salmos, la oración que los cristianos han heredado del pueblo judío.

Se trataba del Salmo 50, una composición poética que recuerda el adulterio cometido por el rey David con Betsabé y el asesinato de su marido Urías. Esta página bíblica ha inspirado algunas de las composiciones musicales y literarias más bellas de la historia.

El «Miserere» comienza presentando en toda su crudeza la maldad del pecado ( «contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces»), que aleja al hombre de Dios y de sus hermanos. Ahora bien, el mismo Salmo muestra cómo cuando «el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios se demuestra dispuesta a purificarlo radicalmente».

«A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que Dios actúa –explicó el Papa Wojtyla–. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un «corazón» nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios».

El reconocimiento del propio pecado, la conversión, y el perdón de Dios se convierten, por tanto, concluyó Juan Pablo II, en «componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia cotidiana de los fieles».

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ZENIT Staff

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