CIUDAD DEL VATICANO, 16 enero 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II asegura que el hombre de inicios de milenio debe vivir una «conversión ecológica», si queremos evitar la «catástrofe».
Durante la intervención en la audiencia general de este miércoles, abogó por una «ecología humana» «que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las generaciones futuras un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador».
Ofrecemos a continuación nuestra traducción de la intervención del Santo Padre.
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1. En el himno de alabanza, que acabamos de proclamar (Salmo 148, 1-5), el salmista convoca a todas las criaturas llamándolas por su nombre. En lo alto, se asoman los ángeles, el sol, la luna, las estrellas y los cielos; en la tierra, se mueven veintidós criaturas, el número de las letras del alfabeto hebreo, indicando así plenitud y totalidad. El fiel es como «el pastor del ser», es decir, aquel que conduce a Dios todos los seres, invitándoles a entonar un «aleluya» de alabanza. El Salmo nos introduce como un templo cósmico que tiene por ábside los cielos y por naves las regiones del mundo, en cuyo interior canta a Dios el coro de las criaturas. Esta visión podría ser, tanto la representación de un paraíso perdido como la del paraíso prometido. De hecho, el horizonte de un universo paradisíaco, presentado por el Génesis (capítulo 2) en los orígenes mismos del mundo, es colocado por Isaías (capítulo 11) y el Apocalipsis (capítulos 21-22) al final de la historia. Se ve de este modo que la armonía del hombre con su semejante, con la creación y con Dios es el proyecto establecido por el Creador. Este proyecto es trastornado continuamente por el pecado humano que se inspira en un plan alternativo, representado por el libro mismo del Génesis (capítulos 3-11), en el que se describe la afirmación de una progresiva tensión conflictiva con Dios, con el propio semejante e incluso con la naturaleza.
2. El contraste entre los dos proyectos emerge nítidamente en la vocación a la que está llamada la humanidad, según la Biblia, y en las consecuencias provocadas por su infidelidad a esa llamada. La criatura humana recibe la misión de gobernar sobre la creación para hacer brillar en ella todas sus potencialidades. Se trata de un encargo delegado por el Rey divino en los orígenes mismos de la creación, cuando el hombre y la mujer, creados a «imagen de Dios» (Génesis 1, 27), reciben la orden de fecundar, multiplicar y llenar la tierra, subyugándola y dominando los peces del mar, los pájaros del cielo y todo ser que vive sobre la tierra (cf. Génesis 1, 28). San Gregorio de Nisa, uno de los tres grandes santos padres de Capadocia, comentaba: «Dios creó al hombre de modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra… El hombre fue creado a imagen y semejanza de Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que desde el inicio, su naturaleza está caracterizada por la realeza… Él es imagen viva que participa en su dignidad de la perfección del modelo divino» («De hominis opificio», 4: PG 44,136).
3. Sin embargo, el señorío del hombre no es «absoluto, sino ministerial, es reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y amor inconmensurables de Dios»(«Evangelium vitae», 52). En el lenguaje bíblico, «poner un nombre» a las criaturas (cf. Génesis 2, 19-20) es signo de esta misión de conocimiento y de transformación de la realidad creada. No es la misión de un dueño absoluto e incensurable, sino la de un ministro del Reino de Dios, llamado a continuar con la obra del Creador, una obra de vida y de paz. Su tarea, definida en el Libro de la Sabiduría, es la de gobernar «el mundo con santidad y justicia» (Sabiduría 9, 3).
Por desgracia, al recorrer con la mirada las regiones de nuestro planeta, nos podemos dar cuenta inmediatamente de que la humanidad ha decepcionado la expectativa divina. Especialmente en nuestro tiempo, el hombre ha devastado sin dudarlo llanuras y valles boscosos, ha contaminado aguas, ha deformado el hábitat de la tierra, ha hecho irrespirable el aire, ha trastornado los sistemas hidro-geológicos y atmosféricos, ha desertizado espacios verdes, ha establecido la industrialización salvaje, humillando –por usar una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII, 151)– ese «huerto» que es la tierra, nuestra morada.
4. Por eso, es necesario estimular y apoyar la «conversión ecológica» que en estas últimas décadas ha hecho a la humanidad más sensible con respecto a la catástrofe hacia la que se estaba encaminando. El hombre, al dejar de ser «ministro» del Creador para convertirse en déspota autónomo, está comprendiendo finalmente que tiene que detenerse ante la catástrofe. «Debe considerarse positivamente una mayor atención a la calidad de la vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida» (Evangelium vitae, 27). Por tanto, no está sólo en juego una ecología «física», atenta a tutelar el hábitat de los diferentes seres vivientes, sino también una ecología «humana» que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las generaciones futuras un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador.
5. En esta nueva armonía con la naturaleza y consigo mismos, los hombres y las mujeres vuelven a pasear por el jardín de la creación tratando de hacer que los bienes de la tierra estén disponibles para todos y no sólo para algunos privilegiados, como sugería precisamente el Jubileo bíblico (cf. Levítico 25, 8-13. 23). En medio de esas maravillas, descubrimos la voz del Creador, transmitida desde el cielo y desde la tierra, desde el día y desde la noche: un lenguaje «sin palabras, del que no se puede oír su voz», capaz de cruzar todas las fronteras (cf. Salmo 19[18], 2-5).
El libro de la Sabiduría, evocado por Pablo, celebra esta presencia de Dios ene el universo, recordando que «de la grandeza y belleza de las criaturas por analogía se contempla al Creador» (Sabiduría 13, 5; cf. Romanos 1, 20). Es algo que también canta la tradición judía de los Chassidim: «Dondequiera que vaya, ¡Tú! Dondequiera que me detenga, ¡Tú!… Dondequiera que me dé la vuelta, dondequiera que me maraville, sólo Tú, de nuevo Tú, siempre Tú» (M. Buber, «I racconti dei Chassidim», Milán 1979, p. 256).
Traducción realizada por Zenit.