Un sacerdote devuelve a niños moldavos sus madres vendidas a la prostitución

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Hijos de «esclavas» del sexo, acogidos en centros para niños abandonados

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BENDER, 11 feb 2001 (ZENIT.org).- El padre Cesare Lodeserto, sacerdote italiano que en su apostolado rescata a mujeres víctimas de las mafias de la prostitución, ha viajado a Moldavia con algunas de ellas para que puedan recuperar su hogar y sus hijos, que aquí las esperan.

Ahora bien no todos los pequeños han podido volver a ver el rostro de su mamá, que sigue recorriendo las ciudades a altas horas de la noche, soportando frío o calor, en ciudades como Roma, París o Londres.

«¿Qué queréis que os traiga de Italia?», pregunta el padre Cesare Lodeserto a la hilera de chavales que lo contemplan excitados por la novedad.

Es la Casa del Niño estatal, para pequeños abandonados, de Bendery, Moldavia, el minúsculo país salido de la órbita soviética, abrazado por Ucrania y Rumanía, donde la pobreza es evidente (Cf. Zenit, 4 de febrero de 2001).

Los chavalines dan forma a sus deseos: «Un balón», dice Olga con un lazo rosa en la cabeza. «Un juguete», dice Igor, rubito de seis años. «¡A mí mamá!», dice Bakthiar, pequeñín y de piel morena. La mamá de Bakhtiar, Elena, está en Italia.

El centro «Regina Pacis», donde la diócesis de Lecce (Italia) acoge a los clandestinos arrojados en el Adriático por traficantes en lanchas rápidas, acogió a Elena al llegar a las costas de Apulia, vendida por una mafia a otra, entre Hungría, Rumanía y Albania.

Cuando la vendieron por primera vez costaba 150 dólares, al final, dos mil. El albanés que la compró pensó invertir aquél capital humano en el mercado de carne viva de las ciudades italianas. Pero la policía la detuvo y la confió al padre Lodeserto, el mismo que hace cuatro días fue secuestrado, y amenazado antes de ser liberado, por los maleantes a los que está estropeando el negocio.

«Durante semanas no quiso hablar –recuerda el sacerdote–. Luego, la convencí. Elena ha denunciado a quienes la habían reducido a esclavitud sexual y han sido arrestados. Eran albaneses en busca y captura por homicidio».

Ahora, a la mamá de Bakhtiar le han concedido un permiso, cuya condición previa era la denuncia, para quedarse en Italia y poder ganarse la vida con un empleo digno. Trabaja como costurera. «Pero para que se pueda reunir con su hijo hacen falta tiempo y papeles», dice con resignación el sacerdote.

Lo que, en último termino busca el padre Lodeserto, arriesgando la vida de esta manera (ha sido ya secuestrado en varias ocasiones por las mafias; Cf. Zenit, 6 de febrero de 2001), es evitar que otras chicas moldavas incautas entren engañadas en el círculo de la esclavitud sexual.

Son introducidas en una red, pasando de mano en mano, en la que quedan atrapadas porque deben pagar la deuda que han contraído con sus compradores. Ellas creen que pueden salir de ese infierno, establecerse en Europa con otro tipo de trabajo y enviar dinero para mantener a sus familias. Algunas, pocas, lo logran.

Los 53 pequeños acogidos se han vestido de fiesta, muy calladitos, y sonríen todos. La directora, Vera Valerievna Gurutzura, se queja: «El año pasado el Estado nos ha dado 1.500 dólares en total». Con esto debe mantener a 53 niños y 38 empleados. Ella misma, con dos licenciaturas y treinta años de servicio, tiene un sueldo bajo y con retrasos: en enero, le dieron la paga de noviembre.

Entre los niños, el sacerdote reconoce a la hija de otra joven a la que ha ayudado a salir del agujero y que vive en Apulia. Madina, la llama y le sonríe. ¿Quieres hablar con mamá? y le enseña el teléfono móvil. La cara se transforma, está radiante: «Da, da» y asiente con la cabecita rubia.

Los niños están serios, pero apenas les miras te sonríen de oreja a oreja. «Esperan que alguien les adopte –dice la directora–. Hace dos meses vino una pareja, prometió a Sasha que volvería y no volvieron más. Pero Sasha espera todavía». Sasha tiene nueve años, y es el que más sonríe. Desde que cayó el muro, dice la directora, el número de niños abandonados ha aumentado en un 20%.

La apertura de fronteras ha despoblado Moldavia y la ha arrojado a una mayor miseria. Cesare Lodeserto se dirige ahora a un pueblecito donde viven los padres de Marija, otra joven rescatada de las mafias. Sus padres trabajaban en un koljós, tenían cuatro hijos, no estaban mal. Luego, los rusos desmantelaron el koljós, se llevaron los tractores, las máquinas, todo. Viven todo el año con lo que pueden sacar de criar un solo cerdo. Tenían una vaca pero la han vendido. Les han cortado la electricidad.

En la única habitación de la casa, le piden al sacerdote que se siente en el sofá ante el samovar, pero está apagado. Hace menos frío afuera. Cuentan su historia: Marija, a los 16 años, era la única que ganaba algo trabajando en las porquerizas del rico del pueblo: el ex jefe comunista local. Hace un año, dijo que se iba a buscar trabajo a Kishinev, la capital. Y no volvieron a saber de ella, dice la madre envuelta en su pañolón verde, de treinta y pocos años, que parece mucho mayor.

El padre Cesare Lodeserto les entrega una foto de su hija, salvada, que ahora trabaja dignamente e incluso manda algún dólar a los suyos. Han comprado mantas y han pagado los recibos de la luz. «Incluso los vecinos nos los dicen: Marija ha tenido suerte, nosotros hemos tenido suerte…».

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ZENIT Staff

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