Los ochenta años de monseñor Rafael Llano Cifuentes

Sentidas palabras del obispo emérito de Nova Friburgo en Brasil

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

El pasado 23 de febrero, monseñor Rafael Llano Cifuentes, obispo emérito de la Diócesis de Nova Friburgo en Brasil, celebró sus ochenta años de vida.

Ofrecemos a continuación el texto de las palabras de agradecimiento que expresó en la misa celebrada en aquella oportunidad, enviadas con mucha gentileza a la redacción de Zenit.

*******

Un agradecimiento

La principal sensación que prevalece en mi octogésimo cumpleaños es un profundo agradecimiento a Dios.<br>La vocación con la que el Señor me ha beneficiado supera con mucho mis deseos y mis posibilidades. La entrega total me asustó. Yo quería ser un profesional competente, casarme y tener familia.

El Señor tenía otros planes, más elevados…

Sin embargo, desde el momento en que decidí seguirle sin reservas y sin condiciones, vino una luz y una fuerza tan grande y profunda que comprendí que no eran mías. Tengo que agradecer al Señor con toda mi alma que nunca haya tenido una duda sobre mi vocación. Gratias tibi, Deus, Gratias tibi! ¡Gracias, Señor!

Esta acción de gracias que hago ahora llega a muchos otros, empezando por mis padres- Antonio y Estela-: ellos me supieron dar una educación cristiana sólida y profunda. Considero a mi madre una mujer santa. Ella, con coraje cristiano, fortaleza y espíritu de sacrificio engendró y educó nueve hijos.

Mis hermanos, en su mayoría siguieron la misma vocación del Opus Dei, como miembros laicos. En ellos encontré un ejemplo sólido de las virtudes humanas y cristianas. Hacia ellos también se vuelve mi gratitud.

Mi experiencia al lado de San Josemaría Escrivá ha representado, sin embargo, el factor más importante de mi vocación. Los tres años que trabajé con él estrechamente han guiado el ritmo de mis pasos al lado de nuestro Señor. De San Josemaría recibí la invitación al sacerdocio y he encontrado el modelo de mi conducta.

Muchos hermanos en el episcopado ya me advirtieron acerca de la responsabilidad que tengo de haber convivido y haber sido el secretario del Fundador del Opus Dei, un santo canonizado, que es ahora – de forma más visible- ejemplo para millones de personas y miles de sacerdotes de los cinco continentes. Esta obligación representa un estímulo para mí que me impulsa y me anima en mi lucha por la santidad.

Espero que, al lado de la Trinidad del Cielo y de la tierra, a quien tanto amaba, San Josemaría acoja benignamente este agradecimiento que hago ahora, por tantos beneficios recibidos a través de él y que difícilmente podré devolver a la altura que se merece.

Además de estos reconocimientos habría que añadir muchos otros. Pongo de relieve el cariño fraterno de tantos y tantos miembros de la Prelatura del Opus Dei, con los que he convivido y que encuentra en el Obispo Prelado del Opus Dei, D. Javier Echevarría, la más alta significación y de otros hermanos que vi crecer a mi lado en este querido Brasil, que se ha convertido en mi Patria. Además de todos mis hermanos en el episcopado, aquí presentes, así como a los sacerdotes con los que he trabajado durante catorce años como Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de San Sebastián de Río de Janeiro, gracias especialmente a los queridos sacerdotes y diáconos de la diócesis de Nueva Friburgo que tanto me han ayudado y que sin ellos hubiera sido imposible realizar todo lo que he hecho. Gracias por vuestra a mistad y vuestro cariño.

No puedo dejar de recordar a las personas que trabajaron todo el día a mi lado, los asesores, los empleados y motoristas y singularmente, en mi oficina, a Elizabeth y Jonás. Gracias de modo especial a las Hermanas contemplativas, a la fidelidad de sus oraciones. Y a las Hermanas de la Toca de Asís, al afecto con el que acompañaron mi trabajo en la adoración diaria al Santísimo Sacramento.

La gratitud sin medida a las Hermanas del Buen Consejo que cuidaron con sumo extremo la residencia episcopal y el seminario diocesano. Este seminario de Nova Friburgo, que no podría haber sido construido sin la ayuda especial de Dios y sin la colaboración de todas las parroquias, es la alegría del Obispo. Allí se formaron los 12 sacerdotes que tuve la alegría de ordenar y allí viven los seminaristas, a los que continuamente recuerdo en mi corazón y en mis oraciones.

En la presente circunstancia no puedo dejar de nombrar y recordar a la persona del Santo Padre Benedicto XVI. A él dirijo mi más profundo sentimiento de gratitud y también oraciones por su salud y descanso.

Tengo que añadir que la vocación de entrega a Dios – algo que me parecía en mi juventud un gran sacrificio – es lo que se convirtió en la llave maestra de mi vida, y eso le dio el más alto sentido a mi existencia.

Puedo decir con toda convicción que, después de 51 años en la «Tierra de Santa Cruz» Dios me ha dado mucho más de lo que deseaba: el ciento por uno en los amores, sentimientos y afectos, familia, hermanos y hermanas, en las alegrías pastorales, y frutos apostólicos y de modo especial en un gran cariño a este bendito país: Dios cambió mi nacionalidad no sólo en el pasaporte de papel, sino también, y sobre todo, las fibras de mi corazón: amo a Brasil más que al país donde nací … . Y la Diócesis de Nueva Friburgo, con sus diecinueve municipios, llegó a ser como la amada Iglesia, la pasión de mi vida. Siempre voy a seguir viviendo por ella y también por ella quiero morir.

El Señor me dio como gracia inigualable una felicísima fidelidad.

La fidelidad que para alguno puede ser como una carga pesada es, de hecho, el secreto de nuestra felicidad. Lo recordaba el beato Juan Pablo II en el Encuentro inmemorable e irrepetible con las familias en Río de Janeiro en octubre de 1997 en el Aterro de Flamengo, cuando nos decía: «¡Dios os llama a la santidad! Él mismo nos escogió por Jesús Cristo antes de la creación del mundo – nos dice san Pablo – para que seamos santos en su presencia (Ef 1, 4). Él te ama con locura, Él quiere tu felicidad, pero quiere que sepas siempre combinar la fidelidad con la felicidad, porque no puede haber uno sin lo otro”. La fidelidad y la felicidad son dos palabras muy parecidas que se confunden tanto en la manera de ser vocalizadas como en la realidad de la vida.

Y este binomio inseparable – tengo que reconocer con inmensa gratitud a Dios – es lo que forma la trama y la urdimbre de mi vida (…).
La vocación sacerdotal se construye sobre los diferentes estratos arqueológicos, las dificultades superadas, las desilusiones naturales de la vida, las caídas y los comienzos y los recomienzos… Así se construye – día a día, ladrillo a ladrillo, con un sacrificio unido a otro, con una renuncia vivida al lado de otra – una fidelidad que no es carga sino camino seguro para la verdadera felicidad. (…)
Digo esto no como algo que yo me gloríe, sino como algo que me hace clamar: gracias, Señor, muchas gracias! Yo no sabía que me ibas a dar tanto, por lo poco que te he entregado(…) Lo proclamo también para que nuestros queridos seminaristas y los sacerdotes que están comenzando su camino, comprendan que vale la pena, que nada más en el mundo vale tanto la pena como esta entrega que nos convierte en alter Christus, otros Cristos.

Además de estos reconocimientos, se deberían ampliar, los acorto para no ser aburrido, debería referirme a los sentimientos que experimento al pasar la línea de sombra que representa los ochenta años.

La proximidad del término hace más perceptible, pasajera y efímera la vida. Los acontecimientos parecen perder peso e importancia.
En el curso de la vida, la existencia, en el otoño, cuando no se rechaza el núcleo interior de la personalidad, se va haciendo cada vez más fuerte la conciencia de lo eterno, o para decirlo más claramente, la necesidad de Dios. Las cosas y los acontecimientos de la vida inmediata pierden su carácter perentorio. Lo que parecía ser de la mayor importancia deja de ser así, y lo que se conside
raba insignificante cobra seriedad y luminosidad. La distribución de los pesos y los valores que se asignaron a cada una de las cosas, pueden a veces modificarse.

Esta toma de conciencia no conduce a una visión relativista, sino a dar luz a la creencia de que para alcanzar la madurez y superar el escepticismo uno debe renovarse. El idioma portugués es el único que identifica la palabra JOVEN con la palabra NUEVO. Los más jóvenes son más nuevos. Es muy significativa esa forma lingüística, porque realmente renovarse es rejuvenecer.

Renovar la vida es no caer en la rutina, este tipo de decepción decrépita de los que piensan que poco de nuevo, de diferente, le queda por vivir, que la curva del tiempo va declinando y en vez de crecer está descendiendo… Síntomas estos de lo que se viene llamando la crisis de la mediana edad…, de los 40 o 50 años. Una crisis que no debería suceder a ninguno de nosotros si realmente, en cada paso de nuestro viaje, supiéramos renovarnos. Es en ese sentido que los franceses dicen «renovarse o morir».

La vejez no es la situación de las personas que pierden su juventud. Tenemos que superar este infantilismo peligroso que lleva a pensar que este momento de la vida, que se llama juventud, es el que tiene valor para los seres humanos. A veces la vejez se reduce a aspectos negativos: las limitaciones, pérdida de elasticidad, la reducción del ímpetu de ciertas facultades… El anciano, de acuerdo con este punto de vista es un joven disminuido.

Es importante considerar en esta fase de la vida el valor de la experiencia adquirida a lo largo del camino y la madurez que se confunde con la sabiduría.

De hecho, la ancianidad tiene cualidades que la juventud no tiene, sobre todo la cualidad suprema que llamamos sabiduría. La vivencia profunda de que todo pasa, nos lleva a la necesidad vital de lo que no pasa, a lo eterno.

La sabiduría propia del hombre maduro, es algo muy diferente del ingenio, de la astucia. Es más capaz de distinguir entre lo importante y lo trivial, entre lo genuino y auténtico, entre lo transitorio y lo eterno, entre la fugacidad de la vida y la felicidad inconmensurable de poseer a Dios.

En esto radica el primer nivel de sabiduría: una experiencia profunda de que todo pasa, nos lleva a la necesidad vital de lo que no pasa, lo eterno.

La sabiduría da luz a una estabilidad serena, nueva y excelente, capaz de inspirar confianza a las personas de todas las condiciones y clases. Junto a ella parece que se sienta el impulso de exclamar: ¡qué bien que le he conocido, qué buena oportunidad poder vivir a su lado!. Confieso que esto es lo que sentí cuando tantas veces conversé con el beato Juan Pablo II, con su sucesor, Benedicto XVI, y numerosas oportunidades, con mi querido padre espiritual San Josemaría.

Dejo aquí su última confidencia, cariñosa, optimista, llena de esa madurez suave que proporciona una experiencia de vida y un elevado amor de Dios, hecha por él en su Jubileo de Oro Sacerdotal: «Cincuenta años, me siento como un niño que balbucea: Estoy comenzando y recomenzando en mi lucha interior de cada jornada. Y así hasta el fin de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor así lo quiere, para que en ninguno de nosotros haya motivos de soberbia ni de necia vanidad.”

¡Cuántas luchas, cuántos intentos frustrados, cuántos renovados esfuerzos, integran la vida de los amigos de Dios! Una de las cosas que veremos en el cielo será precisamente que la vida de los santos no será representada por una línea recta siempre ascendente, uniformemente acelerada sino por una curva sinuosa, ascendente y descendente, hecha de ánimos y lentitudes, emergencias y retrasos, aumentos y disminuciones… y de recomienzos vigorosos.

Conocer la sabiduría de un anciano es una bendición de Dios. Ahí remansa una larga vida: amó y fué amado, sufrió pero no perdió la alegría de vivir. Y todo esto se quedó impreso en su rostro sereno, con su voz suave, y tal vez, en su silencio elocuente, y aún más en su vida de oración: Romano Guardini hace hincapié en este sentido que «el núcleo de la vida de un anciano no puede ser otro que el de la oración».

Cuando el curso de nuestra vida sigue la voluntad de Dios, todo lo que vive se eterniza, aunque lo que se haga parezca banal: el Señor nunca olvidará las renuncias que hemos hecho para ser fieles a nuestra vocación, nunca se olvida de los pequeños sacrificios , las alegrías experimentadas por su trabajo y el amor, nunca se borrará la ayuda que damos a los demás, aunque fuera tan pequeña como la del Evangelio que se reduce a dar por amor un vaso de agua … (Cf. Mt 10:42). Son las palabras, los gestos y obras esculpidas en el libro de la vida con caracteres de oro que no se desvanecen con el tiempo.

La sabiduría de la vejez, que pido al Señor me dé, no se consigue con melancólicos recuerdos, pero sí impregnando este «síndrome» del verdadero atleta que se esfuerza más y más cuando está llegando a la meta. Hillary, en un discurso pronunciado en el Parlamento británico después de su primer intento fallido de alcanzar la cima del Everest, mirando la fotografía de la cumbre, lanzó un reto: «Voy a ganar. Tú creciste todo lo que podías crecer y yo todavía estoy creciendo.”

Todavía estoy creciendo. Esta sabiduría no se deja vencer por la tentación de los recuerdos, continúa centrada en el futuro que le espera.
Todavía queda mucho por hacer, todavía queda mucho por construir, mejorar, muchas virtudes por obtener, muchos proyectos por realizar, muchas personas a quien hacer felices, hay todavía muchas almas para salvar… Y todavía tenemos la eternidad de Dios que nos espera junto a los seres queridos! Reflexionando así sobre las cosas, cómo es posible envejecer!

¿Alguna vez pensamos en el sonido fonético y psicológico que tiene la palabra “todavía “? “AINDA” Sigue siendo una de las palabras más bellas de nuestro léxico portugués. “Todavía” es el adverbio de esperanza y juventud.

La vida de un hombre que vive en este clima nunca deja de crecer hasta el último instante. Cada hora, cada día, cada año, cada dolor, cada alegría tiene un sentido de esperanza: no pasa para gastarlo, sino para construirlo definitivamente. La gran fuerza del renovado sentido de la vida, de la esperanza cristiana siempre presente, da una juventud perenne, eterna juventud, que está en la conciencia profunda y gozosa de que la vida en la tierra es un preludio de la vida eterna. Para aquellos que se abalanzan hacia adelante y corren hacia su felicidad eterna, siempre hay en el horizonte un más y más. Y al final de sus días en la tierra, este hombre puede decir, como el viejo Simeón, teniendo finalmente en los brazos al Salvador que anhelaban toda su vida: «Ahora, Señor, ya puedes dejar partir en paz a tu siervo» (Lucas 2: 9)… Estas palabras abren serenamente las puertas de la felicidad eterna.

Si la esperanza es el módulo para medir la juventud, ser joven es tener mucho futuro, un hombre en el ocaso de su vida – tal vez ya cercanos los noventa años – se puede sentir como un niño que se enfrenta a un futuro sin fin, un futuro eterno … Es bonito que la iglesia denomine el día de la muerte dies natalis, el «día de nacimiento» …

Queridos hermanos y hermanas, al final de esta celebración de acción de gracias, les pido que haya un nuevo florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas, una mayor participación de los laicos en la construcción de una sociedad más justa y más cristiana, y al mismo tiempo debo repetir incansablemente: vale la pena, vale la pena! Gracias, Señor, muchas gracias! Es también por esta razón que puedo clamar en altavoz: Nuestra Señora de Guadalupe, mi querida madre, muchas gracias, muchas gracias por todo!

Río de Janeiro, 22 de febrero de 2013.

Mons. Rafael Llano Cifuentes
Obispo Emérito de la Diócesis de Nova Friburgo

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

Rafael Llano Cifuentes

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación