MILAN, 6 feb 2001 (ZENIT.org–AVVENIRE).- Después de haber pasado buena parte de sus 78 años tratando de ayudar psicológicamente a mujeres consagradas, el padre franciscano Bruno Giordani acaba de sintetizar experiencias de vida inéditas en un libro que lleva por título «Mujeres consagradas», publicado por el momento en Italia por «Ancora».
«Empecé a conocerlas cuando era estudiante de Filosofía y Pedagogía en la Universidad salesiana –dice– y, para mí, que entré a los trece años en el Seminario, criado en aquella especie de desconfianza con la que, en aquél tiempo, el clero miraba la femineidad, el ánimo femenino ha sido como el descubrimiento de un mundo. Hay una riqueza afectiva en las mujeres, una sensibilidad profunda que las distingue de los hombres».
El libro concluye recurriendo a una imagen sugerente: las mujeres consagradas, «un tesoro en vasos de arcilla».
–¿A qué tesoro se refiere y por qué habla de vaso de barro?
–Bruno Giordani: El tesoro es esa riqueza afectiva profunda, la disponibilidad hacia quien tiene necesidad y, en general la capacidad para entregarse. En muchos casos, confrontándola conmigo mismo, he experimentado un sentimiento de pobreza interior. El tesoro es también la espontaneidad con la que la mujer vive la relación con Dios, mientras que el hombre fácilmente reduce la fe a nivel de corteza cerebral. En cuanto al vaso de barro, está relacionado justamente a esta riqueza emotiva, que hace a la mujer más vulnerable y, por tanto, más frágil.
He observado además, en la mujer, una cierta tendencia a la autodevaluación,y, por tanto, también la incapacidad de defenderse contra una cierta cultura que quiere envilecerlas y usarlas.
–En cuarenta años, ha visto generaciones de novicias tocar a las puertas de los conventos. ¿Es más difícil hoy para una joven descubrir la vocación y responder?
–Bruno Giordani: Depende del ambiente que la joven tiene a su alrededor. Si vive entre personas de fe, la invitación de Jesús es más fácilmente atendible. Si no, el problema es lograr oírla, en medio del ruido y de tantas otras invitaciones de signo contrario. Las familias, además, hoy son más celosas de los pocos hijos que tienen.
–Usted cita al teólogo ortodoxo Evdokimov y su análisis del «achatamiento» de la femineidad en modelos varoniles. ¿Cómo actúa este cambio en las jóvenes que ven el convento como una opción de vida?
–Bruno Giordani: Antes de acercarse a la vida religiosa, se encuentran con que tienen que reconstruir en su interior algo que han perdido, una imagen femenina diversa de la que impone la cultura dominante. Les cuesta mucho y, a menudo, encuentran poco apoyo en los adultos. Hay una carencia de capacidades psicológicas, antes que de ayuda espiritual. A veces, también el tiempo dedicado es poco. Un sacerdote, que confesaba en un convento, se dio cuenta en una ocasión de que sólo tenía tres minutos para cada religiosa…
–¿Hay soledad también en los conventos?
–Bruno Giordani: Si. No son pocas las religiosas que carecen de un punto de referencia, de alguien que les sepa comprender y, sobre todo, escuchar.
–En las cartas que usted incluye en su obra, se observa a menudo un dilema: la necesidad de un rostro humano y el miedo de este rostro.
–Bruno Giordani: Es justamente un dilema frecuente. Durante mucho tiempo, se ha enseñado a las religiosas a reprimir la propia afectividad, a rechazar amar a las personas concretas, como si éstas fueran un obstáculo al amor de Dios. Ciertamente, decía Santa Teresa que «sólo Dios basta». Pero hay que saber mirar a la realidad concreta de una persona. Si una mujer es ya «mayor», espiritualmente adulta, puede bastarle sólo Dios. Pero si todavía debe madurar, si es joven, es natural que tenga necesidad también de una amistad, del rostro de una persona cercana. Es un error reprimir esta necesidad. Por esto hay que trabajar todavía mucho sobre la capacidad de escucha. Hace falta enseñar a escuchar, a acoger a una persona como es. En ocasiones prevalece fácilmente el interés sobre cómo debe ser la persona.
–¿Ha conocido a religiosas felices?
–Bruno Giordani: Muchas. Me acuerdo de una en especial que vino a verme en un momento de fuerte dificultad. Encontrar que alguien la escuchaba y ayudaba le hizo reemprender felizmente su camino y alcanzar una madurez espiritual plena y visible en la espontaneidad confiada de su relación con Dios. Hay una característica de la santidad femenina que es fascinante. Como decía Karen Blixen, la esencia de un hombre se encuentra en sus acciones, en lo que
produce. La esencia de la mujer, en cambio, en lo que es. También en su santidad, el hombre tiene necesidad de «hacer». A la mujer le basta «ser». La santidad femenina coincide con una paz infinita.